El caballero de Madison avenue

    En octubre llegaba a Buenos Aires uno de los tres grandes de la publicidad estadounidense, David Ogilvy. El escocés, que en sus años jóvenes había dirigido exitosamente la cocina del Hotel Majestic de París, para luego transitar por la empresa Gallup, ser funcionario de la British Security Coordination y granjero en Pennsylvania, venía a festejar el cumpleaños de su agencia asociada, Ortiz, Scopesi y Ratto.

    Sorprendido por el éxito mundial de su libro -Confesiones de un publicitario-, que había vendido ya más de 400.000 volúmenes, reivindicaba firmemente sus fórmulas allí enunciadas. “Sin reglas, sin fórmulas, no hay profesión”, decía; “veamos el caso de la medicina: un profesional tiene que saber que el corazón está más a la izquierda que el hígado. Es una fórmula, pero personalmente no

    recurriría a un médico que la desconozca”. En cuanto a su postulado de cuanto más se dice más se vende, seguía más convencido que nunca: “La razón por la cual los avisos no contienen más información es la pereza intelectual de ciertos publicitarios”, afirmaba con suficiencia.

    Su desconfianza hacia los jóvenes -al menos en esa profesión- continuaba intacta: “En general no saben adónde van; la publicidad es la sustitución del vendedor, y estos publicitarios no salen a la calle, no vieron nunca a un consumidor. La revolución creativa no es otra cosa que la invasión de Madison Avenue por los hippies y otras cosas. En Estados Unidos hay agencias a las que no se puede entrar por el olor a marihuana; si uno consigue hacerlo, ve que no hay forma de distinguir entre hombres y mujeres. Esta gente no conoce al público”.

    Dueño de un physique du rol clásico, Ogilvy atravesó Buenos Aires con su estilo elegante, ocurrente, seductor, y sus asertos tan tradicionales como uno de sus clientes favoritos, la compañía Rolls Royce.

    BALANCE Y SALDOS.

    En diciembre, una cosa quedaba muy clara: el mejor negocio del año había sido la suscripción de los Bonos de Inversión y Desarrollo. El papel, con mecanismo de reajuste y vinculado a la cotización del dólar, fue la herramienta que permitió a los inversores hacerse de una tasa de ganancia de alrededor de 600% anual.

    Frente a esto, todos los demás rubros -aun los más exitosos- no parecían más que mendigos en el andén.

    La industria de la alimentación era la más dinámica del sector manufacturero; el entonces gigante Sasetru facturaba 30.000 millones de pesos, seguido de cerca por Nestlé, que metía 23.000 millones de pesos en su nidito. Las galletitas desbancaban al pan, y los whiskies nacionales daban el campanazo.

    Por el lado de las inversiones, la cementera Corcemar se ponía al tope del ranking con US$ 20 millones aplicados a su planta cordobesa, mientras Fate producía el mayor golpe de escena al ganar la licitación para instalar una fábrica de aluminio en Puerto Madryn, y Grafa, con la inauguración de Grafanor, le daba el impulso más importante al Operativo Tucumán de radicación de empresas.

    Para las automotrices, 1971 había superado sus estimaciones más optimistas. La aplicación del congelamiento de precios, y la posterior anulación de la medida, fue un buen argumento de venta que esgrimieron los concesionarios para colocar las unidades entre sus clientes, “antes de que aumente el precio de fábrica”. Paralelamente, la inflación era un hecho concreto, y los usuarios

    volvían a recurrir a la compra de automóviles como una de las formas de resguardo de su capital. El lanzamiento de tres medianos livianos, el Dodge 1500, el Renault 12 y el Fiat 128, marcó la tendencia del mercado, que los colocó a la vanguardia de la producción y de las ventas.