Adios al caudillo

    En su edición del 18 de julio, MERCADO dedicaba varias páginas a reflexionar acerca de un tema que desvelaba a la sociedad: el futuro del peronismo luego de la muerte de su conductor.

    En una de sus últimas alocuciones, pronunciada en el marco de un congreso partidario, Juan Domingo Perón decía que “después de 30 años de acción dentro del sistema gregario, es indispensable que comience a accionarse rápidamente hacia una institucionalización que le dé al movimiento un estado orgánico que pueda vencer al tiempo”. La preocupación no era por cierto

    vana, y se desnudaba en toda la crudeza de la incertidumbre luego de la desaparición física del entonces Presidente de la Nación y la sucesión operada en la persona de su viuda.

    En aquella misma circunstancia, y volviendo sobre los aspectos doctrinarios, Perón sostenía: “Conservando el poder de decisión no se necesita expropiar a las empresas multinacionales o echarlas del país, en virtud de que constituyen factores de desarrollo indispensables, ya que no se trata de confundir la liberación, que no es un problema de salir a matar todos los días un extranjero

    y menos aún de recurrir al robo, el secuestro o el asesinato.” Sobre la juventud, a la que había pensado incorporar a la conducción, advertía que “los hechos han demostrado que es una anarquía tan grande la que reina en ese sector que vamos a desensillar hasta que aclare: no queremos incorporar la manzana de la discordia dentro del movimiento”.

    Desaparecida la contundente presencia hegemónica del caudillo, el justicialismo se aprestaba -en palabras de uno de sus encumbrados dirigentes- a “dejar el andador”. El mismo vocero, inquieto por los grandes interrogantes abiertos a partir de aquella muerte largamente temida, manifestaba al mismo tiempo la necesidad de que “la señora de Perón se constituya en su continuidad a fin de que sus decisiones logren el mismo acatamiento que respondía a las directivas del jefe muerto.”

    Y SE HIZO LA LUZ.

    Unos meses antes de su deceso, exactamente el 20 de marzo, Perón había apretado el botón de la Central Nuclear de Atucha que elevaba su potencia hasta 85.000 kilovatios, y la energía eléctrica generada se incorporaba a la red de distribución del Litoral-Gran Buenos Aires. La Argentina se transformaba así en el primer país de América Latina que producía electricidad a partir de la fisión

    nuclear.

    El Plan Trienal puesto en marcha preveía la construcción de otras tres centrales, cada una con 600 mil kilovatios, alimentadas con uranio natural. Las reservas del mineral, según estimaba el entonces titular de la Comisión Nacional de Energía Atómica, alcanzarían hasta 1995, por lo que se especulaba

    que en los 20 años restantes se podría continuar la prospección minera para encontrar nuevos yacimientos, y avanzar con el proyecto de instalación de una planta de agua pesada.

    El optimismo casi no reconocía límites; los funcionarios del área se entusiasmaban co n la idea de que, en poco más de diez años, el país estaría en condiciones de encarar prácticamente por sí solo una central similar a la de Río Tercero, proyectada por ese tiempo con la asistencia canadiense. “El

    contrato con Canadá,” se sostenía, “es importante porque la transferencia de tecnología implica el traspaso del paquete de diseño detallado de todas las partes nucleares, los criterios y metodología de trabajo, programas de computación, y admite que argentinos visiten laboratorios, oficinas de

    diseño o centrales en construcción o ya construidas. Vamos a manejar el diseño, la construcción y el ciclo del combustible.”