Nació en 1883, hijo de la alcaldesa de Cambridge y de un metodologista científico. Muy buen matemático, se formó en las ideas de Marshall, que para la juventud inglesa volcada hacia la economía ya tenía una aureola de santo. En 1905 se presentó a examen de ingreso en el Civil Service, obteniendo malas notas en… Economía. (Keynes opinó que los examinadores sabían menos que él.)
Como consuelo, ingresó al Indian Office, una especie de ministerio colonial, donde adquirió experiencia en los vericuetos de la moneda hindú, sus tremendos problemas sociales y fiscales y, a la vez, sobre el patrón oro. Todo esto aparecería en 1915 en Análisis financiero de la India. El año 1906 fue particularmente dramático en Inglaterra, con las calles en tumulto y violencia política, al extremo de que Churchill cuenta (La crisis mundial 1911/18) que se contaba seriamente con un golpe militar.
Keynes volvió a Cambridge mediante una beca que le extendió personalmente Marshall. Declarada la guerra en 1914, se incorporó al Tesoro, operando como recaudador de todo lo que el reino tenía a cobrar en el exterior y financiando así las compras de guerra. Hizo lo mismo para Francia y Rusia, y acumuló una experiencia comercial exterior en todas sus variedades que luego volcaría en libros.
La guerra, uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis, cambiaba por completo los presupuestos de la economía clásica. Las reservas en oro europeas (exceptuando las alemanas) fueron a Nueva York, donde el gobierno norteamericano emitía bonos y dinero para comprar armas y equipos que abastecían a los aliados. La deuda pública estadounidense pasó de US$ 12 a 250 per cápita en dos años. En el mismo período, las exportaciones norteamericanas se multiplicaron por nueve. Europa no producía, hacía la guerra a crédito. La emisión monetaria era tremenda, pero los precios no
subían más de 80% en cuatro años.
La desocupación había desaparecido y debió recurrirse a las mujeres para mantener en marcha las industrias y servicios. El comercio marítimo estaba dislocado por la guerra, pero el continente funcionaba, mal que mal. En Estados Unidos, a pesar de un alza de precios de 134%, el salario real subió 12% en el cuatrienio 1914/18.
Mientras tanto, Keynes fue llamado -a los 32 años- a prestar el servicio militar, pero devolvió el documento al remitente. En 1919 comenzó la Conferencia de Paz, en un ambiente de odio, revancha y fraude. Los pueblos coloniales no obtuvieron la independencia por la que tanto lucharon y -sobre todo los árabes- fueron a la rebelión.
La propuesta francesa era destruir a Alemania. El presidente norteamericano Wilson convalecía de una hemiplejía, y, en verdad, su mujer atendía los asuntos de Estado. Clemenceau (decía que la Argentina crecía de noche, cuando sus hijos no podían hacerle daño) trataba de conseguir que las reparaciones de guerra impuestas a Alemania fueran tan grandes que jamás se recuperara, y obtuvo lo que quería. Keynes se retiró de la conferencia y del cargo. Para entonces, Schumpeter era ministro de Finanzas del gobierno democristiano de Austria, en el bando de los vencidos.
Consecuencias económicas de la paz, el libro en el que Keynes describía mordazmente a los principales actores del gran drama y a la vez explicaba cómo y por qué Alemania no podría pagar las indemnizaciones, fue un éxito sensacional, sobre todo, obviamente, en Alemania. Pero la parte en que aconseja no atornillar demasiado y prevé un nacionalismo revanchista y guerrero a corto plazo en Alemania fueron demasiado para la clase gobernante inglesa, que lo marginó. El comentario del Times sobre el libro se parece a una despedida fúnebre. El argumento era decisivo: tenía razón pero potenciaba la causa alemana. A partir de ahí, Keynes pasó a ser mucho más conocido afuera que en Inglaterra.
Excluido del círculo del poder, pudo decir lo que nunca habría dicho de hallarse dentro del antro de los adaptados y mesurados pensadores cuyas ideas jamás se conocen. Hombre libre, se dedicó a especular con moneda extranjera y en la Bolsa; presidió una empresa de seguros; ganaba mucho dinero y escribía implacablemente. La variedad de sus intereses lo aproximaban a un epistemólogo.
Nunca creyó que los problemas económicos tuvieran soluciones exclusivamente económicas. Para la ruling class y los economistas mediocres de prosa oscura y esotérica, Keynes era una amenaza:
escribía bien, con claridad (era amigo de Virginia Woolf), y convencía a la gente. Con él, la ciencia dejaba de ser oculta. La gran prueba vino en 1925: Churchill, como ministro de Economía, devolvió la libra al patrón oro y al tipo de cambio fijo de US$ 4,86 por libra. Cuando todos los países devaluaban para competir, Gran Bretaña revaluaba para probar que el sistema británico volvía a ser tan fuerte y confiable como en el siglo XIX. La prensa norteamericana puso a Churchill en las nubes.
Keynes, de hecho, trataba a Churchill de papanatas y dañino. Predijo que la única forma de competir sería la baja salarial, el aumento de la jornada de trabajo y del desempleo, y el desvío de las compras hacia otros países. Como el valor de cambio de la libra no pasaba de US$ 4,20 en el mercado libre, Estados Unidos, Francia y Holanda ganaron todo lo que Inglaterra no vendía. Lo que se probó no fue la fortaleza de la libra, sino la del dólar. El Reino debió pagar con oro sus importaciones y hacia 1927 había perdido tanto que debió pedir a Estados Unidos que rebajase sus intereses y aumentara sus créditos. La política de Churchill engendró la Ley de Liebling: “Si un hombre de mentalidad compleja actúa de una manera perversa puede conseguir echarse a sí mismo a la calle de una patada en el culo” (Galbraith dixit).
A la crisis de 1929 Inglaterra llegó ya con su propia crisis. Tiró al diablo la convertibilidad y el libre comercio, a ver cómo salía del embrollo. La libra bajó hasta US$ 4,02. El ciclo de 40 meses, que tanto seducía a Keynes, se había cumplido una vez más; siempre fue cortoplacista. En Estados Unidos, la crisis fue feroz: 9.000 bancos quebrados, el presidente de la Bolsa de Nueva York en Sing Sing.
Los clásicos aconsejaron no hacer nada: pensaban que los sufrimientos de los demás -y cualquier cosa desagradable- deberían tener forzosamente benéficos resultados económicos. En Alemania y Estados Unidos bajaron los salarios y los precios y subieron los impuestos, con 30% de desocupados.
Los nazis y extremistas de toda clase, agradecidos.
Schumpeter pensaba -ya en Estados Unidos- que la depresión desintoxicaba la economía. Keynes aconsejaba que los gobiernos tomaran dinero prestado y lo gastaran, asegurando la oferta del dinero, aumentando los depósitos bancarios y el gasto de los particulares, manteniendo la velocidad de circulación. Todos los expertos consagrados dijeron que estaba equivocado. Algunos viejos admiradores estaban en el gobierno: Adolf Hitler empezó a pedir dinero prestado y a gastarlo a toda velocidad.
El control de cambios impidió las evasiones de divisas y frenó las importaciones. Se fijaron precios y salarios, y funcionó. En 1935 ya no había desocupación en Alemania, el país producía a pleno, con estabilidad y expansión. Las predicciones angloamericanas de bancarrota nunca se cumplieron.
Keynes decía que lo que había funcionado durante la guerra del ´14 también debería funcionar en la crisis del ´30: la oferta de dinero inducía al pleno empleo de todos los factores de producción y aseguraba una inversión continua con precios estables mediante la absorción monetaria con títulos públicos, aunado con una mejor distribución de ingresos mediante impuestos selectivos a la renta.
De su Tratado sobre la moneda salieron en definitiva todos los bancos centrales del mundo. De Consecuencias económicas de Mr. Churchill salieron las objeciones fundamentales -y aún vigentes- a las paridades legales invariables. Keynes vio con claridad que el centro económico del mundo ya no estaba en su patria, sino en Estados Unidos, y ahí comenzó a tratar de influir. Escribió en el New York Times y llegó a entrevistarse con el presidente Roosevelt. No lo convenció, pero sí al gobernador de la Reserva Federal (un mormón de Utah) y a un grupo de canadienses que se fanatizaron con la Buena
Nueva.
La Teoría general del empleo, el interés y el dinero (así la publicó Keynes) es ambigua y contradictoria, pero demuestra que una economía puede encontrar su equilibrio en situaciones de desempleo continuado y grave debido al esfuerzo por ahorrar más de lo necesario para reinvertir. De ahí caen el poder adquisitivo, la producción, el empleo y las ganancias, reduciendo la inversión y el ahorro. Si la gente no gasta, el ciclo depresivo es permanente hasta la pauperización total. El gasto público y el déficit presupuestario son imprescindibles para torcer el ciclo de miseria.
Las quiebras nacionales iniciadas en 1956 se atribuyeron al keynesianismo y sus abusos, y se promovió la vuelta a los sanos principios de 1928. La alegre imprenta de emitir billetes se convirtió en el villano de la película.
Pero de toda la obra de Keynes surgen tanto el socialismo para pobres como el socialismo para ricos.
Un subsidio de desempleo puede ser mal visto, pero la garantía oficial a deudas particulares impagas se denomina salvataje o red de seguridad. En caso de guerra se tiran todas las doctrinas y se hace lo necesario para sobrevivir, sea cual fuere su nombre, sin importar las herejías. En 1944, en Bretton Woods, principal balneario judío de Estados Unidos, se planificaron tanto la asistencia a la Europa devastada como los mecanismos de ayuda. El Plan Marshall, padre del milagro alemán, surgió de las enseñanzas de Keynes.
El economista, una de las grandes figuras de la historia, vio el fin de los 30 años malditos (1915/45) con la firme convicción de que no se repetirían sus causas. Como dice Galbraith, entre 1945 y 1970 el capitalismo funcionó bien de verdad. Luego vendrían los paleocapitalistas.