En el futuro, más importante que contar con recursos naturales, capital o mano de obra, será disponer de conocimiento. Esa es la tendencia que se insinúa con toda fuerza para los próximos años. El ingrediente vital en todo proceso productivo será la calidad y disponibilidad de recursos humanos que dominen los conocimientos requeridos.
Cuando empiece el próximo siglo, no habrá ningún país del pelotón de vanguardia donde lo que hoy llamamos obreros calificados, los que fabrican y transportan productos, represente más de 20% de la fuerza laboral. Las dos categorías importantes serán la de los trabajadores en servicios y la de los que tienen y aplican conocimiento.
La nueva realidad no sólo traerá impresionantes transformaciones en la política y en la sociedad; también modificará radicalmente a la teoría económica. Como bien lo señala Peter Drucker en su último libro -La Economía Post-Capitalista- habrá que enfrentar la necesidad de cuantificar el conocimiento exigible para producir un bien, y por ende, calcular la tasa de retorno correspondiente.
Porque a pesar del surgimiento del conocimiento como eje del sistema productivo, no existe todavía una teoría económica al respecto.
La doble comprobación, la del papel central del conocimiento y la de las transformaciones que provocará, ponen a la educación en el centro de la escena. No solamente tendrá que ser prioridad en la asignación de recursos que hagan los gobiernos, sino que replanteará desde la base la misma noción del proceso educativo. Las universidades -pero también otros focos de enseñanza superior- deberán considerarse como parte del proceso productivo. Se planteará la masividad del conocimiento necesario para los nuevos tiempos; la educación permanente, dentro y fuera del aula; la divulgación del conocimiento a través de los medios tecnológicos existentes, y la participación de la empresa y el mundo de los negocios en el entrenamiento, capacitación y formación de recursos humanos excelentes.
Para no pertenecer a la categoría de los analfabetos no bastará con leer, escribir y tener nociones aritméticas. Habrá que entender de ciencia, tecnología, idiomas foráneos y manejar conceptos abstractos, símbolos y lenguaje cibernético.
Como dice Robert B. Reich, tal vez el intelectual más cercano al nuevo presidente de Estados Unidos, está próxima a emerger una economía global, y en ella la productividad de un país se mide por la acumulación de capital humano. De nada servirá contar con tecnología de punta y las fábricas y máquinas más modernas si no se cuenta con el personal altamente especializado para operarlas.
Lo que caracteriza a la economía global es que todos los factores de producción -con excepción de la fuerza laboral y de la infraestructura- se mueven libremente a través de las fronteras nacionales.
Ocurre desde hace años con los flujos de capital, que deambulan por el mundo a la búsqueda de la mejor tasa de retorno en cada momento. También con la información y la tecnología que transita libremente gracias al inmenso desarrollo de las telecomunicaciones y la computación. Incluso los más modernos bienes de capital y las fábricas de avanzada se pueden instalar en cualquier lugar del mundo, dirigidas por corporaciones gigantescas que paulatinamente van perdiendo la identidad de la antigua casa matriz emplazada en determinado país del mundo industrializado.
En cambio, sostiene Reich, no hay manera de trasladar masivamente a la fuerza laboral, con su entrenamiento, especialidad y capacidad para juzgar y discernir. Tampoco es reemplazable la infraestructura, los caminos, puentes, puertos, diques, que respaldan el esfuerzo productivo de la gente. Por tanto sobre esos dos activos dependerá en el futuro, exclusivamente, la calidad de vida de los habitantes de una nación.
CAPITALISMO CREATIVO O ESPECULATIVO.
La deuda nacional de Estados Unidos asciende a US$ 3 billones (3 millones de millones, o doce ceros, como se prefiera). La deuda del sector empresarial -especialmente de las grandes corporaciones- asciende a US$ 2 billones, y el número de quiebras de firmas industriales y financieras sigue en
ascenso. El déficit del presupuesto está en torno a US$ 300.000 millones, sin que se avizoren posibilidades de reducirlo.
En gran medida ésta es la consecuencia de la década de los ´80, con la fiebre de take-overs, mergers y adquisiciones que transformó profundamente el mapa empresarial estadounidense. En su inmensa mayoría, esas transacciones se financiaron con todo tipo de instrumentos financieros, y en especial con los junk bonds o bonos basura de alto riesgo. Hay consenso en la evaluación: fue un desastre cuyos resultados se están pagando ahora sin que la economía logre salir de las arenas movedizas. Las conclusiones de este período, que guarda extraña similitud con la crisis de los años ´20, son:
1) Contra lo que se suponía, las fusiones y take-overs no mejoraron la eficiencia productiva, ni estimularon el progreso tecnológico ni aumentaron la competitividad internacional de la industria.
En palabras de Peter Drucker, dos de cada cinco mergers o fusiones terminaron en auténticos desastres, dos “ni viven ni mueren”, y solamente una funcionó. Muchas de estas operaciones fracasadas debieron revertirse.
2) La fiebre de adquisiciones de los ´80 impuso una pesada hipoteca. La deuda de US$ 1 billón contraída por las empresas en la emisión o compra de nuevas acciones fue inversión que se sustrajo a la construcción de nuevas plantas, a la investigación y al desarrollo, o a la creación de nuevos puestos de trabajo. Entre tanto, los principales competidores de Estados Unidos, las firmas japonesas y alemanas, hicieron precisamente lo contrario.
3) La deuda de las empresas estadounidenses aumentó en 350% entre 1980 y 1987, y duplicó la proporción de utilidades netas requeridas para el servicio de la deuda. Todo lo que se dedica a pago de intereses y amortización de capital se sustrae a la inversión en nuevas plantas, bienes y equipos de capital, o desarrollo de nuevos productos. Los activos de las empresas que se declararon en bancarrota ascendieron en apenas cuatro años -entre 1986 y 1990- en 550%.
Se empieza a percibir la brecha entre capitalismo especulativo y capitalismo creativo. El segundo es el único que crea riqueza genuina, da paso a nuevos e innovadores productos y permite el surgimiento de nuevas tecnologías. Es, en suma, el que contribuye al crecimiento económico efectivo.
EL PELIGRO DE LA NUEVA ORTODOXIA.
Lo que se ha dado en llamar “la nueva ortodoxia” en teoría económica amenaza la recuperación económica mundial. La tesis levanta tres banderas:
1) reducir la inflación al máximo posible debe ser el único objetivo de la política monetaria;
2) la política económica debe evitar la discrecionalidad, ya que ésta es la receta para más inflación y menos crecimiento;
3) en sus intentos de combatir fluctuaciones cíclicas, la política fiscal es, en el mejor de los casos, irrelevante, y en el peor, contraproductivo.
Las teorías económicas que hoy ocupan lugar en el escenario y están -podría decirse- de moda se vinculan a la economía de la oferta (supply side). Por una parte, están los que piensan que todo se arregla reduciendo impuestos y ofreciendo estímulos a la inversión (los asesores de Ronald Reagan).
Por la otra, los que creen que para crecer hay que concentrar inversión en educación e infraestructura (el equipo de Bill Clinton).
Sobre los riesgos que supone esta nueva ortodoxia y sobre la verdad a medias que encierran sus tres apotegmas, se explaya en un reciente ensayo (publicado en The International Economy) Lawrence Summers, economista jefe del Banco Mundial y profesor de Harvard.
1) Con respecto a los niveles de inflación, el autor recuerda que, tras la experiencia de los ´60 y los ´70, ningún economista está dispuesto a sostener -y mucho menos en América latina- que mayor inflación se asocia con crecimiento o reducción del desempleo. Cualquier economía moderna sufre con tasas anuales de inflación de dos dígitos, e incluso con las de un solo dígito si éste es de los más altos. Pero tampoco puede llevarse la cuestión al extremo de muchos teóricos que pugnan por clavar la inflación, si no en cero, por lo menos en 1 o 2%.
Toda la evidencia disponible -sigue Summers- confirma que no tiene sentido obligarse a bajar la inflación a 1% cuando se está en 3 o 4%. El esfuerzo adicional para lograr este resultado exige un costo muy alto sin que el beneficio lo justifique. Dicho de otro modo: los beneficios de reducir la inflación desaparecen o se minimizan a medida que se logren más y más bajas tasas inflacionarias.
Pero lo decisivo, dice el prestigioso economista, es que éste es el peor momento para librar una cruzada antiinflacionaria. El crecimiento se ha vuelto lento en el mundo industrializado porque los deudores deben mucho y los acreedores tienen poco capital.
2) Los nuevos apóstoles de la ortodoxia y muchos de los actores en el sector financiero repiten como verdad revelada que la política debe ser gobernada por reglas que impidan la discrecionalidad. La idea subyacente es que la tentación de alimentar la inflación en el corto plazo es irresistible, pero que las consecuencias son desastrosas a largo plazo.
Summers recuerda que la reciente experiencia monetaria europea, donde se hizo añicos el mecanismo de paridades establecidas, habla elocuentemente en contra de atar la suerte de la política a una tasa fija de cambio. Esta desarrolla una dinámica perversa: cuanto peor se ven las cosas, más probable es la devaluación, con lo que las tasas de interés suben, empeorando el cuadro.
Las tasas de cambio fijas -recuerda Summers- son útiles para reducir velozmente el nivel de inflación; pero abandonar los resortes de la política monetaria en favor de tasas de cambio irrevocables es una receta segura para la revaluación y un ajuste muy doloroso.
3) El déficit en el presupuesto -dice Summers, al abordar el tercer axioma ortodoxo sobre política fiscal- es simplemente una manera de diferir pagos. Aumenta la factura a pagar en el futuro y reduce el margen de crecimiento al erosionar la capacidad de inversión de una nación. No hay duda entre los economistas: a largo plazo, lo mejor es pequeño antes que abultado déficit; y es preferible que la deuda pública muestre tendencia descendente y no creciente.
Lo que la nueva ortodoxia no parece entender -sigue Summers- es que las políticas presupuestarias son medios para lograr el fin de un crecimiento sostenible. Por eso, a pesar de la profundidad y extensión de la actual recesión en Estados Unidos, Japón y otros países industrializados, son muchos los que predican la inmediata austeridad fiscal.
Es cierto que, en el largo término, la reducción del déficit es imperativa; pero en la actual situación lo que menos necesita el mundo es una reducción drástica de la demanda. Y eso inevitablemente sucederá si se reduce el gasto público o se aumentan los impuestos. Justo cuando el ejercicio de la política monetaria tiene evidentes limitaciones, sería absurdo renunciar a las posibilidades que ofrece la política fiscal.
PARA ENTENDER LO QUE HARA BILL CLINTON.
Los primeros cien días de Bill Clinton en la Casa Blanca prometen ser espectaculares en más de un sentido. Pero la gran incógnita es si el presidente electo logrará resolver la enorme contradicción entre sus dos grandes promesas. Por un lado, se ha comprometido a reducir el déficit fiscal; por el otro, ganó votos y despertó entusiasmo asegurando que se gastará más en educación y en salud, en inversión que “ponga primero a la gente”.
La estrategia de la Casa Blanca seguirá los lineamientos del principal mentor económico de Clinton, Robert B. Reich. Muy resistido en los círculos académicos, Reich es un pensador original e innovador en argumentos, y contribuyó decisivamente a moldear la agenda presidencial.
En esencia, lo que dice Reich es que no todo el gasto público puede considerarse igual, ni ponerse en la misma bolsa. Hay gasto evidente, que es en rigor consumo; y hay otro gasto -como el educativo- que supone inversión, ya que asegura que habrá un retorno.
Está próxima a emerger una economía global, y en ella la productividad de un país se mide por la acumulación de capital humano. De nada servirá contar con tecnología de punta y las fábricas y máquinas más modernas, si no se cuenta con el personal altamente especializado para operarlas.
Lo que caracteriza a la economía global es que todos los factores de producción -con excepción de la fuerza laboral y de la infraestructura- se mueven libremente a través de las fronteras nacionales.
Ocurre con los flujos de capital, también con la información y la tecnología, e incluso los más modernos bienes de capital y las fábricas de avanzada se pueden instalar en cualquier lugar del mundo.
En cambio, sostiene Reich, no hay manera de trasladar masivamente a la fuerza laboral, con su entrenamiento, especialidad y capacidad para juzgar y discernir. Tampoco es reemplazable la infraestructura, los caminos, puentes, puertos, diques, que respaldan el esfuerzo productivo de la gente. Por lo tanto, sobre esos dos activos dependerá en el futuro, exclusivamente, la calidad de vida de los habitantes de una nación.