Que significa el triunfo de Clinton


    En los últimos días he vivido una experiencia
    fascinante y al mismo tiempo alarmante.


    He observado aquí, en Estados Unidos, el proceso
    preelectoral, las elecciones y las reacciones de los distintos
    sectores ante el resultado.


    Gracias a una invitación del ex presidente
    Jimmy Carter, pude mirar todo eso desde una posición privilegiada.
    En efecto, fui parte de un grupo de "observadores internacionales"
    que estuvo, durante largos días, en contacto con funcionarios
    del gobierno norteamericano, los dos grandes partidos,


    partidarios de Ross Perot, grandes encuestadores,
    analistas políticos de primera línea, académicos
    de renombre y, al mismo tiempo, gente de la calle.


    El día de las elecciones, pasé doce
    horas recorriendo lugares de votación, interrogando sistemáticamente
    (porque ése era mi deber como "observador internacional")
    a los presidentes de mesa, los fiscales generales y los votantes.
    Estuve en barrios muy pobres y barrios muy ricos. Vi todos los
    contrastes sociales, así como antes -al hablar con líderes
    demócratas, republicanos e independientes- había
    visto los contrastes políticos.


    Mientras esto ocurría, algunos periodistas
    argentinos, enterados de mi presencia aquí, me llamaron
    repetidas veces para pedirme pronósticos (antes del comicio)
    y evaluaciones (después).


    En esos contactos, nuestros periodistas me transmitían
    los interrogantes, las dudas y las interpretaciones que, sobre
    la elección norteamericana, se hacían en la Argentina.


    Lo sorprendente es que no había, entre la
    percepción que yo tenía aquí y la que me
    transmitían desde Buenos Aires, ningún punto de
    contacto.


    En determinado momento decidí hacer un ejercicio:
    le transferí a un profesor de ciencias políticas,
    en Emory University, las preguntas que me hacían a mí
    desde Buenos Aires.


    Le pregunté a este profesor, como cosa mía,
    si Clinton estaba "en contra de las privatizaciones",
    si su triunfo era un golpe a la "economía de mercado",
    si se abandonaría ahora la Iniciativa para las Américas
    y si la Argentina dejaría de tener la Oposición
    privilegiada que logró merced a la relación Bush-Menem".


    Querría poder describir el gesto de respetuosa
    perplejidad de aquel hombre. No se imaginaba por qué yo
    podía creer que Clinton estuviera "contra las privatizaciones".
    No veía qué tenía que ver "la economía
    de mercado" con la elección. No comprendía
    por qué yo le daba tal importancia a un hipotético
    y remoto mercado hemisférico. No sabía de qué
    "posición privilegiada" le estaba hablando.


    Estoy en condiciones de causar una perplejidad equivalente
    en Buenos Aires. Me bastará con explicar que, en Estados
    Unidos, las ideas que nosotros llamamos "liberales"
    (esas ideas que Alvaro Alsogaray ha repetido infatigablemente,
    y que ahora ha adoptado Carlos Menem) no tienen nada que ver con
    lo que piensan los republicanos ni con las propuestas de Perot.


    El partido que representa esas ideas, en Estados
    Unidos, es el Partido Libertario, cuya fórmula presidencial
    (André Marrow- Nancy Lord) se presentó en los 50
    estados pero casi no tuvo votos.


    Unicamente Marrow es, aquí, un "mercadista"
    a la argentina, partidario de que el gobierno sólo se dedique
    a la seguridad y la policía (amén de atender, subsidiariamente,
    la salud y la educación).


    Los republicanos ya no hablan de desregulación
    sino de re-regulación. Ni se les ocurre pensar que, a fines
    del siglo XX, alguien pueda encomendar una nación a "la
    mano invisible". Creen que la libertad de comercio es un
    ideal pero, mientras esperan que se convierta en realidad, ejercen
    el proteccionismo: algo que, en cuatro años, ya debería
    haber descubierto la Argentina. (La administración Bush
    nos negó mayor acceso al mercado norteamericano y, en cambio,
    nos robó mercados trigueros mediante un escandaloso subsidio).


    En cuanto a Ross Perot, si tradujéramos su
    libro United We Stand al castellano, y lo publicáramos
    con seudónimo, muchos de nuestros liberales repudiarían
    el texto por "estatista".


    Esa confusión nuestra hace muy difícil
    interpretar los acontecimientos de Estados Unidos, y esto vale,
    también, para la elección del martes pasado.


    La derrota de Bush sirve de epílogo de la
    Reaganomics, así como la derrota de John Major, en Inglaterra,
    servirá de epílogo al thatcherismo.


    Ni Reagan ni Thatcher postularon jamás la
    destrucción del Estado ni hicieron suyo el lema de Quesnay
    (anterior a Adam Smith), laissez faire, laissez passer.


    En cambio sí postularon -junto con la privatización
    y la desregulación: dos procesos que se han dado en todo
    el mundo, con gobiernos de distinta naturaleza e ideologías
    diversas- una política económica cuyo fracaso es,
    a esta altura, indiscutible.


    La idea no era que el Estado desapareciera o dejara
    de influir en el destino de la economía. La idea era que
    el Estado abandonara su tarea de samaritano.


    Simplificando, el plan consistía en que se
    dejara de asegurarle salud, educación, vivienda y empleo
    a todo mortal. Eso permitiría rebajar drásticamente
    los impuestos. A continuación, el gobierno debía
    ocuparse, no del bienestar de la gente, sino del bienestar de
    la moneda. Con impuestos bajos y moneda sana, la inversión
    se multiplicaría, la economía crecería y
    todos se beneficiarían.


    Después de doce años de aplicar la
    receta, Gran Bretaña sufre la recesión más
    grande de las últimas seis décadas, y Estados Unidos
    -sumido en el desempleo y angustiado por su pérdida de
    competitividad internacional- ha decidido despedir al presidente
    bajo cuyo mandato desapareció la URSS y Europa oriental
    se convirtió al capitalismo.


    En el próximo número de MERCADO analizaremos
    -en vísperas de la inauguración de Clinton- los
    planes de la nueva administración. Por ahora, el mensaje
    a enviar desde aquí es muy simple: pensemos todo de nuevo.
    Si queremos interpretar qué significa este triunfo, olvidemos
    todo lo que


    nosotros creemos que significa. Clinton es tan capitalista
    como Bush. La diferencia es que Clinton está libre del
    dogma monetarista de los ´80: un dogma que causó la desdicha
    de millones de personas… y esta dicha suya. Fue el fracaso de
    la Reaganomics lo que convirtió al gobernador del pequeño
    estado de Arkansas en amo de esta nación a la que, en su
    discurso triunfal, llamó –


    inmoderadamente- "la más grande en la
    historia de la humanidad".





    -La opinión de Carter-



    NO GANO CLINTON, PERDIO BUSH.



    El miércoles 4, ante el grupo de observadores
    internacionales, Carter hizo esta evaluación de la elección
    norteamericana.


    La elección fue un referéndum contra
    George Bush. Ya antes del martes, por más de nueve meses,
    era claro que la mayoría estaba disconforme. En todas las
    encuestas, los que aprobaban la gestión de Bush no llegaban
    a 40%.


    Sin embargo, la gente no estaba segura de que el
    gobernador Clinton tuviera la capacidad, la inteligencia, la personalidad
    y el criterio necesarios para ser presidente. Por fin, luego de
    hacer sus evaluaciones, la gente decidió que sí:
    Clinton tenía los atributos para ser un presidente aceptable.


    Pero la elección no fue un mandato a Clinton;
    fue el rechazo de Bush.


    Esta elección estuvo dominada por la aspiración
    popular de tener un gobierno operativo; el deseo de sentir que
    hay un equipo, que hay responsabilidades compartidas, que hay
    cooperación. Se nota un resentimiento por la forma en la
    cual se condujo el gobierno nacional en los últimos años;
    recurriendo al veto, queriendo imponer ideas, negando la necesidad
    de compartir responsabilidades


    y buscar el consenso.


    Clinton afrontará momentos difíciles.
    Su principal problema será el déficit y la deuda
    pública, que fue multiplicada por cuatro en los últimos
    12 años (actualmente US$ 4.000.000.000.0000). Para resolver
    esto se necesita la cooperación entre partidos: aunque
    tengamos la mayoría en el Congreso, los demócratas
    no podemos imponer cualquier solución. Hay que aumentar
    los ingresos fiscales y disminuir el gasto. al mismo tiempo, hay
    que atender problemas sociales urgentes: nuestro sistema de salud
    es despreciable; hay 36 millones de norteamericanos sin atención
    médica adecuada.


    Soy amigo personal de Clinton, desde hace quince
    años. Nuestras esposas, nuestros hijos, son amigos. Tengo
    una enorme confianza en él. Pero ahora él está
    puesto a prueba.