Entre los estereotipos de la muñeca sexy y los de la ejecutiva masculinizada, las mujeres de empresa transitan todavía un terreno incierto. ¿Es realmente necesario sacrificar las preferencias individuales o la comodidad para adaptarse a los rigores de un estricto código de elegancia en la oficina y los negocios?
La cuestión de cómo se visten las mujeres en su trabajo ha trascendido largamente el reino de la frivolidad. Hasta hace algo menos de 20 años, el guardarropa femenino parecía depender sólo de los recursos económicos y del gusto de secretarias y (en aquella época, escasas) ejecutivas. Los signos de los nuevos tiempos aparecieron en 1975 con la publicación, en Estados Unidos, de Dress for Success, un libro que llegó a vender cuatro millones de ejemplares. Su autor, John Molloy, fijó allí las pautas del buen vestir en las empresas.
Su mensaje para las mujeres fue inequívoco: si no querían ser confundidas con “niñas que juegan a la oficina” debían adoptar un riguroso criterio de elegancia: un tailleur severo, blus a de seda blanca, y apenas algún toque de colores vivos en un pañuelo o chalina. Joyas discretas y, en lo posible, auténticas. Nada de vestidos vaporosos; jamás pantalones. La receta tuvo una aceptación masiva: olas de tailleurs grises inundaron las oficinas.
Paradójicamente, fue el ascenso de mujeres a puestos de mayor jerarquía lo que en mayor medida ayudó a quebrar este rígido molde. Ejecutivas, profesionales y empresarias empezaron a contar con el dinero y la autoridad para imponer su propio estilo, y los diseñadores corrieron a satisfacer esta nueva demanda.
Inmediatamente detrás de las casas de moda llegaron los asesores de imagen, para determinar qué cosas refuerzan la credibilidad de las mujeres y qué otras destruyen el efecto buscado. Una de las más refulgentes estrellas de esta especialidad es la británica Carolyn Miller, consultora de la famosa Cranfield School of Management, del Banco Barclays y de British Airways.
Quienes se han sometido al despiadado escrutinio de Miller aseguran que la experiencia sólo puede compararse con el recuerdo de las críticas maternales durante la adolescencia. Pero lo peor, dicen, es terminar clasificada dentro de alguna de las categorías que la consultora ha creado para describir a las mujeres “vestidas para perder”. Vale la pena examinar los puntos esenciales de esta escala, que Miller expone con humor y despiadada ironía:
La víctima. Todo su aspecto indica que no le gusta asumir responsabilidades y que sólo puede hacer las cosas a medias. Según Miller, se la reconoce por su “ropa de mala calidad, cara lavada, zapatitos chatos y el pelo lacio atado con una banda elástica”.
La vampiresa. “La delatan los grandes aros, el perfume penetrante, la ropa llamativa y las pestañas cargadas de rimmel azul eléctrico”, apunta Miller. Pero tiene algo en común con la víctima: tampoco la toman en serio.
La conformista. Toma la vida como una obligación y se viste para complacer a los demás, no a sí misma. Pulcra y correcta, pero aburrida, Miller le reserva un tratamiento particularmente desdeñoso: “Es la cara más insidiosa de la mediocridad”.
La clave del asunto, dice Miller, está en saber combinar calidad, color y estilo. El color, agrega, es “lo que demuestra que una mujer está viva y no tiene miedo de que la vean”. El estilo, finalmente, es una cuestión más complicada, que consiste en “reflejar quiénes y qué somos”. Para ello, Miller también ha establecido una clasificación en la que a ciertos rasgos de la personalidad corresponden determinados estilos de ropa.
Dramáticas. Estas mujeres tienen algo de brujas o heroínas. Necesitan vestirse con colores fuertes, contrastantes y oscuros. Pueden atreverse con estampados audaces.
Clásicas. Formales y sedentarias por naturaleza, deben adoptar un estilo elegante y prolijo. Les va bien el pelo recogido y las joyas discretas pero visibles.
Salvajes. “Pertenecen al reino de los piratas y los gitanos”, sentencia Miller. Pueden permitirse faldas largas con mucho vuelo, grandes pañuelos y el pelo suelto.
Traviesas. Para mujeres divertidas, creativas y audaces, la consultora recomienda los colores primarios, faldas cortas, pantalones y blazers.
Ingenuas. “Princesas y hadas”, como las define Miller, lucen en su esplendor con estampados muy femeninos y abigarrados, perlas y colores suaves.
Románticas. Este tipo de mujer -más fácil de hallar en círculos de artistas que en las oficinas- debe alejarse de los diseños geométricos y del estilo masculino. Puede permitirse usar vestidos sofisticados, e incluso alhajas con brillantes, a plena luz del día.
Cuestión de Apariencias.
¿A quién le importa todo esto? A más gente de la que parece, responde Miller. “Si estoy pagando los servicios de una abogada, quiero que todo su aspecto indique que disfruta de lo que está haciendo.
No debería dar la impresión de que preferiría dedicarse a arreglar el jardín de su casa”, explicó recientemente en una entrevista publicada por el Financial Times.
Su colega Charmaine McClarie-Cox, de sólido prestigio en la costa californiana, comparte este criterio y afirma que la recesión obliga a hacer un esfuerzo extra. “Es necesario afinar la puntería. No se puede ir a una entrevista en una gran empresa con la misma ropa que usaríamos para tratar con un pequeño comerciante. En cualquier caso, la regla universal es que no hay que intimidar. No conviene que nos confundan con agentes del FBI”, sentencia.
Sus consejos: “Destacarse sin desentonar; romper la monotonía con algún toque de color; un exceso de prudencia sólo transmite un mensaje: que usted está asustada”.
¿Qué tienen que decir las francesas sobre todo esto? Quizá porque el aprendizaje de la elegancia forma parte de su vida cotidiana desde la infancia, no suelen consultar a los asesores de imagen.
Ejecutivas y funcionarias encumbradas acuden con entusiasmo a salones de belleza y desfiles de los grandes couturiers. A diferencia de sus colegas anglosajonas, no vacilan en desplegar todo su atractivo por temor a parecer “demasiado” femeninas.
Pero en las oficinas de París también prevalecen las líneas conservadoras. El clásico traje Chanel -sólo que, ahora, con falda más corta- marca el estilo en los lugares de trabajo. Quienes no pueden permitirse gastar los US$ 2.500 que demanda, por lo menos, un tailleur original de la casa fundada por la legendaria Cocó, recurren a las docenas de tiendas que han hecho de la imitación un arte.
Dolores Valle.
– GINO BOGANI –
La Seriedad no Es un Trajecito.
En los salones de su maison de la calle Rodrígez Peña, entre sedas, brocatos, plata y madreperlas, Gino Bogani, top designer de la moda argentina, circula sobre la espesura de las alfombras con la adquirida elegancia y el buen humor de quien está de vuelta de casi todo.
“La mujer cambió mucho. Se ha afirmado, trabaja más, tiene otros roles, se mueve en otros terrenos.
Todo eso requiere un cambio en su ropa, en el cuidado de su físico, que ahora exhibe y mueve de otra manera. No porque no se haya desnudado antes: ya en la época victoriana la mujer podía mostrar el busto con unos terribles decollettées, aunque, eso sí, con la falda hasta el piso. Hoy, en cambio, la mujer se libera, se desnuda de adentro; tiene otra dinámica.”
Cuidadoso de la estética hasta la obsesión, Bogani sentencia que “no hay colores elegantes, hay mujeres elegantes”.
“Claro que la que más posibilidad tiene de ponerse una extravagancia, o algo audaz, es la maravillosa, la diosa. O, si no, la muy clásica, quizá la menos bonita, la más neutra, porque si el vestido es “muy arriba” ella lo baja, lo equilibra. La situación inversa es fatal. Por señalar un ejemplo, cada vez que me cruzo con Beatriz Salomón, le digo: “Vos estarías divina con un tailleur negro, casi sin escote, como del Ejército de Salvación; que los tipos te vean y se imaginen todo. Porque ya sabemos que tenés un espléndido cuerpo; no lo exhibas todo junto y todo al mismo tiempo, con tules y dorados…”
“La mujer que trabaja tiene, con respecto a la ropa, una actitud como …contenida. Tuvo que luchar muchísimo para entrar en terrenos que le estaban vedados. Entonces, parece que si llega con un sombrero con una pluma no le van a dar credibilidad. Cuando veo ese estilo norteamericano -porque
las executives neoyorquinas son las que más desarrollaron ese tipo- siento que es como que tienen que dar una determinada imagen para que no las tomen para el churrete. Y se cae en el clisé; porque la capacidad, la seriedad, no pasan por estar vestida con un tailleur beige. Resulta que la mujer termina mimetizándose con el hombre, adopta su look. Para ser aceptada como profesional o ejecutiva, reniega de su identidad como mujer. Yo no voy a pensar que una profesional es menos seria porque la vea glamorosamente vestida; lo que me interesa es lo que diga y haga, que me demuestre lo que es y se vista como quiera. Si se pone un tailleur para aparentar seriedad, no sirve,
es una suerte de disfraz. Así llegamos a que las psicoanalistas tienen todas el mismo look, y las abogadas también, y las ejecutivas… En fin, un standard; no es verdad.”
“Las argentinas de todas las clases sociales han vivido con muchos atavismos. Yo sufrí mucho para imponer lo nuevo, romper moldes, abrir ventanas. Insisto en que las mujeres que trabajan tendrían que animarse un poquito más. Yo no digo que vayan vestidas de cóctel a una reunión de directorio, pero sí que se puede estar glamorosa y ser seria, profesional y brillante. Es un recorrido breve que les falta hacer; y no me cabe duda: lo van a hacer.”
Para Bogani, la moda es un asunto bastante más serio de lo que generalmente se acepta. “Es una industria tan importante, que me parece un disparate que se la tome con tanta frivolidad. Hay países que, en buena medida, viven de ella. Yo mismo, solo, que soy una rata de puerto, les doy trabajo a 60 familias. A partir de ahí, hay que imaginarse lo que hace la producción en escala, el prÉt a porter, la confección, el calzado y todo lo demás.”
Verónica Rímuli.