Recuerdo, entre las muchas y notables enseñanzas del jurista uruguayo Eduardo Couture, una pieza oratoria expuesta en la Facultad de Derecho de París en 1949 que terminaba en estos términos: “De la dignidad del juez depende la dignidad del derecho. El derecho valdrá, en un país y en un momento determinados, lo que valgan los jueces como hombres. El día en que los jueces tengan miedo, ningún ciudadano podrá dormir tranquilo…”.
El tema de la independencia y de la idoneidad de la Justicia es una de las grandes cuestiones pendientes en el período de reconstrucción de la república democrática que, bueno es recordarlo, aún estamos transitando. El Presidente habría expresado en estos días, según versiones periodísticas, que está convencido de la necesidad de que nuestra Justicia se aproxime al modelo de la Justicia inglesa. Estas declaraciones habrían ocurrido en medio de las turbulencias desatadas por la renuncia de León Arslanian como ministro de Justicia, renuncia que fue al mismo tiempo denuncia de arbitrariedad probable en los trámites para la designación de magistrados para el nuevo sistema de juicios orales.
Sería importante que tanto el Presidente como los demás protagonistas de los poderes políticos, incluyendo por lo tanto al Senado, que deberá prestar en su momento los acuerdos, repasen lo que significa en sustancia adoptar como modelo la preocupación que ha caracterizado el proceso de designación y de promoción de los jueces en la tradición judicial inglesa. Si ése es el modelo que efectivamente se tiene en vista, debería acordarse en que estamos muy lejos de sus rasgos sustantivos. Sigo el testimonio de Couture, para quien poseer una de las mejores, si no la mejor Justicia del mundo, es para los ingleses una “rara fortuna”.
Sucede que esa Justicia tiene una atmósfera de dignidad y de austeridad soberanas como ciudadela de las libertades de todo el pueblo, que hasta la novela, el teatro y el cine suelen exponer. Esa atmósfera no es el resultado del capricho de un hombre o de la connivencia positiva de muchos, sino la consecuencia de una concepción política que se traduce en el respeto persistente en torno del significado del juez. Ser juez no es un privilegio de juventud y por supuesto tampoco es el ejercicio del amiguismo: es, en Inglaterra, un privilegio que da la vida, consagrado por procedimientos que prevén las desgracias del matrimonio entre magistratura y política. El juez es elegido entre abogados de la más alta significación y, una vez elegido, le es reservado un ámbito indispensable para el ejercicio de su función: independencia moral, para la ecuanimidad previsible; independencia económica, para que el poder sobre la fortuna asegure el poder sobre la conciencia; sentido del Estado, para no confundir la misión del juez con los raptos del príncipe ni con los intereses cortesanos.
Si alguna relación existe entre justicia y política que puede ser aceptada, es la de la justicia como política de la libertad. No ya política de gobierno, pues, sino de respeto a la condición del hombre, de la autoridad de los jueces para imponer el derecho y dar a cada uno la paz que necesita en el goce de sus bienes y en la seguridad de su honor. En el más exquisito y sutil sentido, esa Justicia trata de hallar, como pretendía Platón para su República, “instituciones tan sabias que inspiren a todos los hombres el deseo de ser virtuosos y tan fuertes que les impidan ser malvados”.
La percepción colectiva de los argentinos dista tanto de todo eso respecto de su Justicia y del trato político entre los poderes de la república, que el Presidente debería reconocer, al menos, que la cuestión no se resuelve con más palabras, sino con comportamientos consistentes, y si alguna consistencia existe entre nosotros no es precisamente en el sentido que evoca el modelo inglés.