Top level

    ALTAS SOCIEDADES.

    La extravagancia humana también es capaz de organizarse. En sociedades, clubes, cenáculos más o menos secretos que incluyen solemnidades, ridiculeces y sentido del humor. Una de esas agrupaciones, la casi centenaria Our Society de Londres, recluta socios entre los aficionados a lo macabro. En una ocasión, su fundador, el médico William Wright, llevó a una reunión la cabeza de un asesinado, sustraída de la morgue. Entre los socios más prominentes se contó sir Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes. Actualmente, el príncipe Felipe de Inglaterra suele ser invitado a las cenas anuales.

    En el otro extremo de la penumbra, el Club de los Deportes Peligrosos, cuya central está en Colorado, Estados Unidos, y tiene filiales en Suiza y Francia, se exhibe a plena luz del día. Sus socios tienen como obligación jugar con la muerte, de cualquier forma, siempre que sea deportiva. Desde almorzar sobre una viga de un rascacielos en construcción, hasta arrojarse por algún rápido o escalar un pico del Himalaya por la ladera más difícil.

    Ya en el terreno de los excesos, en el Club de los Suicidas, fundado a comienzos de siglo, en Estados Unidos, los asociados debían sortearse para morir. Pero los suicidas demostraron poco sentido comunitario. Prefieren hacer lo suyo sin consultas ni reuniones.

    En Nápoles funciona desde hace varias décadas el Club de los Mentirosos, que congrega a los capaces de contar las historias más disparatadas con visos de realidad. Entre sus muchos socios predominan deportistas y políticos.

    LA CAMISA DE PICASSO.

    La historia comenzó como un cuento. El pianista venezolano Humberto Castillo Suárez obtuvo en 1955 el primer premio del Conservatorio de París, y para celebrarlo pasó el verano con un amigo fabricante de loza en Vallauris. Allí vivía, entonces, un genio de la pintura, Pablo Picasso, y el joven soñaba con conocerlo. Pero la puerta del atelier permanecía cerrada, un obstáculo que Humberto decidió sortear pasando por la ventana.

    Tal determinación divirtió a Picasso, que simpatizó con el pianista, lo invitó a su casa y decidió hacerle un regalo: le dibujó con tinta violeta una camisa blanca, con la condición de que la usara en cada uno de sus conciertos. Castillo Suárez aceptó y partió con su invalorable amuleto. La historia podría haber terminado allí. Pero no fue el caso. Felizmente.

    Un viernes de junio de 1986, Bruno Compagnon -quien tiene un pie en el arte y otro en la venta de accesorios de alta costura- estaba en su negocio parisino, el Alpha Gift. De pronto, recibió el llamado de un marchand que le habló de la existencia de una camisa decorada por Picasso, que se exhibía en una galería de la Rive Gauche. Una hora después, Compagnon era el dueño de esa camisa.

    “Enseguida deseé reproducirla para que otros la disfrutaran”, recuerda ahora. “Con la aceptación de la familia Picasso, nos pusimos a trabajar , y tan perfecta resultó la impresión, que es imposible distinguir el original de las copias”.