En el pasado inmediato -y también mediato- numerosas inversiones públicas resultaron lentas, costosas e improductivas. Sea porque hubo considerables demoras en su habilitación, o porque sus montos reales multiplicaron varias veces los presupuestos originales, o bien por la mínima relación con las necesidades de la estructura productiva, sus beneficios finales no se correspondieron con las expectativas iniciales.
Además, treinta años de funcionamiento progresivamente autónomo del sistema de obra pública perfeccionaron los mecanismos de reclamos administrativos, por adicionales de obra y ajustes diversos, convirtiendo lo que fue una actividad de riesgo en un negocio de márgenes implícitamente asegurados; y lo que era expresión de la voluntad política, en la justificación de la construcción por la construcción misma. La libertad casi absoluta que usufructuaron las empresas estatales contribuyó decisivamente a configurar una situación que ya a mitades de la década pasada era virtualmente inmanejable.
La privatización, por tanto, no sólo es una lógica de la época; es también una gigantesca oportunidad para la orientación del gasto público acorde con las prioridades de la Nación y su porvenir, desaparecido el obstáculo que significaba el Estado productor de bienes y servicios, lo que anulaba su carácter eminentemente político y lo reducía a funciones netamente administrativas.
Pero, además, el debate que puede abrirse a partir de la convocatoria al diálogo tendrá como telón de fondo las profundas carencias de vastos sectores de la comunidad nacional, en particular los que habitan las áreas más críticas del Gran Buenos Aires. El brote epidémico de cólera ha puesto de manifiesto en forma dramática que el abundante -y a veces superabundante- gasto público del pasado poco hizo para que casi diez millones de argentinos dejen de vivir en el barro y dispongan de agua potable y cloacas.
El país tiene que crecer y desarrollarse económicamente a partir de su estabilidad y de su creciente integración en los circuitos del comercio internacional. La inversión pública, por lo tanto, debe contribuir efectivamente (y no en teoría) para que las empresas privadas aumenten la producción de bienes transables internacionalmente e incrementen su productividad.
Bajar los costos requiere de una obra pública adecuada y eficiente: energía altamente competitiva, proyectos simples y adecuados a las necesidades reales, infraestructura bien mantenida, costos no inflados y cumplimiento de plazos. Las privatizaciones y la desregulación también deben contribuir para que esto suceda.
Desaparecida la fuente de confusión, que era suponer que todo gasto de las empresas estatales traía consigo bienestar para la población y crecimiento efectivo de la economía, el Estado deberá asumir en plenitud su carácter de orientador del gasto público y, en consecuencia, fijar sus prioridades. Si bien el Presupuesto Nacional tendrá la palabra inicial, se deberán encontrar nuevas
formas de planificación, administración y control de los recursos con miras a una mayor eficiencia y eficacia del gasto.