Años atrás, cuando la perestroika de Mijail Gorbachov parecía estar en su momento de esplendor, el ácido humor moscovita acuñó un chiste cruel: “¿Qué es el comunismo?”, preguntaba alguien. “Es el camino más largo entre el feudalismo y el capitalismo”, contestaba su interlocutor.
La realidad ha mostrado un humor aún más impiadoso. El comunismo parece haber sido, en la Unión Soviética, un largo camino circular que comienza y termina en el feudalismo.
La evocación de otros procesos recientes de disolución nacional, como los de El Líbano o Yugoslavia, resulta estremecedora si se la proyecta a las vastas dimensiones geográficas, económicas y militares de la ex URSS.
Sin embargo, una noción comienza a abrirse paso en medio de la confusión reinante: el corazón eslavo de la antigua Unión Soviética mantiene su vigor y podría volver a constituirse en el centro de un restaurado imperio.
La idea gana creciente sustento entre muchos observadores occidentales, que encuentran en ella la respuesta al grave dilema soviético. “La URSS ha muerto, viva el imperio ruso”, proclamó en su reciente anuario (“The World in 1992”) la revista británica The Economist. Hubo, incluso, quienes llegaron a proponer, seriamente, que algún miembro más o menos legítimo de la familia Romanov
sea nuevamente instalado en el trono. Para salvar las apariencias democráticas, el “candidato a zar” debería ser confirmado en el puesto por el Parlamento ruso.
Más allá de los aspectos hilarantes del proyecto, lo que subyace en él es la esperanza de que algún elemento cohesionante impida -o al menos demore- una fragmentación sangrienta y prolongada de la ex URSS. Según este razonamiento, desaparecida la ilusión colectiva de la “construcción del
socialismo”, los ancestrales sentimientos nacionalistas rusos deben ocupar de inmediato el centro de la escena para forjar una nueva unión en torno de la metrópolis del imperio.
INEVITABLE DEPENDENCIA.
Dueña de 75% del territorio y de porciones aún mayores de las enormes riquezas naturales de la ex URSS, Rusia no necesita exhibir testas coronadas para ratificar su supremacía. Las otras repúblicas, en su mayoría reducidas al atraso y al aislamiento, no conocen otro vínculo con el mundo exterior y
dependen, desde hace décadas, de los subsidios, materias primas y servicios provistos por Moscú.
Más allá de las secesiones e independencias proclamadas o concedidas, no estarán, durante mucho tiempo, en condiciones de garantizar su supervivencia económica.
Vistas así las cosas, quien finalmente tome las riendas del poder en Rusia (con el aditamento de las repúblicas eslavas de Ucrania y Bielorrusia) bien podría desentenderse del problema y dejar abandonados a su propia suerte a los restantes territorios.
Pero esto no es tan sencillo. Está, en primer lugar, la cuestión de qué hacer con casi 30 millones de rusos que habitan fuera de los confines de la república. Frente a las penurias económicas que se avecinan, podrían convertirse en el primer blanco de la ira de las poblaciones nativas amenazadas por la hambruna. El colapso de la economía tampoco permitirá que Rusia los reabsorba.
Por otra parte, si despareciera toda forma de poder político central, ¿quién pondría límite a las luchas separatistas? No se trata sólo de otorgar la independencia a las repúblicas; dentro de cada una de ellas conviven decenas de comunidades étnicas y nacionales (no menos de 60 dentro de Uzbekistán, para dar sólo un ejemplo) que inevitablemente reclamarán su propia soberanía. Sólo la poderosa y dura mano del ejército soviético ha logrado poner freno a las rebeldías locales y garantizar la seguridad de los rusos en las repúblicas rebeldes. No se avizora, por ahora, otra opción para mantener siquiera un precario orden en el disgregado imperio.
LOS RIESGOS.
La amenaza cierta del caos en la ex URSS tiene enorme importancia para el resto del mundo, y especialmente para Europa Occidental, desde el punto de vista político, militar y estratégico. Basta recordar que está en juego un arsenal de 25.285 cabezas nucleares. Aunque 80% de este poder letal está instalado en suelo ruso, los misiles SS-18 (los más poderosos de todo el armamento atómico) se encuentran emplazados en sitios subterráneos en la república centroasiática de Kazajstán, y su traslado resulta muy dificultoso.
Contrariamente a lo que suele creerse, el derrumbe económico soviético no presenta, en cambio, un riesgo tan preocupante para Occidente. Todas las importaciones de la ex URSS suman alrededor de US$ 130.000 millones anuales (apenas algo más que las de Holanda) y su deuda externa llega a US$
64.000 millones (la mitad de la cifra que exhibe México). Debido a la escasa inserción soviética en la economía mundial, nadie resultó particularmente afectado por la caída de casi 20% en el PBI de la URSS durante 1991.
Aunque se cumplieran los pronósticos de quienes estiman un descenso aún más catastrófico -cercano a 40%- del producto bruto interno soviético en 1992, esto no tendría efectos alarmantes para Occidente.
Pero la perspectiva de una potencia nuclear sumida en la ruina económica es demasiado cercana a una pesadilla como para no alterar el sueño de los observadores externos.
Durante las últimas siete décadas, el pueblo soviético soportó con entereza una guerra atroz, el terror stalinista, las colectivizaciones forzosas e incluso períodos de hambre. Pero el pilar que lo sostuvo durante esas épocas difíciles -la visión de un destino común de grandeza, la noción de haber inaugurado una etapa nueva en la historia del mundo- acaba de derrumbarse. La dolorosa adaptación a la nueva realidad de estrechez económica y disolución nacional requerirá de estímulos más concretos que la reverdecida nostalgia por el zarismo.