La integración económica ha sido el motor de la unidad europea durante los últimos 35 años, desde la firma del Tratado de Roma en 1957. La política siempre ha ido a la zaga de lo económico, y avanzando también, aunque a menor ritmo.
Cada vez que se intenta anteponer metas de unificación o convergencia política, se retrasan los objetivos económicos. Pero esta vez, en Maastricht, no quedaba más remedio que abordar los temas espinosos. En definitiva, para tener una moneda común, para coincidir en una estrategia macroeconómica, para adoptar una política exterior y de defensa común, es preciso ceder porciones de soberanía.
En el fondo lo que está en juego en Europa, y en todas partes del mundo, es una profunda transformación del concepto de Estado-nación. Las nuevas confederaciones que se propician son integradas por Estados soberanos que ceden voluntariamente parte de sus facultades y que están siempre dispuestos a recuperarla.
Según la óptica y el punto de observación del analista, la cumbre de Maastricht, a final de diciembre, fue bien un fracaso, o bien un éxito. Lo obvio es que no se alcanzaron los resultados que perseguían Jacques Delors y los funcionarios de Bruselas. Pero también lo es que hubo avances de importancia que no se habrían logrado si no hubiera ocurrido este debate.
La conclusión es que once de los doce socios (Gran Bretaña es la excepción) acordaron tener una moneda común a más tardar para el 1º de enero de 1999. Los británicos no dieron un rotundo “no”, pero se reservaron el derecho de quedar al margen. Además los once que coincidieron deben tener para esa fecha parecidas -y bajas- tasas de inflación e interés. Como se ve, un acuerdo con muchas condiciones, pero en todo caso más cerca de la unidad monetaria que hace pocas semanas. La palabra “federal” fue desterrada del borrador del tratado y reemplazada por la ambigua noción de una “unión cada vez más cercana”.
Quienes esperaban un entendimiento sobre una inmediata organización política federal con coincidencias en materia de defensa y política exterior, se sienten frustrados. En verdad, la historia y los avances de la CE están jalonados de estos “fracasos”. Los próximos años y los sucesivos encuentros tendrán como objetivo manifiesto perfeccionar la unión, pero simultáneamente cada país
miembro intentará conservar la mayor porción de soberanía que pueda retener. Gran Bretaña deberá reelaborar su estrategia comunitaria, porque de lo contrario facilitará precisamente lo que quiere evitar: una unidad europea dominada por la “locomotora” del grupo: Alemania.
Si la unidad política tiene un grado de verosimilitud, dependerá de un entendimiento básico en los tres grandes actores, y de la aceptación de los otros.
El magnetismo de un mercado único hace que los seis países de la Asociación de Libre Comercio, la neutral Finlandia, la lejana Turquía, los diminutos Chipre y Malta, y hasta las nuevas democracias de la Europa central, como Hungría, Polonia y Checoslovaquia, aspiren a ingresar en el selecto club.
Con este escenario, el temario crítico es: 1) si se requiere la unidad política; 2) en ese caso, qué forma adoptaría, y 3) si la nueva Europa será de 12 miembros, de 18 o de 24.
TRES CIRCULOS.
En cuanto a las dimensiones de la CE, lo cierto es que los 12 representan un sistema político -una evolución de la democracia- común a todos los participantes, una adhesión a los principios del libre mercado, y una visión más o menos coincidente de los problemas de defensa. Para los nuevos candidatos a integrar el club, la visión sobre estas materias puede no ser compartida.
Tal vez la URSS no exista más, pero Rusia sí, y su evolución es todavía imprevisible. El sueño de una “casa europea” del Atlántico a los Urales no es viable. Hay muchas circunstancias por las que Rusia podría enfrentarse con la Europa de los 12. Es cierto que parte del territorio ruso es europeo, pero
también lo es que las tres cuartas partes de su superficie es asiática. Si Rusia y otras repúblicas soviéticas deben quedar excluidas de esta unión, algo parecido puede ocurrir con los que optan por la neutralidad, especialmente Finlandia y los países escandinavos. Nada peor podría ocurrir que hacer
sentir a Rusia (o a la confederación que acaba de integrar con Ucrania y Bielorrusia) que está cercada o acosada.
Las nuevas democracias de la Europa central tienen mucho que avanzar en el plano político y más aún en el económico, donde las asimetrías con el oeste son tan notorias.
Tal vez lo más sensato sería explorar la posibilidad de una nueva versión -reducida- del Comecon. Un mercado común para los ex satélites de la URSS, todos con problemas y necesidades similares. Una moneda convertible común entre estos países podría ser un objetivo de mediano plazo. A este grupo
de países se le garantizarían relaciones comerciales preferenciales con la CE, pero no el pleno acceso al Club de los 12. Un esquema de este tipo podría ser un dique de contención a las fuerzas centrífugas que se insinúan con el resurgimiento de conflicos étnicos y religiosos. Lo importante es evitar el estallido de un ultranacionalismo fanático.
La conclusión de ese esquema sería la coexistencia por varias décadas de tres círculos concéntricos: la Comunidad Europea de los 12 (o ampliada con países como Austria, Suiza, Suecia o Noruega); el mercado común de Europa central (con Polonia, Hungría, Checoslovaquia, lo que subsista de Yugoslavia, y tal vez los países bálticos), y finalmente la organización que se dé de la ex URSS, en
forma de mancomunidad o confederación de repúblicas independientes.
La viabilidad de la CE depende de que Alemania siga vinculando su destino al de Francia y el resto de los actuales socios. Si se convierte en el polo de atracción de la Europa central, un nuevo esquema de poder internacional -muy riesgoso- podría surgir. Además para compensar el poderío del bloque liderado por Japón en el sudeste asiático, y el del mercado común norteamericano (EE.UU., Canadá y México), la Europa de los 12 debe ser viable ya mismo. Cualquier experimento extraño podría confundir y demorar el protagonismo europeo.