Ha vuelto a aparecer en la discusión económica argentina el término productividad. Su presencia no es permanente. Durante muchos años quedo relegado por el concepto de crecimiento; durante muchos más, por el de estabilidad.
En los países con mejor performance económica, éstos son conceptos inseparables. La estabilidad es a su vez la condición necesaria y la resultante del crecimiento y la inversión. Estos dos, a su vez, dependen no sólo de la “cantidad” de inversión sino también, y en buena medida, de la “calidad” de la misma. La calidad de la inversión y del uso de los recursos que de ella se derivan define la productividad.
Durante muchos años, especialmente en la década de los ´70 y parte de los ´80, la cantidad de inversión no decayó, pero sí empeoró notablemente su calidad. Esto ocurrió tanto en la esfera pública como en la privada.
En la inversión pública, el diseño de obras faraónicas con larguísimos períodos de terminación y enormes sobrecostos (por ejemplo, Yaciretá) determinó que se aplicara gran cantidad de recursos sin que esto implicara un aumento del producto bruto.
Otro tanto ocurrió con la inversión privada subsidiada mediante desgravaciones impositivas no indexadas, que impulsaron el diseño de plantas sobredimensionadas y, sobre todo, sobrevaluadas (por ejemplo, Celulosa Puerto Piray).
El resultado combinado de ambos conceptos determinó que la relación capital producto subiera desde valores cercanos a 3.6 a valores superiores a 5.1. Es decir que se pasó de necesitar menos de cuatro unidades de capital (inversión) para producir una unidad de producto por año, a requerirse 42% más que en la década precedente. Esto, en el mismo momento en que la disponibilidad de fondos de inversión -dados los compromisos de la deuda externa- cayó a menos de la mitad, desde más de 20% del PBI por año a menos de 9%.
Esta caída en la productividad significa que, con el actual stock de capital, estimado en más de US$ 500.000 millones a precios de hoy, se hubiera podido generar un producto bruto adicional de alrededor de US$ 50.000 millones anuales. La condición hubiera sido, por cierto, el mantenimiento de la eficiencia promedio -productividad- de las décadas pasadas.
Los datos globales son de por sí reveladores de la enorme importancia de este tema. De la productividad con que se diseñe y se use el nuevo capital físico instalado depende el crecimiento, por lo menos con la misma relevancia que tiene el volumen o “cantidad” total de inversión.
Hay, además, un agregado: lo referente a la inversión está en buena medida condicionado por factores exógenos, como la cuestión de la negociación de la deuda externa. El tema de la productividad incremental, en cambio, depende fundamentalmente de nuestro buen juicio, tanto en el plano de la inversión pública como en el de la inversión privada.
El tema de la productividad apareció en las tres últimas administraciones. El marco en que este asunto aparece es, sin embargo, marcadamente diferente.
Durante el régimen militar, se habló de un aumento de la productividad y por ende de la competitividad y de la batalla por reducir costos. Este discurso productivista se insertó, sin embargo, en una política global de fuerte déficit fiscal público financiado con endeudamiento externo, de retraso cambiario, de ineficientes inversiones públicas y de no menos ineficientes inversiones
privadas subsidiadas.
El saldo de esta combinación de precios relativos desajustados y de déficit fiscal fue decididamente negativo.
Durante la administración radical, el discurso se insertó, particularmente después del Plan Austral, en un marco de precios relativos con sesgo en favor de una apertura de doble mano -importadora y exportadora- y con buen equilibrio fiscal.
Este equilibrio fiscal fue transitorio y ya hacia fines de 1987, aun con precios relativos adecuados, aparecen las presiones para adoptar políticas de “anclaje” cambiario que terminan en el Plan Primavera y el desajuste de precios relativos en 1988 y 1989.
Actualmente, en el Plan de Convertibilidad, el discurso de la productividad se da en un marco de equilibrio fiscal y con precios de partida desajustados. Lo suficiente como para percibir que la Argentina es un país “caro” en dólares.
¿Qué experiencia puede sacarse de estas situaciones?
La primera (1978-81) es simultáneamente de déficit público y precios relativos inadecuados; la segunda (1985-88), de precios relativos acordes a una economía abierta duraderamente pero con creciente descontrol fiscal; la tercera (actual) con situación fiscal aún controlada, pero precios relativos todavía desajustados.
Quizás la conclusión más obvia sea poner en evidencia que, para alcanzar éxito, ambos factores (situación fiscal y precios relativos) forman parte de un todo que debe guardar equilibrio y armonía.
Si esto es así, lo más importante de la tarea que hay por delante es asegurar el equilibrio fiscal genuino (más allá de las privatizaciones), dar la lucha por la eficiencia global hasta donde sea posible y, si ésta no alcanza -en un marco fiscal firme-, hacer los ajustes que sean necesarios.
Esta es por cierto una discusión macroeconómica. Queda para otra nota la esencial discusión de la productividad a nivel de cada una de las empresas. El campo de acción microeconómico es tan vital como el primero y complementario de él.