Confusión de lenguas

    Los procesos de cambio en una sociedad, tal como en su momento lo intuyó Spengler, van acompañados por transformaciones en los medios y las formas de expresión. Más recientemente, McLuhan invertiría los términos de la ecuación, al proponer que es la propia evolución de los medios la que pone en funcionamiento el motor de la historia; de ahí su repetida y muchas veces

    incomprendida sentencia: “El medio es el mensaje”. Causa y efecto tienden a confundirse; pero, sea como fuere, lo cierto es que todo fenómeno de transmutación de valores se corresponde con una paralela alteración de las pautas del lenguaje. De allí que no resulte demasiado extraño que, en épocas de turbulencia, se viva una suerte de confusión de lenguas. Nadie sabe muy bien qué decir ni cómo decirlo.

    Los argentinos no tenemos por qué ser una excepción: ¿será exagerado afirmar que estamos sumidos, en los días que corren, en un colosal caos semántico? De ser así, uno de los problemas que plantea esta situación es que, para muchos, la mejor (¿o la única?) forma de aferrarse a un pasado al que es imposible retornar sea repetir hasta el hartazgo frases hechas que, en lo esencial, han quedado vacías de contenido… suponiendo que alguna vez lo hayan tenido. Porque, seamos francos: ¿qué significa exactamente hablar hoy, a las puertas del tercer milenio, de cosas tales como el “ser nacional”, o el “orden natural” o -lo que es todavía más grave- la necesidad de distinguir entre “libertad y libertinaje”?

    Esta última es una muletilla especialmente recurrente y que acaso merezca una breve reflexión: de acuerdo con ella, la libertad está bien, pero el libertinaje está mal. Pero veamos un poco: sería de sumo interés saber quién determina los supuestos límites entre una y otro. Porque todo esto es muy lindo mientras se trate sólo de palabras, pero cuando en la práctica esas palabras pueden convertirse en leyes, en bastonazos o en tiros y justificar una dictadura, entonces sí que importa definir quién fija los límites y con qué criterio. De acuerdo con el viejo aforismo, aquí también importa saber quién controla a los que controlan. No deja de ser curioso observar la ligereza con que se abusa de

    esta abominable frase hecha (los españoles la llamarían un “tópico”; nosotros un lugar común) y, al mismo tiempo, lo poco que parecen importar estos interrogantes que en el fondo son esenciales a la hora de articular un discurso que aspire a ser coherente.

    Porque hay que marcar una distinción crucial: las palabras y las frases hechas pueden estar despojadas de contenido, pero eso no significa postular que no influyen en la conducta de las personas. Por unas palabras más o menos, mucha gente termina en el patíbulo; millones de seres humanos fueron exterminados en genocidios horrendos, más millones murieron en guerras siempre estúpidas. Y en todos los casos, esto pasó porque alguien acuñó unas frases, que tal vez carecían de contenido, no obstante lo cual fueron repetidas por otros, probablemente sin atender demasiado a su significado. Y así sucesivamente hasta terminar en un desastre en el que pierde toda la sociedad.

    No hay que confundir palabras necias con palabras triviales: más bien al contrario, las primeras suelen tener mucha más fuerza de lo que generalmente se cree. Y esto es especialmente peligroso, porque la confusión semántica habitualmente refleja confusión en las ideas, y de allí a equivocarse mucho en la acción sólo hay un paso.