Gerardo López Alonso

    Cada vez que hablamos en Argentina de la necesidad de un cambio de estructuras estamos diciendo, acaso sin damos cuenta, que todos los grandes sistemas están en situación de colapso en el país. Es una lástima, en esa línea de razonamiento, que hayamos dejado pasar casi inadvertida, hace un par de años. La presencia en Buenos Aires de la máxima autoridad mundial en sistemas inestables, el Premio Nobel ruso-belga llya Prigogine. Pero volviendo al tema, los grandes sistemas están “colapsados” en Argentina; han entrado en lo que en física se denomina la fase en entropía, que como se sabe tiende a la paralización terminal.

    Un gran sistema es, por ejemplo, la justicia, o el servicio hospitalario, la educación, las fuerzas armadas. Pero también son grandes sistemas la red ferroviaria y la vial, los puertos, la distribución de energía eléctrica, los teléfonos o los colectores cloacales. ¿Alguien se anima a sostener que alguna de esas cosas no está en crisis en Argentina hoy?

    Y desde luego que la lista podría ser mucho más extensa. ¿Pero cómo se llegó a esta situación? Hay al menos una razón histórica: algunas de esas estructuras tuvieron su origen remoto en instituciones heredadas de España, desde el siglo XVI. Mucho después, la generación del ´80 diseñó un modelo de país; fue tal vez la primera (para algunos la única) experiencia en que un conjunto de personas se sentó en torno de una mesa a dibujar la forma del país, tal y como ellos lo concebían.

    ¿Qué duda cabe de que ese modelo funcionó, más o menos aceitadamente, hasta la crisis económico-institucional del ´30? La generación del ´80 copió estructuras y sistemas de Europa, principalmente de Francia, de Inglaterra, en menor medida de Alemania Mucho mas cerca de nosotros en el tiempo, ya con el rumbo muy perdido y sin atinar a reformular un nuevo modelo de país, se copió y se sigue copiando a Estados Unidos.

    Pero desde el ´80 en adelante, esas estructuras “fundacionales” no necesariamente acompañaron a una sociedad que se iba transformando: una cosa eran los 1,7 millones de habitantes de 1869; otra, los casi 4 millones de fines de siglo, con la influencia de la gran inmigración; otra, Argentina de 1914, con casi 8 millones de habitantes; otra la de 1960, con 20 millones, o la de hoy, con 33.

    Eran Argentinas diferentes, pero sus estructuras y sistemas (abstractos o materiales) no siempre se adecuaban a esta sucesión de “nuevos países”; más bien tendían a quedar a la zaga. Tarde o temprano sobrevendría el colapso, hoy -hace tiempo- estamos inmersos en él. Corolario de lo dicho: la clase dirigente, en especial los políticos, se desesperan frente a la crisis y no atinan a encontrar el camino.

    Todos los días proponen algo casi imposible: grandes transformaciones integrales de todas las estructuras, de todos los sistemas, se trate de la red de desagües pluviales o de la impenetrable maraña de normas impositivas. Revisar todo, comenzar de cero; la vocación “fundacional”.

    Pero las estructuras son resistentes al cambio; desarrollan defensas, tienen vida propia. Y es aquí donde surge la idea de los centros de excelencia. Que tampoco es nueva: hace años la sugirió el sociólogo brasileño Helio Jaguaribe. Ya que es tan difícil reemplazar completamente una estructura en colapso por otra nueva y fresca, ¿por qué no recordar aquello de que “lo pequeño es hermoso”, e ir creando pequeñas unidades de excelencia, que sirvan como modelo para experimentar e inducir luego el cambio de fondo en las grandes estructuras? ¿No sería posible, acaso, lograr que un hospital se convierta en centro piloto de máxima excelencia? Y lo mismo vale para casi todo: una comisaría, una unidad militar, un conjunto de leyes y disposiciones, un colegio secundario, un departamento de una facultad. Sería un primer paso, con la enorme ventaja de que sería a la vez realista y posible.