Discretamente, una nueva división internacional del trabajo se está produciendo a gran velocidad en el sudeste asiático. Malasia será el primer productor mundial de tubos para televisores a color, y estará entre los primeros en fotocopiadoras y contestadores automáticos de llamadas. Thailandia será el gran especialista en juguetes electrónicos y amoblamientos; Indonesia se destacará como productor textil, de toda la gama de plásticos y como proveedor de insumos forestales. El legendario MITI (sigla inglesa del Ministerio de Industria y Comercio Internacional) está a cargo del operativo. Oficialmente, Japón no admite que tenga una política gubernamental al respecto. En todo caso, hay una estrategia del MITI, el mismo ente que planificó el desarrollo industrial japonés desde la posguerra.
En la mira están ahora los países menos desarrollados de la región. Los “cuatro pequeños dragones” -Taiwán, Hong Kong, Corea del Sur y Singapur- han crecido lo suficiente como para tener ideas propias. Con ellos se puede concertar algunas veces, pero en otras no hay más remedio que soportar abierta competencia. Los nuevos destinatarios de la inversión japonesa son Thailandia, Malasia, Indonesia y Filipinas. En el horizonte está China, para donde hay previstas gigantescas inversiones. La última oleada alcanzará a países como Vietnam, India y Bangladesh.
El método es siempre el mismo. Primero, el programa de ayuda y cooperación japonesa -el más elevado del mundo en este momento- facilita recursos a los gobiernos que interesan para que desarrollen una adecuada infraestructura: carreteras, puentes, puertos, túneles. Todo lo que se requiera para que funcione adecuadamente el proceso de producción y distribución de mercancías.
Luego llegan los inversionistas privados japoneses. Concretados los “joint-ventures” o asociaciones -o simplemente inversión al 100%-, se levantan las plantas y comienza la etapa de producción, todo bajo gerencia japonesa. Cuando la fábrica alcanza el nivel de calidad requerido, además de surtir al mercado local, se le abren las puertas del mercado japonés (algo con lo que sueñan europeos y estadounidenses). Con esa escala productiva, la consecuencia natural es ser competitivo para exportar al resto del mundo.
En toda la región se viven sentimientos encontrados: de un lado, la necesidad de desarrollo industrial, de crear nuevas fuentes de trabajo, de aumentar las exportaciones, tienen inevitable seducción. De otro, el vivo recuerdo de la brutalidad militar japonesa durante la ocupación en la Segunda Guerra Mundial, provoca enorme hostilidad. Los japoneses se mueven discretamente. Pero nadie se llama a engaño. La gerencia japonesa en las nuevas fábricas es permanente: es el mecanismo diseñado para evitar la difusión de la tecnología y el rápido surgimiento de competidores locales.
Muchos gobiernos regionales buscan un contrapeso a la influencia japonesa y desearían ver más inversiones de EE.UU. y de Europa. Pero los europeos están muy concentrados en el propio proceso de integración total a partir de 1992, que les consumirá toda la capacidad de inversión disponible. Los estadounidenses prefieren invertir en Europa antes de que se cierre la “fortaleza”. Lo mismo hacen los japoneses, pero su capacidad de generar excedentes ha sido tan notable en los últimos años, que desde 1986 se han convertido en la presencia económica hegemónica del Pacífico.
En 1990, la inversión directa japonesa en la zona será de US$ 8 mil millones, cuatro veces la cifra de 1986.
La planificación busca coordinar no sólo las relaciones comerciales entre el país destinatario de la inversión y el mercado japonés, sino también entre los distintos países de la zona entre sí. El plan maestro considera todas las alternativas. El caso de la industria automotriz es típico. Cada país quiere su propia planta de vehículos. Así se hace. Un fabricante japonés de primera línea -Toyota, por ejemplo- realiza dos inversiones en cada país escogido: una planta de ensamblaje de automóviles, y otra especializada en un componente importante. Un país fabrica motores; otro sistemas de transmisión; un tercero la caja de cambios, y un cuarto, el sistema de frenos. La escala de producción es la necesaria para proveer a todas las plantas de ensamblaje dispersas en la región y aún, en muchos casos, para cubrir necesidades del mercado japonés. Se desarrolla así una red de comercio intrarregional. Lo que Japón no logró durante la Segunda Guerra, una “esfera de cooperación económica” manejada con mano de hierro desde Tokio y respaldada por cañones y bayonetas, lo está consiguiendo ahora sutilmente, gracias al respaldo financiero y tecnológico que puede prestar el mercado madre y a la celeridad con que los empresarios japoneses cumplen con las directivas de los planificadores del MITI.
Lo interesante es que la consecuencia de este proceso es reducir el excedente comercial japonés -lo que se le reclama en cada reunión del Grupo de los 7-; el aumento de las importaciones niponas y la disminución de sus exportaciones, especialmente a EE.UU., con lo que se contribuye a que desaparezcan tensiones. El año pasado, por ejemplo, las ventas de bienes electrónicos japoneses a EE.UU. se redujeron en 42% (totalizaron US$ 4.200 millones). En cambio, las ventas de los mismos productos en el mercado estadounidense, procedentes de Thailandia (o mejor dicho, de fábricas japonesas en este país) sumaron US$ 162 millones, un sorprendente incremento de 2.000% con relación al año precedente.