Ascensos fulgurantes y derrumbes estruendosos que fascinan en la realidad y en la ficción

    Sherman McCoy es el protagonista del best-seller mundial La hoguera de las vanidades y, sépanlo, antes de ser un hombre de negocios en problemas (condición que padece en el libro y la película de próximo estreno entre nosotros) fue apenas un orfebre de la palabra (en la primera versión publicada
    por episodios en la revista Rolling Stone). Sepan también que la hoguera original fue destruida por la crítica y que la hoguera definitiva es considerada, hoy por hoy, novela/testimonio de los ´80, texto que sobrevivirá a su época por haberla retratado con precisión de verdugo balzaciano que conoce su metier a fondo.
    Y no extrañe a nadie el fracaso de McCoy escritor y el éxito de McCoy financista a partir de su fracaso. A la mayoría silenciosa del autoproclamado Gran País del Norte siempre le fascinó el ver ascender a un individuo astuto por el solo placer de disfrutar del estruendo que va a generar al derrumbarse. Los ejemplos abundan y -como debe ser- la ficción se da la mano con la realidad y las fotos de agencia informativa parecen fundirse con los metros de celuloide corriendo por la pantalla del cine.
    A esta altura de la historia, son pocos los que no saben que el Ciudadano Kane de Orson Welles no era otro que el magnate periodístico William Randolph Hearst; así como nadie puede dejar de reconocer a Donald Trump en la patética caricatura de millonario mesiánico que aparece en Gremlins 2. Lo que ha cambiado entre un extremo y otro del fenómeno -me refiero aquí a cómo ficcionalizar al protagonista del eterno Sueño Americano donde todo es posible- son las formas y los modales con que se los miran. En un principio se siguió su tránsito cíclico con acentos épicos. Hoy, en cambio, se los convoca con acentos de comedia siguiendo las preceptivas sentadas por Cary Grant (Secretaria Ejecutiva, Quisiera ser grande, El secreto de mi éxito) o, de ser posible, se los parodia con una furia que tiene mucho de venganza acumulada a lo largo del tiempo. De este modo, el slogan acuñado por el escritor Francis Scott Fitzgerald a la hora de El Gran Gatsby o El último magnate -“los ricos son diferentes”- durante los ´20 se traduce a los ´90 como “¿acaso éstos se creen que son diferentes?”.
    Es entonces cuando la caída operística del “héroe” en Una tragedia americana de Dreiser (Montgomery Clift en la adaptación cinematográfica) tiene mucha más dignidad y contenido literario que las poco atractivas -por lo torpes, por lo poco histriónicas- derrotas de toda una nueva camada de self-made men que tienen como símbolos más visibles a Donald Trump, al computarizado Steve
    Job y al profeta cuasi bíblico Lee lacocca. Con lo que, admitámoslo, la cosa vuelve a la normalidad y la ficción -al menos en potencia literaria- una vez más supera a la realidad.
    Todos los antes mencionados supieron presentar sus éxitos al mundo como verdaderas obras de arte amparados por el boom yuppie que, no podía ser de otro modo, supo ser captado y representado por la media más allá de los manuales de auto-ayuda que ellos mismos firmaron. No faltaron entonces nuevos Fitzgeralds comentando ácidamente sobre su entorno bon vivant (Jay Mclnerney y Bret Easton Ellis), el siempre joven Michael J. Fox fue una suerte de logotipo humano y hasta se estrenó un film emblemático y de pretendida denuncia: Wall Street de Oliver Stone. Allí, Michael Douglas -alguna vez hippie- personificaba al mefistofélico Gordon Geko, artista consumado de los mergers y corruptor del ambicioso muchachito jugado por Charlie Sheen. Y, de acuerdo, Geko era lo que se dice un tipo desagradable y demasiado proclive a pronunciar parrafadas del tipo yo-no- era-nada-y-ahora-soy-el-amo-del-mundo; pero difícilmente perdía en lo suyo. Lejos estaba su perfil del de Daddy Warbucks, aquel millonario sospechosamente generoso que supo consolar a Anita la huerfanita durante los días de la primera Depresión norteamericana. Geko, señores, no conocía el significado de la palabra piedad. Después llegó ese día famoso en que todo volvió a volar por los aires y la historia fue otra. A diferencia del lirismo en picada que de algún modo redimía el todopoderoso de Welles pidiendo un trineo símbolo de la inocencia perdida para siempre; y de las sombras femeninas que justificaban las decadencias de Jay Gatsby y de Monroe Starr (obvio alias con el que Fitzgerald hizo letra la realidad del zar cinematográfico Irving Thalber g); los nuevos monarcas ventilan sus respectivos crashs -ya sean sentimentales, ya sean financieros- ante cualquier cámara como si se trataran de episodios de Dinastía.
    De ahí el irresistible encanto del patético Sherman McCoy en La hoguera de las vanidades. Sherman es el vendedor top de bonos en la empresa Pierce 8c Pierce. Sherman vive convencido de que es uno de los contados amos del universo hasta que la dura realidad le demuestra lo contrario a partir de un
    accidente que lo lleva a los tribunales y -aquí viene lo importante- lo exponen ante los humildes mortales siempre dispuestos a tomarse revancha. Sherman tiene la pésima idea de atropellar con su auto a un individuo de color una noche en que se pierde por las calles del Bronx acompañado, por si todo esto fuera poco, por su bellísima amante sureña. Los más grandes sufren más y han perdido mucho de la finesa de sus no tan lejanos antepasados, parece ser la tesis de Tom Wolfe quien tardó más de tres años en escribir la novela: “En el Harry´s Bar de Wall Street se oyen unas conversaciones tan extrañas… imposible negar que me inspiraron: mediocres jactanciosos plenamente convencidos ganan tanto dinero gracias a su talento y no al azar histórico del boom financiero. Sherman es como ellos y el centro del libro es un escándalo que destruye la vida de un hombre aparentemente invulnerable. Ahora bien: un escritor no tiene mucho que temer de un escándalo. Inclusive, puede hasta llegar a beneficiarlo. Pero para un hombre de finanzas el escándalo, o el simple rumor de un escándalo, es fatal. De ahí el cambio de ocupación de mi personaje”. Wolfe -a diferencia de Fitzgerald o Welles- no parece haber sentido particular admiración por el modus vivendi de los poderosos; tal vez por eso la némesis de Sherman es un despiadado periodista que serializa la catástrofe del protagonista y hasta gana un premio por ello. Y WoUe -a diferencia de Welles o Fitzgerald- no parece tener la menor intención de fracasar en absolutamente nada. Justicia poética porque demasiados libros vendieron Trump & Co.
    Sólo nos queda agregar que, si, se filmó con grandes dificultades y hasta soportando acusaciones por racismo que ya habían alcanzado a Wolfe, la película sobre la vida de Sherman McCoy dirigida por Brian de Palma. Y la pelicula sobre Sherman McCoy -US$ 45.000.000 de presupuesto- fue un fracaso
    de crítica y público en U.S.A. Con lo que, al menos por ahora, el círculo se cierra. Y, espectadores al fin sólo nos queda consolarnos viendo un vídeo con Orson Kane Welles susurrando “Rosebud…” en su lecho de muerte; mientras pensarnos en que, es cierto, los millonarios de antes podían contar menos
    dólares en sus balances generales.
    Pero actuaban mejor.