PORTADA (I) |
Por Miguel Ãngel Diez
Es un debate que lleva décadas. Pero que se ha acelerado en los últimos años. No hay duda de que la crisis financiera global de 2007 a 2009 (“La gran recesión”, como se le dio en llamar) tuvo mucho que ver. Pero la perspectiva de reingresar a una nueva crisis de gran intensidad (el endeudamiento europeo, y el estancamiento estadounidense y japonés) ha reavivado la discusión.
¿Es el final de capitalismo como solía ser? ¿Es acaso una gran transformación? En todo caso, ¿cuál es el heredero de ese capitalismo? ¿O acaso, como prefieren algunos, se trata de cambios cosméticos pero nada variará en el fondo?
Los matices abundan. Están los que creen que el capitalismo está en permanente cambio y reinvención; los que creen que se insinúan otros modelos, como el capitalismo de Estado, por ejemplo. También los que piensan que es la idea de libre mercado la que está en crisis; y los que argumentan que estamos al final de una etapa plagada de excesos, la del capitalismo financiero.
Voces que vienen de las economías del Pacífico dicen que no es el capitalismo el que está en crisis, sino exclusivamente la versión del capitalismo occidental, como lo demostraría la actual situación de Europa y Estados Unidos.
Hay también un pelotón que pronostica que el capitalismo ha muerto y que será reemplazado. Pero no arriesgan hipótesis sobre la naturaleza del sucesor. Aunque hay consenso en un punto: no tendrá nada que ver con el comunismo o con el socialismo.
Finalmente están los que creen que hay quehacer algo urgente en la dirección de transformar el capitalismo, para evitar que le haga más daño a la democracia.
Tres enfoques a tener en cuenta
La resurgencia del debate tiene que ver con tres enfoques. El primero es netamente financiero. Hay excesos y desbordes en el campo financiero. Más allá de favorecer a especuladores ambiciosos –se dice– ¿a quién beneficia la negociación de valores y títulos como derivados que convierten la escena en un gigantesco casino con independencia de la creación de valor real?
El segundo también tiene que ver la codicia. Fue frecuente gobernar la empresa con “criterio trimestral”, a tono con los balances parciales para la bolsa. Muchas ganancias fueron infladas y gastos disimulados con tal de aumentar las remuneraciones gerenciales de directivos que veían que sus carreras eran demasiado volátiles. Tal vez este elemento no tenga tanta incidencia como se supone, pero desde la percepción de los críticos se iguala en gravedad con los otros dos.
Por último, la teoría económica trata de llegar a algún acuerdo en materia de estabilización macroeconómica, una discusión que enriqueció Lord Keynes hace ya 80 años. El péndulo pasa, alternativamente, desde los que creen que hay que orientar la política monetaria hacia la inflación –en decadencia–, hasta quienes pretenden una nueva relación entre los precios de los activos y el papel de los bancos centrales como prestamistas de última instancia.
Pero el enfoque que merece concentrar la atención es realmente el financiero.
Es que ha terminado por caer en su propia trampa. “Desde su lejano despegue en los años 1970-1980, –decía Mercado en septiembre pasado– funcionó como un pulmón adicional en expansión que permitía a las empresas colocar excedentes de capitales en actividades que compensaban beneficios insuficientes, desde la compra de títulos públicos hasta el juego bursátil, pasando por toda clase de maniobras especulativas y también obtener fondos para sus aventuras comerciales y tecnológicas”.
Además brindaba a los estados centrales la posibilidad de endeudarse y así sostener las demandas internas e impulsaba la euforia consumista con una lluvia de créditos. Los beneficios financieros reinvertidos en el casino especulativo hicieron crecer de manera exponencial la masa financiera global que sumergió en su dinámica al comercio internacional, a los negocios inmobiliarios, a los Estados centrales y a los sistemas productivos más dinámicos. Cuando estalló la crisis de 2008, la masa financiera global llegaba según los cálculos más conservadores a un equivalente de 20 veces el Producto Bruto Mundial.
La fiesta terminó cuando las deudas excedieron las capacidades de pago. No fue un proceso homogéneo sino tan desordenado como su génesis. Primero fue el desinfle de la burbujas inmobiliarias en 2008 empezando por la de EE.UU. que anunció la saturación general de los endeudamientos privados en Estados Unidos, Europa y Japón.
Los estados ricos respondieron con grandes subsidios monetarios y fiscales destinados a reanimar la fiesta pero el golpe recesivo de ese momento había achicado aún más la capacidad de pago de mercados obesos, saturados de deudas y de bienes y servicios. El paso de la euforia al pesimismo fue veloz, la magia consumista se volatilizó y las inversiones productivas se contrajeron.
Pero el problema decisivo es que el pulmón financiero de la economía mundial está estancado desde hace aproximadamente cuatro años. El mejor ejemplo de ello es el caso de los “productos financieros derivados” que constituyen la espina dorsal del sistema especulativo.
Crecieron vertiginosamente durante la primera década del siglo. Hacia fines de los años 1990 representaban aproximadamente dos veces el Producto Bruto Mundial; hacia 2004 llegaban a seis veces y hacia mediados de 2008 alcanzaban una cifra equivalente a casi 12 veces el PBM. A partir de ese momento, se mantuvieron muy por debajo de dicho récord que aparece como una suerte de punto máximo de difícil superación dada la actual configuración de la economía mundial. Incluso en términos nominales esa masa no superó hasta hoy la cima de 2008: US$ 683 billones (millones de millones).
Principios ignorados
Desde hace al menos 30 años –sostienen importantes analistas– el pensamiento dominante hizo caso omiso de teorías expuestas por Adam Smith, Karl Marx y John Maynard Keynes. La corriente hegemónica profesaba el monetarismo a ultranza y una vagorosa ideología del libre mercado.
Smith, generalmente considerado el padre del capitalismo moderno, estaba convencido de que las instituciones públicas eran esenciales para el buen funcionamiento de la economía de mercado. Marx debe recordarse por su hipótesis referida a que las “contradicciones” entre capital y trabajo llevarían a recurrentes crisis económicas y políticas… y al conflicto social. Y la influencia de Keynes sigue intacta cuando se recuerda su tesis: en el capitalismo las crisis no tienen por qué ser terminales.
El estallido de 2008 demostró la insustancialidad de los argumentos de economistas y políticos en los 80 y después, que afirmaban que se garantizaba estabilidad y prosperidad con baja inflación, libres mercados y globalización sin restricciones.
El equivocado pensamiento económico del último cuarto de siglo –según la corriente crítica– ha dejado un triste legado que incluye la necesidad de reducir el peso muerto de la deuda acumulada en 25 años; la pérdida de creación de crédito, de vivienda y servicios financieros como las fuerzas impulsoras del crecimiento; creciente inequidad de ingresos y una reacción populista contra las élites políticas y financieras. La crisis sacudió el orden político y económico preexistente en una escala nunca vista desde los años 30.
El nuevo escenario ha restado poder y legitimidad a Estados Unidos. Mientras Estados Unidos confronta limitaciones económicas, demográficas, presupuestarias y populistas en su papel y poder global, “la declinación americana “ha dejado de ser una teoría marginal para convertirse en sabiduría convencional en unos pocos y cortos años.
Economía de mercado
John Kay, ensayista de Financial Times, realiza un aporte original. No cree que esté en discusión el fin del capitalismo sino el futuro de la economía de mercado. Más aún: cree que capitalismo es una concepción decimonónica perimida. Lo que persiste –dice– es la economía de mercado.
En el comienzo, el poder económico y político de los líderes empresariales derivaba de que eran propietarios del capital y del control que esa propiedad les daba sobre los medios de producción y de intercambio
Los grandes líderes modernos derivan su autoridad de su posición en la jerarquía, no de la propiedad del capital. Obtuvieron esos cargos por sus habilidades en política organizacional, en la misma forma tradicional en que obispos y generales adquirían posiciones en la jerarquía eclesiástica o militar. Si la primera mitad del siglo 20 fue un tiempo de cambio fundamental en la naturaleza de la organización de las empresas, la segunda mitad fue un tiempo de cambio fundamental en la naturaleza del éxito de las empresas.
El valor de las materias primas es solo una pequeña parte del valor de la producción de la compleja economía moderna y el valor de los activos físicos es solo una pequeña parte del valor de la mayoría de las empresas modernas. Los recursos fundamentales de la empresa de hoy no son sus edificios y sus máquinas sino sus ventajas competitivas –sus sistemas de organización, su reputación con proveedores y clientes, su capacidad para la innovación. Esos atributos no son, en ningún sentido relevante, pasibles de ser propiedad de nadie.
Mientras el control de los medios de producción y de intercambio importa mucho a la organización del negocio y la estructura de poder de la sociedad, la propiedad de los medios de producción y de intercambio importa muy poco.
Capitalismode Estado
Ian Bremmer, experto en “riesgos geopolíticos”, sostiene que el modelo empresario subsistente en las economías centrales corre serio peligro. En efecto, compite con un adversario más viejo, tenaz y mutable: la economía estatal o semiestatal.
Cuando entra en nuevos mercados, ¿encontrará el sector privado un terreno propicio a los negocios? Quizá no, señala el fundador del Eurasia Group en End of the Free Market. A su juicio, “la crisis financiera occidental acelera desde 2007 un fenómeno ya antes marcado como inquietante: el auge del capitalismo de Estado y mixto”.
En la actualidad, “una nueva globalización –vía fondos de inversión soberanos y multinacionales– no favorece justamente al sector privado sino a estados como China, Brasil, Rusia o los emiratos del golfo Pérsico” subraya Bremmer.
La tesis es sencilla. Durante la generación anterior, el colapso del comunismo dejó en claro que un Gobierno no puede simplemente ordenar que haya crecimiento económico duradero. Para alimentar la creciente prosperidad de la que dependerá su supervivencia a largo plazo, los líderes políticos en China, Rusia, las monarquías árabes y otros Estados autoritarios han aceptado que tienen que adoptar un capitalismo basado en el mercado. Pero si lo dejan totalmente librado a las fuerzas del mercado para ver quién gana y quién pierde corren el riesgo de enriquecer a aquellos que van a usar su nueva riqueza para desafiar el poder del Estado. Abrazaron entonces el capitalismo de Estado (una posibilidad a la actual versión del capitalismo).
Dentro de esos países, las élites políticas usan empresas estatales y privadas leales al poder político para dominar sectores económicos enteros, como petróleo, gas natural, aviación, navegación marina, generación de energía, producción de armamento, telecomunicaciones, metales, minerales, petroquímicos y otras industrias. Financian todas estas instituciones con ayuda de gran cantidad de divisa extranjera excedente conocida como fondos de riqueza soberana.
En el proceso, el Estado usa los mercados para crear riqueza que puede ser dirigida como plazca a los funcionarios políticos. El motivo último no es económico (maximizar el crecimiento) sino político (maximizar el poder del Estado y las posibilidades de supervivencia del liderazgo).
Y con Europa en convulsión, un Japón políticamente paralizado y alto desempleo con creciente indignación pública en Estados Unidos, la fuerte recuperación económica en el capitalismo de Estado chino luce tremendamente atractiva para posibles imitadores en todo el mundo en desarrollo.
Bremmer no cree que sea el final del mercado libre, pero sí que las cosas van a empeorar antes de que puedan mejorar. Sí se anima a apostar a un fuerte crecimiento liderado por el Estado en la próxima década. El creciente orgullo nacional va a reforzar el sistema a corto plazo.
Reformas o control estatal
Se han exacerbado los roces entre la empresa privada y la sociedad. Ante problemas tan persistentes como la creciente inequidad de ingresos, se afronta una justa ira por el alto desempleo, déficit en aumento y otras cuestiones relevantes. Por ende, los Gobiernos se ven presionados para interferir con la actividad privada y controlarla para prevenir desastres.
Los hombres de negocios occidentales afrontan “una alternativa: cambiar el sistema o dejar que lo hagan los Gobiernos aumentando su control sobre decisiones del sector privado”. Así sostiene Dominic Barton, director gerente de McKinsey & Co.
La semilicuación del sistema financiero en las economías centrales, la subsiguiente recesión y la crisis de endeudamiento en la Eurozona son problemas para la actual generación de ejecutivos. A juicio del experto, “lo peor ha pasado ya. Esto genera suspiros de alivio y la tentación de volver a una cómoda normalidad. Pero esa actitud es inviable. Desde 2007 se ha visto una drástica aceleración en el equilibrio de poder entre un Occidente envejecido y un Oriente que emerge”.
Sin embargo, lo que realmente desvela a Barton es “el avance de políticas populistas y presiones sociales en una cantidad de países, todo lo cual afecta los sistemas de gobernabilidad. Mientras las consecuencias de la crisis persistan, surgirán rivalidades geopolíticas, problemas de seguridad internacional y tensiones relativas a comercio, migraciones, competencia por recursos no renovables, etc. Para quienes conducen empresas, la crisis plantea desafíos al propio capitalismo”.
Capitalismo vs democracia
Hay otro enfoque de este debate que no debe soslayarse. Siempre se dijo que capitalismo y democracia iban juntas. Hoy hay muchas voces que cuestionan esta tesis.
Capitalismo con democracia parecían ser los dos pilares ideológicos capaces de traer prosperidad y libertad al mundo. En las últimas décadas, el duo compartió el mismo ascenso. Medido desde cualquier ángulo el capitalismo global ha triunfado. La mayoría de las naciones del globo son hoy parte de un único e integrado mercado global. La democracia ha gozado de un renacimiento similar, sostiene Robert B. Reich, ex secretario de Trabajo de Bill Clinton.
Hace 30 años, un tercio de las naciones del mundo tenía elecciones libres; hoy las tienen dos tercios. La sabiduría convencional sostiene que allí donde florezca el capitalismo o la democracia, el otro debe seguirle. Sin embargo, sus fortunas están comenzando a alejarse.
China, lista para convertirse en la segunda nación capitalista después de Estados Unidos, abrazó la libertad de mercado pero no la libertad política. Muchas naciones económicamente exitosas –como Rusia– son democracias solo de nombre.
Aunque los mercados libres han traído una prosperidad sin precedentes para muchos, vino acompañada por desigualdad cada vez más profunda de ingreso y riqueza, por mayor inseguridad laboral y peligros ambientales como el calentamiento global. La democracia está diseñada para permitir a los ciudadanos atender esos mismos temas en forma constructiva.
Ninguna nación democrática está aguantando bien los negativos efectos colaterales del capitalismo. El rol del capitalismo es aumentar la torta económica, nada más. Y mientras el capitalismo se ha vuelto notablemente receptivo a lo que la gente quiere como consumidores individuales, las democracias han peleado para desempeñar sus funciones básicas propias: articular y actuar sobre el bien común y ayudar a las sociedades a lograr crecimiento y equidad.
Lo que se necesita desesperadamente es una delimitación clara de la frontera entre capitalismo global y democracia, entre el juego económico por un lado y cómo se fijan sus leyes por el otro.
Capitalismo y su reinvención
¿Hasta qué punto está justificada la desilusión con el capitalismo de mercado?, se pregunta Lawrence Summers, ex secretario del Tesoro de Bill Clinton y ex asesor del presidente Obama.
Se están planteando serias dudas sobre la justicia del capitalismo. Cuestiones derivadas del marcado aumento del desempleo más allá del ciclo comercial –uno de cada seis hombres estadounidenses entre 25 y 54 años probablemente pierda su trabajo aun después de que se recupere la economía– combinadas con drásticos aumentos en la proporción del ingreso que va a 1% de la población (e incluso el 0,01%) y la caída de la movilidad social. El problema es real y profundo y parece poco probable que se vaya a corregir solo. A diferencia de lo que ocurre con las preocupaciones cíclicas, no hay a mano una solución evidente. Por cierto, como hasta el empleo en la manufactura china parece muy por debajo del nivel de 15 años atrás, parece que las raíces del problema están enquistadas en la evolución de la tecnología.
La economía agrícola dio lugar a la industrial porque el progreso permitió que la demanda de alimentos pudiera ser satisfechas solo por una pequeña fracción de la población liberando así gran cantidad de personas para trabajar en otra parte. El mismo proceso se está dando ahora con respecto a la fabricación de una cantidad de servicios, reduciendo las perspectivas de empleo a la mayoría de los ciudadanos. Al mismo tiempo, así como en los primeros días de la era industrial, la combinación de grandes cambios y desplazamientos con el aumento de la capacidad para producir a escala está permitiendo a unos pocos afortunados adquirir grandes fortunas.
Como se necesitan menos personas para satisfacer la demanda de bienes como electrodomésticos y ropa es natural que más personas trabajen en producir bienes como salud y educación donde los resultados son manifiestamente insatisfactorios. Se está dando un proceso de este tipo: esencialmente todo el crecimiento de empleo en Estados Unidos de la última generación ha venido de bienes no comerciables.
La dificultad está en que en muchas de estas áreas el argumento tradicional a favor del capitalismo es más débil. Seguramente no es un accidente que en casi toda sociedad la producción de salud y educación está mucho más involucrada con el sector público que en el caso de la producción de bienes manufacturados. Es imprescindible mover trabajadores de actividades como producción de acero a otras como cuidar ancianos. Simultáneamente es imprescindible reducir o al menos desacelerar el crecimiento del sector público.
Lo que más necesita la reinvención no son tanto las partes más capitalistas de la economía contemporánea sino las menos capitalistas, aquellas relacionadas con educación sanitaria y protección social.
¿Existe o no sucesor? La pregunta viene formulándose desde la crisis sistémica (2007/09) y antes también. Ahora, la retoma Kenneth Rogoff desde Harvard. “La verdad –opina el docente– es que, por el momento, las únicas opciones serias al modelo anglosajón son otras formas de capitalismo”. El renano, por ejemplo. |