COLOFÓN |
Estos lugares comunes explican por qué los precandidatos a la Casa Blanca se sientan compelidos a esos rituales. O que Barack Obama cometiera un error de cálculo al negar esa misma excepcionalidad.
La mayoría de quienes se aferran a ese destino manifiesto presume que sus valores nacionales, sistema político e historia son únicos y dignos de admiración mundial. Este pensamiento también implica que el país está tan destinado como obligado a desempeñar un papel claro y positivo en la escena general.
Lo malo con esta postura es que este retrato sea mayormente una fábula. Si bien EE.UU. posee ciertas cualidades singulares (altos niveles de religiosidad, una cultura social que privilegia las libertades individuales); no obstante, la conducción de la política exterior ha sido determinada, en lo primordial, por su propio poder relativo y el carácter inherentemente competitivo del contexto internacional. Al centrarse en su supuesta excepcionalidad, los estadounidenses se ciegan ante una realidad fundamental: son muy parecidos al resto de la humanidad.
Esa sólida fe en la excepcionalidad propia les dificulta entender por qué otros se entusiasman mucho menos ante la hegemonía de Washington, se irritan a menudo ante políticas y, frecuentemente, reaccionan ante lo que consideran hipocresía estadounidense. Sea en materia de arsenales nucleares, legislación internacional, proclividad a ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
Irónicamente, las políticas exteriores de la Casa Blanca serían más efectivas si los estadounidenses estuviesen menos convencidos –u obsedidos– con sus excepcionales virtudes cívicas. O las cacareasen tan asiduamente.
Los cinco mitos
Se necesita, según el autor, una evaluación más autocrítica de carácter de EE.UU. y sus contribuciones al mundo, comenzado por el resto de América. Para él, cabe resumir los cinco componentes liminares de la mitología estadounidense.
Mito 1: Hay algo excepcional en el fenómeno. Toda vez que la dirigencia alude a sus responsabilidades únicas, se declara diferente de los demás.
No es una actitud novedosa. La han tenido británicos, franceses, españoles, rusos, alemanes y, claro, romanos. Por supuesto, EE.UU. ha ido más lejos, especialmente tras la licuación de la Unión Soviética, proceso donde Washington no participó.
Mito 2: Estados Unidos se comporta mejor que otras naciones porque es una república más virtuosa, ama la paz, promueve las libertades, respeta los derechos civiles y la ley. A sus ciudadanos les gusta verse como mejores que los demás, esencialmente si se trata de potencias autoritarias (Rusia) o totalitarias (China). Cualquier revisión desapasionada invalida la pretendida superioridad ética de EE.UU. Además su agresivo expansionismo se expresó desde 1845 a expensas de México y desde 1898 a costa de Centroamérica y Colombia (le arrebató Panamá).
Mito 3: El éxito estadounidense se debe a su peculiar genio sociopolítico. Más aún, su ascenso a potencia mundial es resultado directo de los “padres fundadores”, su intuición política, las virtudes de la constitución, sus prioridades, la creatividad y la industria del pueblo. En síntesis, EE.UU. goza de una posición simplemente porque es en sí un país excepcional.
Mito 4: Estados Unidos es responsable por la mayoría de las cosas buenas en este mundo. Por ejemplo, Wiliam J. Clinton creía que su país era “indispensable para forjar relaciones internacionales estables”. En otro extremo, el difunto geopolítico conservador Samuel Huntington sostenía que la hegemonía estadouniense era clave “para el futuro de la libertad, la democracia, los mercados libres y el orden mundial”. Pero, hoy, la crisis sistémica de 2008/10 en EE.UU. y su secuela vía sobrendeudamiento de la Eurozona han terminado con las ilusiones monetaristas.
Mito 5: Los cuatro mitos anteriores rematan, realmente, no en un quinto, sino en el EE.UU. de los buenos tiempos. Exactamente, en los dos planes del general George Marshal (1946/50) para Europa occidental y Japón. Amén de reconstrucción y desarrollo, fue el mejor momento geopolítico para Estados Unidos. Pero su “genio” y la muerte de John Maynard Keynes –forjador del Fondo Monetario y el Banco Mundial, las instituciones de Bretton Woods (1944)– los dejaron caer en manos del monetarismo. Vale decir, de Milton Friedman y la banca anglosajona.