ESTRATEGIA | Marketing
Por Patricio Cavalli
Santiago Olivera
Hubo un tiempo que fue hermoso, y ser publicitario era, si no fácil de verdad, al menos mucho más sencillo que ser médico, abogado o ingeniero.
Todavía lo es, por la simple razón de que la publicidad no es una actividad matriculada, ni fiscalizada por el Estado, ni mucho menos colegiada.
Hubo ese tiempo que fue hermoso, además, porque era un tiempo en que los publicitarios ganaban millones en una actividad divertida, bebían maytays y martinis en las reuniones, viajaban en primera clase, salían con modelos y aparecían retratados como playboys en las tiras de Isidorito.
Lo que el cambio se llevó
Llegaron entonces las crisis, los cambios en la remuneración, la pérdida de la comisión por publicación de medios, las agencias de medios (ex centrales), la fuga de talento, la proliferación de los medios, la fragmentación de las audiencias, la revolución digital, la profesionalización del marketing, la injerencia de los CFO, el descubrimiento de la cadena humana de ADN, el cambio climático, la desertificación del Sahara, las maldiciones gitanas, las invasiones marcianas y todos los eventos cataclísmicos que tienen la culpa de que la actividad que era puro eros quedara siendo puro thanatos y que “la actividad más divertida que pueda hacerse vestido” fuera perdiendo glamour, diversión, y por sobre todo rentabilidad.
Y la publicidad, como una dama gris fue cerrándose sobre sí misma, añorando tiempos mejores, rogando volver al negocio de los medios, y viendo como su principal –y único– asset (la creación de ideas memorables que conecten marcas con personas), no era remunerado debidamente por los anunciantes.
Manejada por longevos señores de anteojos grandes, palabras enormes, ideas antiguas, pisos en Recoleta, alforjas cargadas y palos de golf en la mano, su institución empresaria nuclear, la ex Asociación Argentina de Agencias de Publicidad y hoy Asociación Argentina de Publicidad, flotaba en la jangada, desenfocada del mundo real que le toca vivir a sus miembros, algunos grandes, otros chicos, algunos eternos, otros neonatos, pero todos necesitados de ideas nuevas, frescas y renovadoras.
Llamaron entonces y por fin a un presidente joven, al frente de una agencia de renombre internacional pero con mucho de startup local, un hombre en sus early fourties, de hablar veloz y que de joven ocupaba su mente en recordar, por ejemplo, los nombres y caras de todas las modelos de moda del momento, convencido de que tenía que recordarlo –y por ende saberlo– todo.
¿Sabe entonces “Santiago El Reformista” cómo reformular un negocio como el publicitario?
“No, dice Olivera –sentado en la oficina que ocupa en el primer piso de la agencia de la que es vicepresidente ejecutivo, rodeado de bolsas de arena, objetos de diseño, y afiches de películas de Hitchcock–, todavía no. Pero estamos en camino a entenderlo, que es dar el primer paso, reconocer que tenemos un problema, y estar dando el segundo, instalando el debate sobre cómo encarar los desafíos que nos tocan hoy”.
Nuevos desafíos
“Primero que nada, tenemos que ver cómo recuperar valores de rentabilidad habiendo perdido una fuente de ingresos como la comisión de medios; cómo retener, motivar y remunerar el talento, que produce las ideas; y finalmente cómo lograr que los anunciantes paguen por esas ideas”.
Todo eso sin mencionar la inflación, las crisis que ponen a la publicidad en la primera línea de corte de los anunciantes, las corrientes migratorias de los jóvenes, los costos laborales crecientes y un tema clave para una gestión empresarial: la dispersión y heterogeneidad del mercado de agencias.
“En una misma institución conviven filiales locales de corporaciones millonarias multinacionales, con shops de jóvenes que trabajan –y son– Pyme; agencias gigantes, minúsculas; y agencias nacionales, locales, multinacionales y mixtas. Su negocio puede parecer el mismo, pero sus realidades son completamente disímiles”, explica.
Llega entonces el momento de gestionar un cambio que debería haber empezado hace mucho pero que empezó ahora, y hay que ganar el tiempo perdido.
“Lo primero que hicimos fue modificar nuestra misión: definir para qué está la asociación y para quién trabaja. Y parece simple pero no lo fue; debimos reenfocar el hecho de que la conducción de la asociación está ahí para trabajar para la actividad y no para sí misma. Y lo segundo fue enfocar en nuestro objetivo: hacer crecer la actividad. La asociación no es una cámara fácil, es muy compleja y en muchos casos hay enojo con las reformas, por los intereses cruzados que existen. Pero los estamos trabajando. No siempre se reconoce el esfuerzo, pero no buscamos reconocimiento, buscamos hacer crecer a la actividad”.
Lo que la “asociación” ha logrado, sin embargo, no es poco. Pero tampoco se sabe si un período de dos años –de los cuales, además, se perdieron los ocho primeros meses por cuestiones de conflictos legales con ex integrantes de su estructura– alcanza para pegar un timonazo que le permita a las agencias dejar de ser la especie dominante de un ecosistema en decadencia y les haga crecer en un siglo donde todos nacen a un paso de la obsolescencia.
“En los intereses macro nos hemos puesto más o menos de acuerdo –sigue Olivera–. Y tenemos una ventaja con respecto a otras asociaciones profesionales del ramo: la asociación es reconocida, tiene más de 70 años de camino y ese tiempo pesa. La publicidad es algo que hoy no se discute, ni su necesidad, ni sus beneficios. Y nuestra asociación ya tiene un peso específico frente a otros actores del mercado: en los medios, el Gobierno, los anunciantes. Hay que reformar, modificar, pero mantener eso, no podemos tirar toda la historia por la borda. Hay que recuperarla. Pero hay que rumbear distinto, enfocarnos cien por ciento en el negocio. Y del negocio, lo primero que tenemos que hacer es instalar el debate entre nosotros y con los anunciantes sobre el marco de remuneración; y buscar la forma de recuperar rentabilidad”.
Reorganizando las fuerzas
“Por ejemplo, tenemos un instituto educativo. Excelente, de primer nivel. Pero que se llevaba 80% del tiempo. Eso era un desbalance”.
Con todo, Olivera y sus representados enfrentan otro problema: las bajas barreras de entrada a la actividad. Casi cualquiera que quiera –y sepa algo del tema, vale decirlo–, puede “montar una agencia de publicidad”, como canta Fito Páez.
Los títulos universitarios y terciarios en publicidad proliferan; año a año, legiones de egresados jóvenes ingresan a las agencias, aprenden mucho o algo del metier y cuando son expelidos por el sistema, arman su propia estructura, ampliando la oferta, pero canibalizando el mercado.
Y la solución, que siempre estuvo ahí pero nunca nadie puso sobre la mesa, empieza a emerger: colegiarse. Falta un tiempo, pero el momento en que la homologación de las agencias dentro de un marco regulatorio que dirá quién y quién no es una agencia de publicidad, está cerca.
“Hoy tenemos detectadas 80 ‘agencias de publicidad’ que aparecen en los medios como tales, pero que no pertenecen a la asociación –dice Olivera–. Eso significa menos talento, menos calidad y más problemas para los anunciantes. Sabemos que la publicidad es la marca, no es la publicidad de la marca. Si el talento emigra a otras actividades, si la calidad no se cuida colegiadamente, si no se certifica quién puede y quién no ejercer fidedignamente la actividad. La homologación que proponemos será gradual, y tendrá que ver con la estructura del servicio de cada organización y no con su pertenencia o no a la asociación. Habrá agencias homologadas que serán no-socias, y las habrá al revés. Pero terminará con la noción de que hay mejores y peores agencias. Una empresa será una agencia o no lo será, punto”.
“¿Un proceso gradual? –se pregunta un miembro del directorio de la AAP, quien pidió no ser identificado para no ser señalado por violar el secreto de las actuaciones de ese cuerpo–. No será gradual nada, será darwiniano, y si se puede, salvaje. No hay tiempo, no hay margen, no hay oxígeno. Se acabó”.