ANÁLISIS | Escenario global
Por Jorge Beinstein (*)
En una conferencia dada a comienzos de junio, en Viena George Soros fue terminante: “El colapso del sistema financiero es real y la crisis está lejos de terminar. De hecho, sólo hemos ingresado en la fase dos de esta tragedia, cuando los mercados financieros comienzan a perder confianza en la credibilidad de los deudores soberanos, cuando los problemas fiscales de Europa se agravan y los Gobiernos son presionados para reducir sus déficits… empujando a la economía mundial hacia la recesión” (1).
Casi al mismo tiempo que Soros, el reconocido analista financiero John Butler señalaba que en realidad la crisis, con más de dos años de duración, nunca fue superada sino que sólo ha cambiado de forma (2). Por su parte, Nouriel Roubini (gurú de moda desde que estalló la crisis) se ha incorporado a la ola dominante entre los expertos. En un texto publicado a mediados de julio, afirmaba que: “La economía mundial, artificialmente impulsada desde la recesión de 2008–2009 por un estímulo fiscal y monetario en gran escala y rescates financieros, va camino de una profunda recesión este año, al ir desapareciendo los efectos de esas medidas. En el mejor de los casos, afrontamos un período prolongado de crecimiento anémico” (3).
El bando de los pesimistas crece rápidamente, los repetidos mensajes triunfalistas de Ben Bernanke han ido perdiendo credibilidad y, cada vez más, son recibidos como una suerte de ritual obligado de quien ejerce la titularidad de la Reserva Federal.
Desde el comienzo de la crisis, hacia fines de 2007, se hizo evidente que la turbulencia no se reducía al desinfle de la burbuja inmobiliaria estadounidense propagándose hacia el resto del mundo. Nos encontrábamos ante el salto cualitativo de un proceso global mucho más complejo y de larga duración. En la superficie aparecían los créditos hipotecarios impagos pero por debajo se desarrollaba una inmensa maraña de deudas privadas y públicas y toda clase de operaciones especulativas, que se extendían al conjunto de los países de alto desarrollo y a los emergentes de la periferia, compensando negocios productivos bloqueados o desacelerados.
En torno de ese fenómeno, rondaban las crisis energética y alimentaria, los procesos de deterioro institucional de grandes potencias como los de Estados Unidos, Italia o Inglaterra (incluidos sus déficits fiscales y sus legitimaciones políticas), el empantanamiento de las guerras de Irak y Afganistán, la crisis ambiental.
Deudas y enfriamiento económico
La turbulencia fue presentada por casi todos los medios de comunicación como una enfermedad localizada al interior del sector privado de los países ricos (consumidores insolventes y empresas, en especial los grupos financieros embarcados en aventuras irresponsables) y su “superación” consistió en una avalancha de subsidios y estímulos estatales a bancos, industrias (caso General Motors) y ciertas áreas de consumo.
La caída fue suavizada sobre la base de mayores déficits fiscales que generaron fuertes endeudamientos públicos, con la esperanza de recuperar la prosperidad perdida. Los resultados fueron pobres tanto en Estados Unidos como en Europa y Japón.
El caso estadounidense ha sido descripto de manera contundente por Bud Comrad, economista jefe de Casey Research: “En 2009, el Gobierno federal tuvo un déficit fiscal del orden de los 1,5 billones (millones de millones) de dólares, por su parte la Reserva Federal gastó cerca de 1,5 billones de dólares para comprar deudas hipotecarias y así impedir el colapso de ese mercado. Es decir que el Gobierno gastó 3 billones de dólares para obtener una pequeña recuperación evaluada en 3% del Producto Bruto Interno, aproximadamente 400.000 millones de dólares de crecimiento económico. Ahora bien, gastar 3 billones de dólares para obtener 400.000 millones es un pésimo negocio” (4).
No llegó la recuperación, lo que si llegó fue una avalancha de deudas públicas: entre 2007 (último año previo a la crisis) y 2010 (según el último pronóstico –conservador– de la OCDE) la relación entre deuda pública y Producto Bruto Interno pasará en Alemania de 64% a 84%, en Francia de 64% a 94%, en Estados Unidos de 63% a 100%, en Inglaterra de 44% a 90% (5).
Luego ocurrió lo que inevitablemente tenía que ocurrir: se inició la segunda etapa de la crisis a partir del estallido de la deuda pública griega que anticipaba otras (España. Portugal, Irlanda, Italia… algunos Estados de Europa del Este…) afectando no sólo a los países deudores más vulnerables sino también a sus principales acreedores, ante quienes se alzaba la amenaza de sobreacumulación de activos crediticios basura: hacia fines de 2009 las deudas de los PIGS hacia Francia, Inglaterra y Alemania sumaban US$ 2 billones (millones de millones), suma equivalente a 70% del producto bruto interno de Francia o a 75% del de Inglaterra.
El costoso paquete de rescate
La respuesta al problema fue un programa de rescate de cerca de US$ 1 billón destinado a los países de la Unión Europea en dificultades a los que, como ya ha sucedido con Grecia o España, se les exige duros recortes en sus gastos públicos provocando, de esa manera, recesión y, en consecuencia, la disminución de sus recaudaciones fiscales, agravando el peso sus deudas. Es la lógica financiera que en el pasado conocimos en América latina, convirtiendo a un número creciente de países atrapados por una larga cadena de ajustes y endeudamientos en prisioneros de sus acreedores.
Si la primera etapa de la crisis estuvo marcada por los estímulos estatales al sector privado y la expansión de las deudas públicas, la segunda etapa aparece como la del fin de la generosidad estatal, la llegada de los recortes de gastos, de reducciones salariales, de aumentos en las tasas de interés, en síntesis, la entrada a una era de contracción o estancamiento económico que se irá prolongando en el tiempo y extendiendo en el espacio.
Por ahora, el enfriamiento económico se va instalando en las naciones más débiles de la Unión Europea pero, tarde o temprano, llegará a otras, por ejemplo a Inglaterra y Japón cuyas deudas totales (públicas y privadas) representarán en 2010 más de 450% de sus Productos Brutos Internos, mientras que las de Estados Unidos se acercan a 400%.
Nos encaminamos hacia el enfriamiento del motor de la economía global, con los países del G7 aplastados por las deudas luego de una reactivación débil y efímera gracias a las políticas de subsidios (ver el gráfico “Deuda del conjunto de países del G7”). Sus deudas públicas y privadas han venido creciendo hasta acercarse ahora a su punto de saturación. En 1990, las deudas totales del G7 (públicas + privadas) representaban cerca de 159% de la suma de sus Productor Brutos Internos, en el 2000 habían subido a 177% y en 2010 superarán 380% (110% las deudas públicas y 270% las deudas privadas) (6).
La opción que ahora enfrentan es simple: tratar de amontonar más deudas, lo que les permitiría postergar la recesión por muy poco tiempo (con alta probabilidad de descontrol) o entrar a la brevedad en un período recesivo (con cierta probabilidad –no muy alta pero visible– de control) que anuncia ser muy prolongada. En realidad, no se trata de dos alternativas antagónicas sino de un único horizonte negro al que pueden llegar por distintos caminos y a varias velocidades.
El centro del mundo
El centro de la crisis global se encuentra en el centro del mundo, la única superpotencia: Estados Unidos, lo que expresa claramente la gravedad de la situación.
A su superdeuda ya señalada, debemos agregar la rápida expansión de la pobreza que va asumiendo las características propias de la indigencia. En enero de 2002, cerca de 19 millones de estadounidenses recibían ayuda alimentaria del Estado (las “food stamps”). Esa cifra fue subiendo irregularmente hasta llegar a 27,7 millones de personas en enero de 2008; un año después había saltado a 32,2 millones (16% de aumento interanual), en enero de 2010 llegaba a 39,4 millones (22% de aumento interanual), y en abril subía a 40,4 millones (ver el gráfico “Estados Unidos: ayuda alimentaria estatal”).
De todos modos la organización dedicada a evaluar esos subsidios (el Food Research and Action Center) ha señalado en varios de sus últimos informes que los mismos cubren actualmente sólo a 60% de la población con necesidades alimentarias insatisfechas, que llegaría en consecuencia a más de 65 millones de personas (7). A este cuadro económico-social se suma la interminable guerra eurasiática empantanada en sus dos frentes: Irak y Afganistán, motor de la hipertrofia de los gastos militares que abultan los déficits fiscales y la deuda pública.
En una primera aproximación podría atribuirse el desastre a la administración Bush y a la conducción de la Reserva Federal en esa época (Alan Greenspan) que pusieron en marcha una siniestra combinación de guerras, avalancha de endeudamiento privado fácil y compresión de la capacidad de pago de la mayoría de la población (estancamiento o disminución del grueso de la masa salarial).
En realidad, la era Bush-Greenspan fue la culminación de un largo deterioro iniciado a comienzos de los años 1970 cuando Estados Unidos abandonó de manera unilateral el patrón monetario global dólar-oro (1971), alentando una infinita sucesión de déficits fiscales y comerciales cubiertos con dólares de valor declinante (la administración Nixon no tomó esa medida monetaria por puro capricho sino porque ya en ese momento la superpotencia, que empezaba a perder competitividad económica internacional, era incapaz de sostener el libre cambio entre dólares y oro).
Ese pago fácil de déficits comerciales con dólares tapizó al planeta con billetes verdes, muchos de los cuales regresaron a Estados Unidos adquiriendo empresas y propiedades de todo tipo. Hace 40 años, cada dólar de inversión extranjera en Estados Unidos era más que compensada por dos dólares de inversión estadounidense en el exterior; ahora la relación se ha invertido lo que trajo un creciente desbalance generador de endeudamiento.
También la concentración de ingresos se desarrolló durante las últimas cuatro décadas, atravesando Gobiernos demócratas y republicanos. En los años 70, el 1% más rico de los estadounidenses absorbía entre 7% y 8% del Ingreso Nacional; ahora ese sector acapara más de 20% (el 10% más rico pasó en ese período de un tercio a 50%). Ese fenómeno no generó mayor ahorro (fuente de mayores inversiones), como prometía la teoría económica en boga, sino más consumo, sobre todo suntuario.
En la era Reagan, fueron atacadas con éxito las murallas sindicales, instalándose una flexibilización laboral que permitió desacelerar buena parte de la masa salarial, lo que mejoró las ganancias empresarias y posibilitó a importantes sectores productivos disponer de una mejor posición competitiva (en cuanto a precios) en el mercado mundial, por lo menos a corto plazo. Sin embargo, esa flexibilización deterioró de manera grave la cultura industrial, la cohesión en el seno de la empresa y, en consecuencia, una de las claves de la innovación productiva, que fue cada vez más difícil y cara en Estados Unidos respecto de las otras potencias industriales.
Centro de la especulación
La declinación de la cultura productiva se correspondió con el ascenso de la financierización que llevó en pocos años a esa superpotencia de ser el motor industrial y energético del mundo a devenir el centro de la especulación financiera global. Las ganancias financieras de las grandes corporaciones estadounidenses representaban en los años 1970 entre 12% y 15% de sus beneficios totales, ahora esa cifra supera 40%.
Esos fenómenos repercutieron en todos los aspectos de la vida cotidiana, entre otros en los niveles de criminalidad y, a causa del elitismo ascendente, en una ascendente criminalización de las minorías étnicas pobres y de las clases bajas en general. En los años 1970, Estados Unidos tenía unos 300.000 presos. El sector fue creciendo mucho más rápido que la población y actualmente ese país, que dispone de 5% de los habitantes del planeta, cuenta con 25% de sus presos (cifra no alcanzada tanto en términos absolutos como relativos a la población por ningún otro país).
La sociedad estadounidense experimentó en las últimas décadas una transformación cultural decisiva que significó el predominio de lo financiero sobre lo productivo, del corto plazo (propio de las actividades especulativas), del consumismo desenfrenado, de la transgresión conservadora (curiosa amalgama) como paradigma de comportamiento (centrado en los grupos exitosos). Pero también de la sensación de omnipotencia, acentuada cuando se convirtió en la única superpotencia global poseedora de una fuerza militar cuyo nivel real de gastos era superior al del resto del mundo.
Por otra parte, la occidentalización acelerada del planeta después del fin de la Guerra Fría, implicó su norteamericanización, en términos civilizacionales, principalmente la financierización (proceso hegemónico de la globalización) con todas sus consecuencias. La “enfermedad” de la potencia central es ahora la “enfermedad” del sistema internacional, principalmente de su motor-G7. La crisis de Estados Unidos aparece como crisis sistémica global.
Despolarización
A mediados de 2008, Richard Haass (presidente del Council of Foreign Relations y ex director de Planificación de Políticas del Departamento de Estado de Estados Unidos) publicaba un pequeño artículo demoledor: “La era de la no-polaridad, qué ocurrirá después de la dominación de Estados Unidos” (8). Según Haass, la unipolaridad ejercida por Estados Unidos había quedado definitivamente en el pasado y la misma no estaba siendo remplazada por una nueva bipolaridad ni por alguna forma de multipolaridad (reparto del mundo entre más de dos potencias), sino por lo que él definía como “no-polaridad”, caracterizada por la presencia de poderes globales difusos rodeados por amplios espacios relativamente autónomos o semi-dependientes.
En síntesis: un escenario global sin precedentes en la historia de capitalismo del que Haass deducía consecuencias preocupantes (peligros militares, económicos y políticos de todo tipo). En los últimos meses, algunos expertos han colocado un acento aún más dramático al fenómeno, calificándolo de “dislocación geopolítica global”, presentándolo como una suerte de caos planetario (9).
En realidad, nos encontramos ante un proceso de despolarización en su fase inicial, por el momento decae la unipolaridad y no se instala un nuevo reparto multipolar del mundo mientras se desarrollan grandes movimientos de integración en la periferia. Un dato adicional (decisivo) es que, mientras las potencias centrales tradicionales (Estados Unidos, los países líderes de la Unión Europea y Japón) están sobre-endeudados, se empantanan en la recesión o el crecimiento débil, un amplio espectro de países periféricos crece (algunos de ellos a tasas muy altas), se desendeudan y acumulan reservas.
Además, el fenómeno de autonomización-integración periférica no provoca caos ni decadencia económica sino todo lo contrario.
En América latina, el proceso de integración Mercosur-Unasur, etc. opera como factor de estabilidad institucional y de desarrollo económico regional. Así lo demostró la intervención de los aliados del Mercosur en el caso boliviano bloqueando las perspectivas de desestabilización secesionista, o bien el rechazo de Unasur al golpe de Estado en Honduras.
En Asia, la mega-integración en curso ha posibilitado la normalización de relaciones económicas y políticas entre viejos rivales (China-India, Rusia-China, etc.), el establecimiento de grandes acuerdos comerciales como el de China con los países de la ASEAN, que involucra a unas 1.900 millones de personas, o de ASEAN e India. Si superponemos ambos acuerdos, quedarían incluidas cerca de 3.000 millones de personas y si extendemos el movimiento a Rusia y demás países miembros o asociados de la “Organización de Cooperación de Shangai”, estaríamos en presencia de un fenómeno de integración euroasiática que incluye a más de la mitad de la población del mundo, arrastrando a aliados tradicionales de Occidente como está ocurriendo con Turquía.
Los gestos alarmistas provenientes del G7 se combinan con ilusiones periféricas tal vez excesivas. Es cierto que la periferia se integra regionalmente (Unasur, Organización de Cooperación de Shangai…) creando también estructuras periféricas transregionales (por ejemplo, el BRIC) y que dicho proceso está por ahora marcado por la prosperidad.
Sin embargo, no debemos olvidar que la expansión china se encuentra estrechamente asociada a su vinculación comercial y financiera con Estados Unidos, Japón y otros países del G7, es similar el caso de India y el pilar decisivo del renacimiento ruso son las exportaciones energéticas a Occidente. La crisis global golpea actualmente con dureza a la economía rusa (en 2009 su PBI cayó cerca de 8%) y amenaza a las exportaciones chinas (en 2009 las mismas cayeron 16% respecto del año anterior). La globalización existe y su crisis terminará por afectar a la periferia.
Crisis duradera
Nos encontramos ante lo que los historiadores suelen denominar crisis de larga duración a lo que deberíamos agregar su magnitud (“oceánica” si empleamos el famoso término freudiano), tanto por su preparación desde los años 1970 como por su aspecto planetario y plural (productiva, financiera, energética, geopolítica, ambiental).
Podríamos intentar establecer paralelos con otras crisis prolongadas, por ejemplo la que se desarrolló entre 1914 y 1945, y que asumió aspectos militares, financieros, políticos, etc. La que se produjo entre la Revolución Francesa y el fin de las guerras napoleónicas, marcando el comienzo del capitalismo industrial, o la “larga crisis del siglo XVII”, donde se gestó la modernidad.
Pero los dos últimos fenómenos fueron estrictamente occidentales y el primero, que se inicia con la Primera Guerra Mundial, prosigue con la revolución rusa y el fascismo hasta llegar a la Segunda Guerra Mundial, tuvo alcances mundiales y plurales. Sin embargo no fue atravesado por crisis energéticas o ambientales. Su globalismo fue significativo pero limitado si lo comparamos con las interrelaciones transnacionales de la actualidad. En última instancia, no puso en tela de juicio pilares decisivos de la modernidad, como el Estado nacional o el progreso tecnológico.
En realidad, la crisis que ahora presenciamos no se parece a ninguna otra, por lo menos si nos situamos en el prolongado ciclo del mundo moderno, las comparaciones van siendo desautorizadas una tras otra. Este carácter único del fenómeno genera incertidumbre, temores, la sensación de haber ingresado en un espacio desconocido del que no existen mapas va ganando terreno. Para un científico social, en especial para un historiador, se trata de una experiencia fabulosa. Existe una vieja maldición china: “te deseo que vivas en una época interesante”.
(*) Jorge Beinstein es experto en pronósticos económicos; doctorado en Economía en Francia; profesor titular de la UBA. Fue coordinador del Programa de Prospectiva Tecnológica en el SELA; profesor titular de Economía Internacional y Prospectiva en el Instituto Nacional Agronómico de París, consultor de la administración pública francesa y de diversos organismos
internacionales (PNUD, UNESCO).
(1) “Act two’ of crisis begins: Soros”, The Age-BusinessDay, June 3, 2010.
(2) John Butler, “Is This the Beginning of the Next Crisis?”, Financial Sense, July 3, 2010.
(3) Nouriel Roubini, “Fasten seatbelts for a double dip”, Today (todayonline.com), Jul 19, 2010.
(4) Bud Conrad, “Beyond the Point of No Return”, GooldSeek, 12 May 2010.
(5) “La explosión de la deuda pública. Previsiones de la OCDE para 2010”, AFP, 25-11- 2009.
(6) Fuente: FMI. OCDE, McKinsey Global Institute.
(7) Food Research and Action Center, www.frac.org.
(8) Richard Haass, “The Age of Nonpolariti. What Will Folow U.S. Dominance”, Foreign Affairs, May/June 2008.
(9) Ver por ejemplo las evaluaciones del laboratorio europeo de prospectiva global LEAP-GEAB (http://www.leap2020.eu).