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Durante los 82 años que median entre sus primeras transmisiones en 1928 y la actualidad, la televisión ha sido más vilipendiada que elogiada. Ray Bradbury escribió en 1954 que era una “insidiosa bestia, una medusa que cada noche convertía en piedra a los millones de personas que la miraban”. Se la ha responsabilizado, entre otras cosas, de la ignorancia y la declinación moral de los pueblos.
Entonces ¿tal vez será la proliferación planetaria de televisores y de canales digitales y satelitales a rincones del mundo donde Internet todavía no ha llegado, la responsable de la decadencia global que temen los críticos? Difícilmente.
La televisión, esa tecnología de 1920 que muchos creemos que nació con el planeta, sigue llegando millones de personas con un poder transformacional –positivo– que el mundo apenas comienza a comprender. El alcance posible de esa transformación es enorme. En 2007, había más de un televisor cada cuatro personas en el planeta y 1.100 millones de hogares contaban con un aparato. Para 2013 se calcula que se conectarán otros 150 millones de familias, o más.
En nuestro entusiasmo colectivo por nuevas herramientas de redes sociales como Twitter y Facebook, hemos tendido a ignorar el fenomenal impacto de esta nueva era de la televisión. Y no es una programación educativa lo que está reformulando el mundo en todos esos televisores. En realidad son los programas que tantos descartan como “basura” –desde shows de canto y baile hasta “Mujeres desesperadas”– esos que son consumidos ávidamente por los pobres de todo el mundo que recién ahora, por primera vez, tienen acceso a la televisión. Esa es una poderosa fuerza para difundir drama y diversión, pero también de cambio social.
Ocurre que la televisión es, entre los bienes de consumo, el único que ha crecido en forma casi incontrolable. Se esparce por las comunidades con increíble velocidad. Basta con mirar la historia del creciente acceso a la TV en áreas rurales de un país pobre como Indonesia. Luego de dos años de implementar un plan de electrificación de villas, aumentó 30% la propiedad de televisores. En siete años, llegó a 60%; y estamos hablando de hogares con un ingreso diario promedio de US$ 2. Menos de 5% de esas mismas familias tenía heladera. La televisión es tan codiciada que en los enormes sectores del mundo donde todavía no hay red eléctrica, la gente conecta televisores a baterías. Hay países, como Perú, donde hay más hogares con televisores que con electricidad.
En recónditos rincones
La televisión está cerca de cubrir la totalidad del planeta. Hoy en India casi la mitad de las familias tiene un televisor, cuando en 2001 solo la tercera parte lo tenía. En Brasil, cuatro quintos de la población tienen televisor. En comparación, apenas 7% de la población india usa Internet y un tercio de los brasileños se conecta a la Web. Hasta en países tan pobres como Vietnam y Argel, las tasas superan 80%. Pero el verdadero potencial de crecimiento en acceso (e impacto) es en los países menos desarrollados, como Nigeria y Bangladesh, donde las tasas de penetración siguen por debajo de 30%.
Si la explosión en el acceso es la primera revolución de la televisión global, la explosión de opciones será la segunda. Para 2013, la mitad de los televisores del mundo estará recibiendo señales digitales, lo que significa acceso a muchos más canales.
La explosión de opciones está debilitando el control de los burócratas, que en muchos países han manejado o controlado la programación o han aplicado fuerte regulación a las pocas estaciones disponibles. Una encuesta realizada hace algunos años entre 97 países reveló que 60% de los cinco principales canales de TV en cada uno de ellos eran estatales y solo 32% estaba en manos de pequeños grupos familiares.
La televisión rural en China suele cubrir los últimos avances en cría de cerdos. Hugo Chávez en Venezuela se negó a renovar la licencia a RCTV cuando esta transmitió un comentario crítico de su Gobierno. El Presidente venezolano aparece regularmente en el canal estatal en su propio programa Aló Presidente –cuyos episodios duran de seis horas en adelante.
Pero los días en que los discursos presidenciales y la cría de cerdos eran televisión obligada van quedando atrás. A medida que se multiplican las opciones en cuanto a lo que se puede mirar, la gente va a tener acceso no solo a más voces sino a un creciente número de canales interesados en dar al público lo que el público quiere. Y lo que quiere parece ser bastante parecido en todas partes: deportes, reality shows y telenovelas.
Unos 715 millones de personas en todo el mundo miraron las finales del Mundial de Fútbol 2006. Más de un tercio de la población de Afganistán mira la versión local de American Idol-Afghan Star. La más grande serie televisiva de todos los tiempos en el mundo es Baywatch, una crónica de la vida cotidiana de un grupo de guardavidas basada en las playas de Santa Mónica, California. El programa fue transmitido en 142 países, y en su momento culminante tuvo una audiencia estimada en más de 1.000 millones de personas. En 2008, Doctor House fue visto por 82 millones de personas en 66 países.
Desde el punto de vista de la manipulación de la opinión pública por parte de los Gobiernos, el nivel de competencia es importante. Con un solo canal o pocos, a algunos Gobiernos les resulta posible adoctrinar a su pueblo. Pero cuando los canales son muchos el adoctrinamiento se hace más difícil. Después está el tema corrupción. Pongamos, por ejemplo, el caso de Vladimiro Montesinos, jefe de la policía secreta de Perú en los 90. Este funcionario debía gastar US$ 300.000 por mes para sobornar a los parlamentarios que necesitaba y US$ 250.000 mensuales para asegurarse la posición de los jueces. Sin embargo, comprar a seis de los siete canales de televisión disponibles le costaba muchísimo más dinero: casi US$ 3 millones por mes.
Contener la amenaza global
¿Podrá la televisión resolver el problema de las continuadas guerras entre países? Tal vez. Los investigadores estadounidenses dedicados a estudiar la violencia en televisión no se ponen de acuerdo en si eso se traduce o no en conductas más agresivas en la vida real. Pero al menos desde una perspectiva más amplia, la televisión podría jugar un papel en contener la amenaza global de guerra.
Nadie dice que el mostrar muerte y destrucción necesariamente vaya a reducir el apoyo a guerras ya iniciadas; ese es un argumento que se blandió desde la guerra de Vietnam hasta la de Irak. Se trata, más bien, de decir que al auspiciar un cosmopolitismo creciente, la televisión podría hacer de la guerra una alternativa menos atractiva.
Por cierto, la idea de que las comunicaciones son clave para fomentar buena voluntad entre culturas diferentes es muy vieja. Karl Marx y Friedrich Engels sugirieron en el siglo 19 que los trenes eran vitales para cementar rápidamente la unión de la clase trabajadora: “…lograr la unión de los burgos de la Edad Media, con aquellos senderos miserables, necesitó siglos; los modernos proletarios, gracias a los ferrocarriles, logran lo mismo en pocos años”, escribieron en el Manifiesto Comunista. Si los ferrocarriles pueden tener ese impacto, seguramente la televisión puede hacerlo mejor.
Por supuesto, lo que puede hacer la televisión en cuanto a fomentar el cosmopolitismo depende de lo que mire la gente. Quienes miraron Al Jazeera no vieron lo mismo que quienes miraron los canales estadounidenses o británicos en 2003 –y seguramente eso ayudó a sostener actitudes notablemente diferentes hacia la guerra. Por con la difusión de BBC World News y CNN en Medio Oriente y la de Al Jazeera en occidente, hay por lo menos más posibilidades de comprender cómo piensa la otra parte.