Violaciones de derechos por parte del sistema mayoritario

    ANÁLISIS | Perspectiva

    Por Martín Böhmer (*)

    En su disputa con los sofistas, Sócrates afirmaba que la virtud de la Justicia y su traducción institucional, la judicatura, tenía una misión terapéutica. En efecto, en el Gorgias, Sócrates la equipara a la medicina cuando afirma que la Justicia es al cuerpo de la polis lo que la medicina es al cuerpo del individuo: llega para volver las cosas al estado anterior al acontecimiento del daño. Sócrates también creía, contra los sofistas, que ambos conocimientos debían reservarse a unos pocos. En nuestros días, la Justicia actúa como remedio no solo como lo quería Sócrates, en el sentido de indemnizar, de resarcir el daño, sino también en otro sentido, vinculado con nuestro sistema político.
    En la democracia constitucional moderna la Justicia tiene la tarea adicional de vigilar las violaciones de derechos producidas por las fallas del sistema mayoritario. Así, en democracias imperfectas, el hecho de que los afectados por las decisiones públicas no formen parte de los procesos deliberativos previos a esas decisiones sino sólo en forma muy indirecta, y que el resultado final se obtenga por mayoría de votos tiende a producir fallas que erosionan los cimientos del sistema. La mayoría de los votos de quienes fueron electos a través de sistemas electorales sospechados, de partidos oligárquicos, de sistemas de financiamiento de la actividad política espurios, en el contexto de una sociedad económica y socialmente desigual, no puede reclamar la legitimidad que requieren las decisiones políticas para ser acreedoras de obediencia inmediata.
    Es en esos casos, cuando las fallas de la democracia mayoritaria y representativa producen violaciones de derechos y manipulaciones de los procesos deliberativos, que se requiere un sistema contramayoritario que controle estas desviaciones. Este es el rol del Poder Judicial. No es en este artículo donde debería repasarse la penosa situación de las instituciones mayoritarias en la Argentina, pero justamente por eso es que debería dirigirse mayor atención aún al único lugar institucional que tiene la posibilidad y el deber de modificar la dinámica política de la democracia cuando ella se encuentra perdida en su propio laberinto.
    Sin embargo, la Justicia sigue siendo el blanco de duras críticas cuando se pasa revista a la situación institucional de nuestro país. Los informes de confianza en el sistema judicial lo colocan sistemáticamente muy por debajo de los demás actores institucionales. Y si bien los índices de confianza negativos son realizados entre quienes han sido usuarios del sistema, aquellos que han quedado fuera de él no lo han hecho por no necesitar de sus servicios, sino porque han sido expulsados o carecen de cualquier forma de acceso por alguna de las múltiples vallas que el sistema presenta.
    Ahora bien: ¿Por qué, si este diagnóstico es conocido, no se hace algo? Si bien algunas cosas a las que me referiré más abajo se están haciendo, las instituciones encargadas de llevar adelante la reforma judicial en la región son conscientes, y lo han dicho explícitamente, de que el primer obstáculo para la reforma del sistema es la carencia de actores con voluntad para realizarla. En efecto, el sistema no produce actores pro reforma.
    Los incentivos institucionales de los actores son tales que les resulta imposible modificar el statu quo. Los jueces están cómodos en la posición privilegiada en la que se encuentran y los demás actores (legisladores, Presidentes, ministros de Justicia, miembros de Colegios de Abogados, de Consejos de la Magistratura, entre otros) son abogados que ejercen la profesión o tienen planeado volver a ejercerla en un futuro cercano.
    En lo que sigue me referiré a tres fenómenos que están cambiando la forma del acceso a la Justicia en nuestro país, a pesar de los diagnósticos más pesimistas.

    Desde afuera
    No va a ser este el lugar en el cual el lector descubra la importancia de la globalización y su impacto en nuestro país. Pero tal vez subrayando algunos fenómenos particularmente relevantes para nosotros pueda mostrar el enorme impacto que las instancias institucionales internacionales han tenido y tienen en el desarrollo del derecho y de la calidad democrática.
    La democracia argentina nació de las ruinas de la última dictadura militar sostenida en la esperanza de que nunca más violaríamos los derechos de nuestros conciudadanos y en la promesa constitucional de que las instituciones de la democracia serían la forma de hacerla realidad. Esta forma particular de democracia (insisto, una democracia limitada por derechos) tuvo en la Constitución su expresión nacional y en los tratados internacionales su forma de anclarse globalmente.
    En efecto, la entrega de soberanía a otros que supone la firma de tratados que nos obligan a respetar decisiones que se toman más allá de nuestras fronteras y del alcance de un control democrático mínimamente relevante, se suma a los límites que tradicionalmente imponía nuestra Constitución a la decisión mayoritaria. Ahora hay menos cosas que nuestros representantes pueden decidir porque hay más cosas a las que nos hemos comprometido con otros países del mundo.
    Pero las restricciones no son sólo textos que interpretamos como queremos; a ellas se agregan jurisdicciones extranjeras (tribunales, comisiones, tribunales arbitrales) a las que nos hemos comprometido a respetar. Es decir, hemos también acordado que la interpretación de estas normas quedara en manos de órganos a los que no podemos controlar con nuestro voto. Los tratados a los que me refiero son principalmente los tratados de derechos humanos que forman parte, desde 1994, de nuestro texto constitucional.
    Ellos nos obligan a no realizar acciones que violen los derechos allí referidos, pero también a realizar acciones positivas que tiendan a promocionar esos derechos y extender su alcance. Pero así como hemos firmado una larga lista de tratados de defensa de derechos humanos hemos hecho lo mismo con tratados de defensa de las inversiones extranjeras y otros referidos a la defensa del libre comercio o tratados que han conformado bloques económicos regionales.
    La creciente utilización de estos mecanismos da cuenta de la falta de confianza en los procesos nacionales de resolución de conflictos y es por eso que cada vez con mayor frecuencia los contratos privados de alguna importancia en nuestro país fijan jurisdicción en países extranjeros o en tribunales arbitrales para evitar el costo, la lentitud o las muchas vicisitudes que les depara la Justicia de nuestro país.


    Martín Böhmer

    Desde arriba
    Este fenómeno no ha pasado desapercibido para nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación. De un tiempo a esta parte, y gracias al cambio en la forma de nombramiento de sus miembros que realizara el ex presidente Néstor Kirchner, la Corte ha comenzado un proceso de cambio institucional que debe ser subrayado. Ha modificado varios de sus procedimientos para evitar dispendios jurisdiccionales, ha aumentado su transparencia convocando a varias audiencias públicas de casos relevantes y, en ese mismo sentido, ha creado una página Web y recientemente una agencia de noticias propia.
    Pero el proyecto de la Corte no es meramente institucional, es también un proyecto de política contramayoritaria. La Corte se asume como un actor clave en el sistema democrático impulsando decisiones que profundicen el reclamo constitucional.
    Teniendo en cuenta nuestra historia reciente, la Corte está actuando con cautela para construir su propia legitimidad, algo que gran parte de los actores sociales en nuestro país harían bien en imitar aunque no quieren, no saben o no lo pueden hacer.
    La Corte lo está haciendo a través del clásico pero arriesgado recurso de proponer acuerdos que la otra parte no puede rechazar sin arriesgarse a perder legitimidad propia. Así, ha citado a audiencia pública para demandar un plan de limpieza del Riachuelo que está siendo controlado por el Poder Judicial; ha obligado a crear políticas que tiendan a modificar las condiciones de detención en la Provincia de Buenos Aires; ha modificado el sistema de indemnizaciones laborales; de representación sindical; de lucha contra el narcotráfico (luego de advertir a los poderes mayoritarios que la situación era insostenible); de jubilaciones (con advertencia previa al Congreso); ha creado las acciones de clase (y ha puesto en mora al Congreso respecto de su regulación), entre otros temas fundamentales, a través de procesos deliberativos clásicos (como la forma de la discusión propia del proceso judicial) e innovadores como las mesas de diálogo o las audiencias públicas, que no son meras lecturas de textos en voz alta.
    Todo parece indicar que este proyecto que lidera la Corte está siendo replicado a escala nacional por otros tribunales. De continuar así, el poder político del Poder Judicial tenderá a aumentar en la medida en que continúe creciendo en confianza. Pero a su aumento natural en una era de expansión de derechos se agrega el hecho lamentable de que parte de ese crecimiento será solo la consecuencia natural de convertirse en el refugio de quienes son expulsados de una política mayoritaria que fue diseñada para la concentración de poder y la exclusión de la deliberación y que resiste a ser reformada.

    Desde adentro y desde abajo
    Ninguno de los fenómenos que acabo de reseñar sería posible sin un tercero: el rol de la sociedad civil organizada. En efecto, la Justicia no actúa de oficio, se requiere de alguien que la ponga en funcionamiento acercando una demanda debidamente articulada. Por tal entiendo una demanda que no vocifere en términos de intereses privados desnudos, sino que se exprese en el lenguaje del interés público.
    Para poner en marcha esta maquinaria se precisa de dos actores: el cliente y su abogado. La sociedad civil argentina, fundándose en el vital aporte de los organismos de derechos humanos en el nacimiento de la democracia argentina y su prédica por Justicia de la mano de abogados eficaces, ha replicado esa estrategia en ámbitos que se multiplican al ritmo de las demandas ciudadanas.
    La reacción de convertir una queja en demanda de derechos y la demanda de derechos en objeto de una organización social es un fenómeno que nació con la democracia y va de la mano de la crisis de la política partidaria. El aspecto que quiero subrayar es el acelerado aprendizaje que estas organizaciones han realizado para traducir sus reclamos en derechos y al reclamo en demanda judicial. Así, los actores políticos se han convertido en actores del control contramayoritario de las políticas públicas y para ello han encontrado el auxilio de abogados dispuestos y capacitados para asumir su defensa.
    No solo han encontrado abogados sino que en algunas instancias los abogados los han encontrado a ellos. En los últimos 15 años, los abogados y abogadas de interés público se han multiplicado y han creado sus propias organizaciones para identificar y defender casos a partir de sus propias decisiones políticas. En efecto, en organizaciones civiles, en clínicas jurídicas de facultades de derecho, en colegios de abogados y en estudios jurídicos privados, abogados y abogadas han invertido la lógica de la profesión. Si tradicionalmente defienden el interés público en ocasión de la defensa de un interés privado, en estas organizaciones defienden el interés privado en ocasión de la defensa del interés público. La causa sustantiva manda y los clientes consienten en presentarse como instrumentos de la defensa colectiva de intereses que van más allá del demandante ocasional.
    Así, la tarea de la sociedad civil ha cambiado y se ha sumado otra forma al ejercicio profesional de la abogacía. Estos cambios acompañan lo que se está haciendo desde la Corte y aprovechan las oportunidades que les brinda la globalización. En efecto, los procesos de deliberación complejos en el Poder Judicial, el favorecimiento de las demandas colectivas como una forma de modificar políticas públicas desde una perspectiva que da prioridad a la defensa de los derechos constitucionales, la utilización de la jurisdicción internacional para escapar a las restricciones que nos impone la política nacional y presionar desde afuera para que se vuelva a discutir sobre cosas que nunca deberían haber quedado silenciadas son algunas de las estrategias del derecho de interés público que robustecen esta forma de la política nacional.
    Para acompañar este proceso algunas instituciones deben tomar conciencia de que han quedado ancladas en prácticas que han perdido vigencia. Para comenzar, las facultades de Derecho deberían asumir que gran parte de lo que se enseñaba hasta ahora no describe más la práctica jurídica de nuestro país. La inversión en investigaciones, nuevos materiales y en docentes capaces de comprometerse con este desafío tendrían que ser el tema central de sus preocupaciones.
    Los colegios de abogados no pueden seguir pretendiendo ser sindicatos que sólo defienden el nivel de honorarios de sus matriculados y se desentienden de la alarmante falta de acceso a los derechos de gran parte de la población. La articulación de un robusto sistema de defensa de derechos debería ser la prioridad para el gasto de sus ingentes ingresos que hoy se destinan a cursos y actividades más propias de asociaciones de fomento que de organizaciones que se han comprometido en garantizar los derechos de la comunidad a cambio de que ella le ha entregado el monopolio de su defensa. Y para nombrar una institución más, los ministerios de Justicia de los Ejecutivos nacional y provinciales podrían aprovechar el impulso que ha iniciado la Corte y comenzar a preocuparse por el acceso a la justicia así como los ministerios de Salud se preocupan por el acceso a los servicios sanitarios.
    En su respuesta a Sócrates, Protágoras, el mejor de los sofistas, le responde que la virtud de la política (la capacidad de tener pudor y de ser justo) debe ser distribuida entre todos los ciudadanos de la polis, a diferencia de la medicina, porque sin ella, si solo unos pocos son pudorosos y justos, los otros, los impudorosos, los egoístas, los injustos, los arbitrarios, llevarían a la ciudad de vuelta al estado de naturaleza. Solo si todos podemos ser parte de la deliberación pudorosa y justa que nos promete la democracia, podemos construir ciudades dignas de seres humanos. El derecho está intentando construir en nuestro país esa posibilidad y todos debemos acudir a su llamado.

    (*) Martín Böhmer es investigador principal de CIPPEC (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento) y profesor de la Universidad de San Andrés.