Opinión |
Con la excepción de los empresarios argentinos –veteranos de crisis tremebundas– y seguramente de los de algunos otros países emergentes, la mayoría de los directivos de compañías en todo el mundo coinciden en que les toca transitar un período de excepcional turbulencia.
La volatilización de los precios de los activos bursátiles, la estrepitosa caída de bancos y el tamaño de las muletas que requieren los demás, la recesión económica y el contagio de la economía real, todo combinado, hace que ningún otro acontecimiento histórico parezca más grave e intenso que esta etapa.
Hay también una certeza: está en marcha un gigantesco proceso de reconfiguración económica y de replanteo del capitalismo que conocemos. Seguramente en los próximos años el sector financiero será más pequeño, más regulado y menos imaginativo. Habrá sin duda una nueva presencia de los Estados en la marcha de la economía. Una reformulación de la industria avanza a pasos precipitados.
Esto es: cuando se salga de la crisis. ¿Y cuándo ocurrirá ello? Si atendemos a los optimistas, lo peor ha pasado, hay síntomas evidentes de mejoramiento y seguramente a finales de este año o en el peor de los casos, a mediados del próximo, comenzaremos a vivir la recuperación. Lo dicen con fe, y es lo que todos preferiríamos creer. Pero está fresco un recuerdo: del bando de los optimistas son muchos de los mismos que se equivocaron hace un año cuando no veían ninguna crisis en ciernes.
Naturalmente están los pesimistas, esos “profetas del desastre” que desde hace tres años venían pronosticando una crisis de dimensiones superiores a todas las conocidas previamente. ¿Y qué dicen ahora? En términos generales, que hay crisis para rato, que todavía falta que empeore el panorama y que será lenta y dolorosa la recuperación.
Es el debate planetario. Y si en la Argentina pasa bastante desapercibido es porque nuestra atención cotidiana es reclamada por versiones sobre listas de candidatos, defecciones de antiguos leales al Gobierno y disidencias entre los opositores que impiden marchar juntos. Un escenario patético si se trata de definir la agenda de cómo pretendemos insertarnos en el mundo a partir de esta etapa excepcional que se abre.
El escenario más temido
¿Qué es lo que podría ocurrir si la visión de los pesimistas –ojalá que no– resulta ser más acertada que la de los optimistas? Algo parecido a esto:
• Todas las economías del G-7 registrarán crecimiento negativo en 2009 por primera vez en 100 años.
• Probablemente más de 100 naciones tendrán crecimiento 0 ó negativo.
• Las excepciones serán China e India pero ambas registrarán sus cifras más débiles en 10 años: 6,3% para China y 5,0% para India
• La inversión extranjera directa podría caer 45% este año en todo el mundo
• La cartera global de inversiones bajará 50-75% y en algunos mercados emergentes, hasta 90% o más.
• La actividad en fusiones y adquisiciones (F&A) caerá 30-40%.
• Las ganancias de las empresas declinarán 20-25% –luego de varios años de crecimiento de dos dígitos.
• Las ventas de los líneas top para compañías de bienes raíces, automotores, construcción, metalurgia caerán 50-70%; otros sectores industriales generales verán decaer sus ventas 20-40% para fin de año y las empresas tecnológicas declinarán 20%.
• El gasto de capital disminuirá 25%.
• El comercio global está actualmente 25% abajo y probablemente termine el año en 10-15% abajo; la peor cifra desde 1945.
• Las tasas de interés, a escala global, están en el nivel más bajo en 100 años y las tasas británicas en su punto más bajo desde 1693 cuando se fundó el Banco de Inglaterra
• El colapso de las bolsas en 2008 y principios de 2009 fue el más grave desde 1929.
• La caída de los precios del petróleo y otros commodities fue la más rápida y profunda desde que comenzó el registro en 1956.
• El PBI de Japón en 2009 (entre –6% y –10%) será el peor desde 1945 y varias grandes empresas japonesas registrarán sus primeras pérdidas de ganancias desde los años 50.
En síntesis, podrá haber algunos síntomas “primaverales”, pero este y el próximo año serán muy duros para los negocios y el crecimiento global. Con suerte, la recuperación comenzará en julio de 2010, y no habrá un rebote súbito sino muy paulatino.
Si se impone el conservadurismo fiscal, entonces la recesión puede durar de cinco a 10 años (afortunadamente son pocos los que creen en esta posibilidad). El sector financiero en Estados Unidos y en el mundo avanzará a los tumbos durante los próximos años.
Cada vez más gente comenzará a advertir la bomba de tiempo de las jubilaciones y la destrucción del valor de sus propios esquemas de retiro. No hay a la vista una moneda buena. La inflación no preocupa por ahora (lo que asusta es la deflación).
El precio del petróleo y otras commodities se puede estabilizar y subir un poquito en los próximos 18 meses: es posible que el petróleo y los alimentos suban más rápidamente que los commodities no alimentarios.
Una delicada relación financiera y cambiaria
Por casi 20 años, Washington y Beijing han mantenido incómodos pero mutuamente beneficiosos nexos. Pese a hondas diferencias –capitalismo anglosajón vs capitalismo totalitario–, los estadounidenses han aportado miles de millones al tesoro chino.
Esta extraordinaria relación –que el historiador Niall Ferguson describe como “Chimérica”–, la conjunción de ambas potencias, puede tener el potencial de teñir la realidad del mundo en las próximas décadas y definir un nuevo mapa en el cual deberán moverse todos los países, incluido el nuestro.
Esa fascinante perspectiva se desarrolla entre las páginas 22 a 28 de esta edición. Pero vale la pena enfocar finanzas y moneda para enriquecer la visión.
Esta relación –señala un ensayo en Knowledge@ Wharton– funcionó bien hasta hace poco tiempo. Tanto que el gigante oriental tiene una masa de reservas en dólares potencialmente vulnerable a los vaivenes de la economía estadounidense. La conexión empieza –imaginan los pesimistas– a mostrar rasgos de una codependencia poco sana pues, por otra parte, Washington ha colocado tanta deuda en Beijing que se expone al juego de intereses chino.
Richard Herring (escuela de negocios Wharton) teme que “ambos componentes de esta incómoda alianza sufran perjuicios si cualquiera de ellos hiciese algo en desmedro del dólar y su precio. Por cierto, en este punto, los chinos sospechan –y lo han dicho– que las políticas monetaria y fiscal pueden salirse de control, debido a los errores del Gobierno de George W. Bush, y afectar la divisa referencial. Ni el yüan ni el yen están en condiciones de substituir al dólar como divisa”.
Las reservas internacionales libres chinas aumentaron de US$ 216.000 millones en 2001 –al principio del proceso– a 1,95 billones (803%) en 2006, auque algunos las calculan en 2,3 billones (840%). Como proporción del producto bruto interno, durante el mismo período pasaron de 15,3 a 45%. En marzo pasado, Beijing acumulaba alrededor de US$ 1,36 billones en deuda federal estadounidense.
En occidente, algunos sectores de opinión temen que semejante monto cause turbulencias si China alguna vez decide liquidar posiciones. “Este cuadro revela la vulnerabilidad estadounidense –afirma otro analista de Wharton, Franklin Allen– porque, si ellos tiran de la cuerda, pueden desatarse corridas internacionales contra el dólar”. Resulta irónico, por cierto, que la divisa preferida para reserva y transacciones se ubique entre las más débiles del momento, merced a Beijing y Tokio.
La eventualidad de esos desbordes es, precisamente, el motivo por el cual los chinos no saldrán a revender deuda estadounidense, directa o titulizada. El país depende de EE.UU. como comprador de bienes y, por ende, no tiene interés, se supone, en un colapso del dólar. Así piensan los realistas, a cuyo juicio, si China se deshace de deuda en forma significativa –por ejemplo letras del tesoro–, el valor del resto de los activos en la misma divisa se vendrá abajo y empobrecerá su “alcancía”. Por eso no creen que se repita la baja de compras de bonos operada en enero-febrero, pues “sus consecuencias serán desagradables para ambas partes”, subraya Todd Lee (IHS Global Insight).
Hasta el presente, a Washington le viene muy bien colocar papeles –no son otra cosa–, porque necesita financiar una deuda que ocho años de mala política fiscal llevaron a US$11 billones. La demanda oriental ha mantenido el precio de esos bonos irrealmente alto y las tasas demasiado exiguas. Los experto, empero, no están de acuerdo en dos puntos: ¿por qué Beijing acumuló tantas reserva en dólares?, ¿hay riesgo de que alguna vez las revenda?
China tiene el grueso de sus activos estadounidenses en letras o bonos a largo plazo y colocaciones directas. Por ejemplo, papeles de Fannie Mae y Freddie Mac, dos hipotecarias paraestatales en bancarrota. Haciendo como si el rey no estuviese desnudo, en septiembre Beijing sobrepasó a Tokio como máximo tenedor de bonos federales: US$ 744.000 millones, un cuarto de sus reservas totales.
Algunos expertos afirman que China atesora tantos activos en dólares con el objeto de manipular el valor de su propia moneda y abaratar exportaciones. Esta interpretación es popular en el Congreso. Otros señalan que, simplemente, Beijing necesita un lugar seguro para colocar sus ahorros. “Hasta no hace mucho –apunta Allen–, las letras del Tesoro federal parecía la mejor opción para inversores soberanos y privados”.