Un (¿nuevo?) rol para el Estado

    ANÁLISIS | Perspectiva

    Por Javier Rodríguez Petersen

    La primera mitad de los 80, con Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña, dejo un grupo de enunciados liberales compartidos que más tarde se ampliarían en el Consenso de Washington. La postura de Thatcher era clara: “El Estado es pésimo como empresario, pero puede ser excelente como regulador”. Había que privatizar prácticamente todo para que el Estado se concentrara en evitar los abusos del mercado.
    La idea de Thatcher se convirtió en creencia compartida. Con los 90 llegó la ola de privatizaciones y la mayoría de las compañías estatales pasaron a manos privadas, con excepción de un puñado de servicios y productos estratégicos que en algunos países –no aquí– permanecieron en poder del Estado.
    Pero el encumbramiento de discursos de izquierda en América latina y la crisis global desataron una ola intervencionista. En la región, y en particular en la Argentina, se reflejó sobre todo en ciertos bienes estratégicos y en el área de servicios. En el mundo arrancó por el sector financiero y se extendió a la economía real.
    La discusión de Estado empresario versus Estado regulador está otra vez sobre la mesa.


    Margaret Thatcher

    El capitalismo no murió
    Pese a las frases altisonantes de políticos locales y extranjeros, para Adolfo Ablático, presidente de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresas (ACDE), “está claro que (en el mundo) no se han puesto en duda las raíces del sistema capitalista occidental: respeto a la propiedad privada, rol subsidiario del Estado en la economía, libertad de actuación dentro de marcos establecidos, aplicación de las leyes en todos los casos, estabilidad de las reglas de juego y otros principios de una sana economía de mercado en un marco democrático”.
    Fernando Straface, director del programa de Política y Gestión de Gobierno del CIPPEC (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento), destaca que en ninguna de las intervenciones de los Estados centrales “prevalece un discurso ‘estatista’”. “El razonamiento –sostiene– es que, en el corto plazo, el costo para la sociedad de que el Estado no rescate a empresas y bancos es mayor al de mantenerlas en funcionamiento a través de la inyección de capital”, pero esa presencia siempre “se enuncia como coyuntural”.
    El director de las carreras de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés, Marcelo Leiras, también advierte contra las conclusiones apresuradas: “Esta crisis no refuta la validez de ninguna teoría económica en particular, del mismo modo en que la prosperidad socialmente asimétrica e internacionalmente asimétrica tampoco probó que esas teorías fueran ciertas”.


    Ronald Reagan

    Obama no es Perón
    La crisis y el intervencionismo estatal en el mundo desarrollado les permitieron a algunos gobernantes exhibirse como orgullosa vanguardia. En la Argentina, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner dijo, entre otras cosas, que Barack Obama está haciendo lo que su marido Néstor Kirchner y ella están llevando a cabo desde 2003. Y que parecería que el estadounidense leyó a Juan Perón.
    Una lista rápida de empresas estatales argentinas incluye hoy algunas históricas (Canal 7, Radio Nacional), otras que el kirchnerismo reestatizó (Correo, Aguas, Aerolíneas, Austral), otras que creó (Enarsa, la aerolínea que nunca voló, LAFSA) y varias en las que el Estado tenía alguna participación (ferrocarriles, aeropuertos, control de cargas y equipajes, energía) o la adquirió con el traspaso de las acciones que manejaban las AFJP a la caja jubilatoria de la ANSES.
    Ablático no cree que haya que buscar en la Argentina similitudes con las estrategias de los grandes jugadores internacionales. Más aún, opina que “algunas de las medidas instrumentadas van a contramano de lo aconsejable, como la eliminación del régimen de jubilación privada, que restó confianza a los operadores económicos locales, o las insólitas trabas a las exportaciones agropecuarias, con la consecuente pérdida de credibilidad y mercados”.
    “En nuestro país –reseña Straface– el avance sobre algunas privatizadas se sustenta en una visión ‘revisionista’ de la conveniencia de haber privatizado esas empresas”. En muchos casos se puso énfasis en el fracaso de la gestión privada y, con la presunción de que el Estado es mejor administrador, se privilegió “la vuelta a manos estatales por sobre la mejora en la calidad y capacidad de enforcement de la regulación”.

    Ahí, pero ¿dónde, cómo?
    Esta claro que, desde 2003, la Argentina tiende a una mayor injerencia del Estado en actividades económicas. Ante una pregunta especifica, Leiras dice que sí, que la ola estatizadora responde al amplio margen de oscilación de las políticas argentinas. Para Ablático, el “fuerte desaliento a las inversiones” fue obra del “excesivo intervencionismo” pero también de “la volatilidad de las reglas de juego”.
    En la misma línea, Straface menciona el concepto de policy reversal (capacidad de revertir las políticas) y señala que son negativas tanto la extrema rigidez como la extrema volatilidad. Como ejemplo cita un estudio del BID que “muestra que no es tanto la orientación ideológica lo que provee el éxito, sino la calidad de su implementación, estabilidad, orientación a interés público y coordinación”. “El Sudeste asiático se industrializó con políticas proteccionistas y dirigistas, pero estables. En la Argentina –casi lamenta–, nos caracterizamos por una enorme capacidad de policy reversal y el resultado es que pocos se arriesgan a apostar a mediano y largo plazo”.

    El consenso de Washington bajo escrutinio
    Mas allá de similitudes y diferencias entre latitudes, en el mundo entró en discusión el Consenso de Washington, como señala Straface, “tanto en sus componentes (liberalización comercial, entrada irrestricta de capitales, equilibrio fiscal a cualquier costo, política monetaria restrictiva, privatización del conjunto de empresas del Estado) como en su prescripción irrestricta para cualquier país en desarrollo”.
    En ese debate, menciona a “intelectuales como Dani Rodrik, John Williamson (el que armó la lista de medidas y las denominó Washington Consensus) y Joseph Stiglitz, que plantean que la experiencia demuestra que los países que siguieron mas intensamente las recetas del consenso no se desarrollaron más que otros y que algunos de los ejemplos mas exitosos son países que no siguieron casi ninguna de esas medidas”, como China, India, el Sudeste asiático o Brasil.
    “La nueva teoría sobre el desarrollo –añade– plantea la necesidad de avanzar secuencialmente en la eliminación de las restricciones al crecimiento (Ricardo Hausmann y Andrés Velasco), teniendo en cuenta la economía política local, eligiendo sectores a promover y manteniendo prerrogativas de otros hasta tanto estén en condiciones de competir. Eso implica que ya no se sostiene una única receta sobre la propiedad de las empresas. Y el propio Williamson plantea que algunos servicios públicos deberían quedar en manos del Estado”.
    Sobre la propiedad de las empresas, Leiras señala que si bien “las organizaciones más sensibles a las presiones competitivas del mercado tienden a ser más eficientes, esa sensibilidad puede darse tanto en empresas administradas por el Estado como en empresas administradas por agentes privados”. Por eso resalta que la pregunta básica no es “¿quién administra?” sino “¿cómo hacer para que el que administra lo haga de un modo eficiente?”.
    En acuerdo con el consenso, el politólogo considera que “la fe desreguladora parece haber sido excesiva”. Pero al mismo tiempo advierte que “eso no quiere decir que una solución ‘keynesiana’ vaya a ser sencilla ni eficaz”. Y concluye: “Se nos quemaron los papeles y hay que volver a pensar con atención y sin prejuicios”.