Por Néstor Sargiotto
Foto: Gabriel Reig
Las retenciones móviles son el paraguas que eligió esta gestión para cubrirse del aluvión de divisas y de su impacto en la inflación. La volatilidad extrema verificada por el mercado de Chicago en los últimos meses puede terminar dando la razón a Martín Lousteau.
Esta volatilidad de los mercados internacionales de commodities pone a la Argentina ante un singular escenario de dos caras. Por un lado, la suba de los precios de los granos promete más ingresos por agroexportaciones, con su consiguiente impacto en la dinamización del resto de la economía. Por el otro, esos mismos precios internacionales desbordados pueden voltear la sustentabilidad del modelo de tipo de cambio sostenido, condicionando el desarrollo futuro de los sectores exportadores (tanto agrícolas como no agrícolas).
De alguna manera, se puede decir que hoy el modelo económico pende del mercado de granos de Chicago. Y lo más curioso del caso es que no importaría tanto si los granos suben o bajan, sino que no lo hagan de manera vertiginosa como se han comportado en los últimos meses.
Para entender mejor la complejidad de la situación, vayamos por partes.
Benditas retenciones
Las retenciones a las exportaciones agropecuarias han estado en el tapete desde hace varios meses. Demonizadas por unos, idealizadas por otros, lo real y concreto es que en el escenario macroeconómico de los últimos años cumplieron algunas funciones que no ameritan mayores discusiones.
Por caso, en la fase post-convertibilidad se reinstalaron con dos objetivos prioritarios. Por un lado, desacoplar los precios locales de los alimentos respecto de las cotizaciones internacionales, a fin de evitar el impacto inflacionario de la mega devaluación; y por otro, aportar una fuente de recursos frescos a las arcas fiscales, gravando a un sector beneficiado con una renta extraordinaria a partir del 3 a 1.
De “yapa”, cumplieron una tercera función (que la mayoría pasa por alto): morigerar el ingreso efectivo de divisas de exportación al mercado cambiario. Sin retenciones, el BCRA hubiera tenido que emitir mucho más moneda (o más deuda) para comprar dólares y mantener artificialmente el 3 a 1. Por cierto, para que esta tercera función se hiciera efectiva, el Estado nacional no sólo debía captar las divisas con los Derechos de Exportación, sino que tenía que abstenerse de volcarlas al mercado vía gasto público o coparticipación (algo que cumplió medianamente y que se tradujo en el fuerte incremento de las reservas del Central).
Así planteada la situación, se puede decir que las retenciones con alícuotas fijas operaron de manera bastante efectiva durante los primeros seis años del actual modelo económico (incluyendo los dos de Eduardo Duhalde y los cuatro de Néstor Kirchner).
¿Qué pasó en 2008 para que se decidiera cambiar de cuajo el sistema de alícuotas fijas, asumiendo el costo político de un áspero conflicto con el campo?
Cuestión de escala
A esta altura nadie desconoce en la Argentina que los precios internacionales de los granos vienen subiendo desde hace varios años. Lo que no todos han sabido mensurar es que la curva de incremento en las cotizaciones ha cambiado de escala, dejando fuera de foco herramientas compensatorias como las retenciones con alícuotas fijas, que hasta hace unos meses resultaban suficientes.
Basta analizar unos números para entender este concepto.
Entre 2001 y 2006, la cotización del maíz pasó de US$ 82 a US$ 110 por tonelada, con un salto de US$ 30 a lo largo de cinco años. La soja, en tanto, trepó de US$ 170 a US$ 228 por tonelada entre similares períodos (US$ 58 en cinco años).
Con alzas anuales de US$ 5/10 por tonelada en los principales cultivos, bastaba con corregir las alícuotas fijas cada 2 ó 3 años. O ni siquiera ello. Con el dólar anclado en 3 a 1 y una inflación interna leve pero sostenida, el incremento progresivo de las cotizaciones le servía al sector agropecuario para neutralizar la pérdida de competitividad del tipo de cambio.
Pero en 2007 el panorama comenzó a tomar otro perfil, fundamentalmente a raíz de un notable incremento en la volatilidad de los precios internacionales de los granos. En mayo, la soja llegó a US$ 269 por tonelada (US$ 59 más que la media de 2006) y en octubre se ubicó en US$ 356. También el trigo, el maíz y el girasol se mostraron con fuertes subas. Ello obligó al Gobierno a retocar las alícuotas fijas de los cuatro principales cultivos dos veces en un mismo año (mayo y noviembre), pese a que se trataba de un año electoral.
Claro que si a mediados de 2007 los mercados granarios parecían “recalentados”, la verdadera película que se venía comenzó a proyectarse a partir de setiembre (en simultáneo con la crisis subprime de las hipotecas estadounidenses) y explotó en enero-febrero del corriente año.
A fines de junio de 2008, el maíz llegó a US$ 280, con un salto de US$ 130 respecto de hace un año. En una semana subió más que en los cinco primeros años de Duhalde-Kirchner). La soja llegó a US$ 580 al concluir el sexto mes del año (¡US$ 300 más que la media de 2007!).
Híper-volatilidad
En el nuevo escenario de híper-volatilidad de los mercados granarios, cualquier esquema de retenciones fijas resulta ineficiente para resguardar al modelo económico de tipo de cambio sostenido frente a los vaivenes de las cotizaciones internacionales. Para muestra, volvamos a los números.
Con el maíz a US$ 280 por tonelada, mantener la retención fija de 25% que regía hasta marzo implicaría asumir un precio interno de alrededor de US$ 210, exactamente el doble que hace un año. Obviamente, un incremento en dólares de tal magnitud en el precio interno del cereal incidiría de manera directa en los costos de producción de los productos derivados, que en el caso del maíz comprenden de manera directa o indirecta a más de la mitad de los alimentos consumidos por los argentinos (carne, pollo, cerdo, leche, aceite, polenta, etc.).
Una retención fija de 30% (como propusieron algunos legisladores) amortiguaría circunstancialmente el impacto, pero bastaría con que el precio FOB subiera a US$ 300 para que la nueva alícuota reprodujera el escenario de los mismos US$ 210 de precio interno. Y una retención de 33% daría el mismo resultado con el simple hecho de que el maíz diera otro “saltito” hasta los US$ 315 por tonelada.
A todo esto, ¿qué pasaría si sube a US$ 350? ¿O a US$ 400? Hace un año, esta pregunta hubiese parecido un problema de ciencia ficción. Hoy ya no. De hecho, la posición diciembre (a futuro) en Chicago cerró en junio por encima de US$ 310.
Con el trigo pasa otro tanto, por lo que también el pan, la harina, los fideos y el resto de los derivados caerían en la volteada.
Demás está decir que la suba de los precios del maíz y el trigo no es mala en sí misma. Sería más grave que sólo la soja verificara las bondades del boom de los commodities, profundizando el monocultivo y la concentración de los agronegocios en torno a productos de bajo valor agregado y escasa captación de mano de obra, en detrimento de cadenas mucho más distributivas, como las de la carne, los lácteos y las agroindustrias que necesitan una producción abundante de cereales para funcionar.
El tema es que el maíz y el trigo ponen de manifiesto con singular claridad cómo pueden repercutir de manera directa en la sustentabilidad del modelo económico las bruscas oscilaciones de las cotizaciones internacionales, especialmente por su impacto en los precios de los alimentos.
En la práctica, asumir un salto anual de 100% en los precios internos de los principales granos implicaría un incremento de 40/50% en los alimentos, aun manteniendo los costos del resto de la economía en relativa estabilidad.
En un escenario de cotizaciones medianamente estables, incluso los precios internacionales actuales se podrían absorber con retenciones fijas mediante acuerdos entre las partes involucradas. Por ejemplo, si el maíz está caro, se le podría aplicar una alícuota extra para morigerar los valores internos, reorientar esos fondos para compensar los eslabones menos favorecidos de la cadena (industria avícola, cerdos, engordadores, etc.) y, de esa manera, amortiguar el impacto final sobre los precios al consumidor.
Pero el escenario dominante en el mundo no es precisamente de estabilidad. Y un salto de US$ 30 por tonelada en una semana daría por tierra con cualquier acuerdo de ese tipo.
El paraguas de Lousteau
La controvertida Resolución 125 abrió una polémica que ya lleva más de cuatro meses en la que el Gobierno y el campo prefirieron apelar a las frases hechas y lecturas maniqueas. Su autor, Martín Lousteau, cayó en la picota, recibiendo críticas y reproches desde ambos bandos en pugna.
Pero a esta altura de las circunstancias hay que empezar a reconocer que, más allá de las fallas técnicas de la resolución y los errores de manejo político y de comunicación del ex ministro, Lousteau tuvo al menos la virtud de anticiparse a un escenario macroeconómico muy complejo, derivado de la híper-volatilidad de los mercados internacionales.
Basta repasar la estructura de alícuotas móviles propuesta por la Resolución 125 para entender que, desde su origen, la preocupación de Economía estaba centrada, más que en la cuestión fiscal, en el impacto macroeconómico de una soja por encima de los US$ 600, el maíz superando los US$ 260 y el trigo pasando la barrera de los US$ 400. En los dos primeros casos, ese temor ya fue confirmado largamente por la realidad.
En base a ese diagnóstico, Lousteau elaboró la Resolución 125, que en la práctica imponía alícuotas confiscatorias de hasta 95% a partir de esos niveles de cotización (luego fueron retocadas en algunos rangos). De haber primado la preocupación fiscal, las retenciones móviles hubieran sido menos generosas en los rangos de cotizaciones moderadas-bajas (si bajan los precios también bajas los ingresos, sean alícuotas fijas o móviles) y más flexibles en las escalas superiores.
A juzgar por algunas declaraciones oficiales, no todo el Gobierno entendió demasiado el tema en un primer momento. La propia Presidenta destacaba la rebaja en la alícuota del maíz (inicialmente pasó de 25% a 24%, pero hoy ya está en 35%). Cualquiera sea el caso, la administración K se aferró a la Resolución 125 cuando asumió que era el paraguas que tenía a mano para cubrirse del aluvión de divisas y de su impacto en la inflación.
Martín Losteau
Desfile de modelos
En un contexto de precios internacionales con volatilidad extrema como el actual, lo que está en juego detrás de las retenciones móviles no es un peso más o un peso menos en la caja del Estado, sino la sustentabilidad misma del modelo económico de tipo de cambio sostenido.
Dicho de otra manera, si las retenciones fijas ya no sirven para evitar que los bruscos vaivenes internacionales se trasladen proporcionalmente a los precios internos, o el Gobierno implementa un mecanismo excepcional para neutralizar los excedentes, o el 3 a 1 queda a merced de lo que diga el mercado de Chicago.
Suena exagerado, teniendo en cuenta que se trata de un programa con 60 meses consecutivos de crecimiento, generosas reservas en el BCRA y una ratificación electoral en octubre pasado.
Pero la realidad indica que, ante una suba vertiginosa de las cotizaciones, o se mantiene formalmente el 3 a 1 y se traslada a los precios internos de los alimentos el incremento en dólares de los granos (en ese caso, la competitividad del tipo de cambio muere por inflación interna); o se deja desplomar el dólar en un escenario de altos flujos de exportaciones, favoreciendo que los alimentos mantengan sus precios en pesos (aun cuando aumenten en dólares).
De darse cualquiera de estas alternativas, la paradoja es que el campo sería uno de los mayores afectados por la caída del modelo tipo de cambio sostenido, dado su alto perfil agroexportador.
Para muestra, basta un último cálculo: Cinco puntos de retenciones en la soja equivalen a algo más de $75 por tonelada. El mismo impacto tiene una rebaja de 25 centavos en la cotización del dólar.