Embrujo porteño


    Foto: Gabriel Reig

    Buenos Aires atrapa. Tiene esa magia indefinida que atrae sin resistencia.
    Un poderoso imán urbano que conquista al visitante y –como el tango–
    hace volver al que se fue. Será el puerto, eterno receptor de las mentes
    con recuerdos.
    Si así no fuera, ¿cómo se explica que una pareja cocinera
    (él catalán, ella argentina) hayan mudado su restaurante del barrio
    más bonito de Barcelona a la calle Chile de San Telmo? Tal vez también
    sea cierto que esta ciudad une el amor con el encanto.
    Mientras, los sucesos nacionales se suceden con una vorágine que impide
    medir el tiempo. Las décadas pasan volando. Ya lejos quedó la
    famosa debacle de 2001, cuando Karina Navarro hizo las valijas y decidió
    montar su restaurante en la ciudad de su pareja, Oriol Mur. Un pequeño
    local muy bien montado en el coqueto barrio del Eixample, que bautizaron –misteriosamente–
    L’Embruix. Allí forjaron la profesión, y tras incubar un
    lustro de éxitos, el Río de la Plata ejerció su influencia.
    Abrieron en la primavera de 2007 con una propuesta clara pero variada: alta
    cocina mediterránea por definición, y catalana por tradición,
    con algunos platos de intérprete inspirados en su paisaje: el mar y la
    montaña.
    Se instalaron en la esquina de Chile y Piedras, una esquina de pasado gastronómico
    de postal porteña de lo que –por suerte– ya no queda ningún
    vestigio: hoy es un amplio espacio de perfil contemporáneo muy bien resuelto,
    con capacidad para noventa comensales, gracias a la magia de la doble altura.
    El ambiente recibe con buena acústica y sólido mobiliario: bienvenida
    civilizada a lo que bien podría ser un restaurante de categoría
    del mundo desarrollado. Luminoso de día y apacible de noche. Esta sensación
    de calidad continúa en la carta, seductora para algunos, novedosa para
    otros, centrada en los productos más representativos de la costa lejana
    del mar azul.


    Foto: Gabriel Reig

    Al sentarse se nota un respeto por el paladar porteño, sobretodo en la
    oferta (y la demanda) del mediodía, donde despachan dos versiones del
    menú ejecutivo, incluso con opciones de pasos, con sus variantes de precios.
    Hay para elegir, pues siguen las cartas: una de entrantes y principales más
    desarrollados, en clave de autor siguiendo las pautas mediterráneas,
    presentada en porciones suculentas (calcando la costumbre española de
    la mesa fuerte) y otro listado más, de Cuina Catalana tradicional,
    donde la chef Karina Navarro despunta con las versiones más conocidas,
    y de las otras. Es ésta la faceta más interesante, tanto por su
    factura como por la exclusividad de poder probar esta cocina en Buenos Aires
    (no olvidemos el restaurante del Casal de Catalunya, que aunque transita por
    los mismos sabores, su cocina es diferente).
    Entre las entradas de L’Embruix se destacan la Fideuà
    (famosa paella de fideos tostados con calamar y marisco –la hacen sólo
    para dos o más personas– a $30 por cubierto); la Esqueixada
    de bacallà
    (Bacalao con cebolla, tomate y morrones, $26); la Tosta
    d’escalivada amb anxoves
    (pan de campo tostado, con berenjena, morrones
    asados y anchoas, $28) y la Amanida Xatò de Vilanova (una ensalada
    de escarola con bacalao y salsa romesco –de pimientos, guindillas y ajos,
    emulsionada con aceite de oliva–, $23).
    Platos cargados de memoria, que cuentan la historia de esta dupla intercontinental.
    También sirven –entre los principales– el renombrado Suquet
    (un guiso sudado –cocido en su propio jugo– de mero y mariscos,
    con tomate, vino blanco y almendras, $40). Conejo al estilo del Empordá
    (demora 45 minutos, $45); Butifarra con alubias blancas ($35) y otras delicias
    del terruño, con productos locales. Todo un desafío.
    De la carta de autor se destacan –entre otras entradas– la Ensalada
    veraniega de gambas y flores ($20); los ravioles de sanfaina de bacalao (demasiados
    en el plato: un sabroso relleno en masa teñida con tinta de calamar,
    bien al dente, $26), un exótico Tempura de langostinos y pavo, $42);
    y la Sopa de pescador de la Costa Brava ($24).
    El listado de los principales despliega la variante de carnes de granja. El
    pato (magret, con texturas de mango, o confit, con manzanas al calvados) y el
    cordero (en roll con setas en su jugo, o chuletas al cava, con miel y soja)
    son protagonistas entre las otras de ciervo, cerdo y el ojo de bife nacional.
    No se entiende en los pescados el Lomo de salmón al roquefort (combinación
    competitiva), pero hay otras opciones (lenguado, abadejo en otras preparaciones),
    e incluso está presente la mentada merluza negra.
    La carta de vinos también es obra de sus creadores, de bajo perfil, que
    elaboraron sin asesoramiento de ningún tipo. Se dejaron llevar por el
    gusto de su conocimiento, desarrollado durante las vacaciones argentinas.
    Por eso, allí conviven sin presiones bodegas como Graffigna (de San Juan),
    Tacuil (de Salta) y de Mendoza, Catena Zapata y La Rural (usted la conoce más
    por una de sus marcas: Rutini). Las etiquetas mediáticas fáciles
    de pronunciar como las de Trapiche y Familia Zuccardi se mezclan con la de Viña
    Qaramy (Pachahuasi, corte de Malbec, Cabernet y Syrah); o las de las bodegas
    Bienvenuto (Milpiedras), Luis Segundo Correas (Las Acequias), o Tempus Alba.
    Los precios se ven exigentes, pero acompañan la calidad.
    Los postres siguen la línea del esmero de la triple propuesta (carta
    de día, catalana y de autor): un conjunto de opciones que el destino,
    sabio, tal vez decante.
    Pero si una palabra podría definir el pantallazo general de quien va
    por primera vez, esa es pasión. La misma que nació cuando estos
    dos cocineros, amantes culinarios, se cruzaron en una cocina anónima
    en Barcelona, para luego juntarse y montar la suya propia.
    Hoy los tenemos aquí, entre nosotros, en el confín menos turístico
    de San Telmo, ofreciendo su número, su embrujo singular.
    Es imprescindible conocerlo, por varias razones. La calidez y el confort del
    salón amenizan la comida, elaborada con respeto. El mismo con que abren
    el juego de variantes, según el plan en que se vaya. Un mediodía
    laboral, en pareja o con amigos, de día o de noche. En todos los casos,
    siempre se saldrá satisfecho.