Cuando Cristina Fernández de Kirchner, la presidenta electa de los argentinos,
dejó de festejar su triunfo y puso foco en la futura gestión de
gobierno, debió apuntar a los problemas reales del país que vino
soslayando durante la campaña: la inflación, la crisis energética,
la inserción del país en la comunidad financiera internacional,
la necesidad de inversiones, la inseguridad ciudadana, todas materias negadas
en la competencia electoral.
Antes que asuma el 10 de diciembre, seguramente se habrá intentado preparar
el terreno para negociar en firme con el Club de París por la deuda en
default, a fin de abrir el camino a la financiación de inversiones claves
para la oferta de energía y a la concreción de “argentinizaciones”
de paquetes accionarios como el de YPF y Esso, que tienen que ver con el control
de servicios públicos básicos para el desenvolvimiento de la economía.
La transición servirá asimismo para activar los cambios metodológicos
en la medición de los precios, que permitirán rehabilitar el “termómetro”
que oficiará de fiel de balanza del pacto social que se propone instrumentar
el gobierno entrante para apaciguar la carrera entre precios y salarios, con
el nuevo ingrediente que entrará en acción: las tarifas.
La normalización del Indec es un paso ineludible en la estrategia del
matrimonio Kirchner para fijar el punto de partida de la llamada puja distributiva,
con un horizonte de por lo menos tres años.
El “antes” de los convenios laborales que vencen en enero deberá
quedar absorbido por la pauta que arranque hacia delante, lo cual no será
una píldora de fácil digestión para los amigos sindicales
de la Casa Rosada.
De todos modos, los gremios industriales ya dejaron arreglada su compensación
por el desfase salarial de los acuerdos firmados antes de mitad de año
por el avance real de los precios y, por tanto, no harán sentir su presión
en las negociaciones que encabece la CGT.
Los empresarios, que salvo los rurales aceptan que la UIA lleve la voz cantante,
están dispuestos a cerrar trato en torno de una pauta de 10% para los
sueldos y los precios, siempre a condición de que sea serio y creíble
el índice que elabora el Indec.
El ministro de Economía y el presidente del Banco Central, Miguel Peirano
y Martín Redrado, ya estuvieron desparramando por los rincones del FMI
en Washington que tenían asegurada su continuidad con el casi seguro
triunfo de Cristina Kirchner en la elección, y que la idea era presentar
un plan económico con consenso social explícito que combinara
la defensa del crecimiento con la baja de la inflación.
Sería la carta de presentación oficial de la presidenta electa
ante las autoridades políticas del FMI y el Club de París, con
el propósito de allanar el camino hacia la refinanciación de la
deuda en default. La victoria electoral en primera vuelta y el acta de compromiso
con los sectores sociales constituirán el aval ofrecido a la comunidad
financiera internacional para que sea aprobada la refinanciación sin
que el país sea sometido a las auditorías de práctica del
organismo que ahora dirige Dominique Strauss-Khan.
Por lo demás, el gobierno seguirá contando con los superpoderes,
con el control del Consejo de la Magistratura y con la llave de paso para auxiliar
a las economías provinciales, amén de mayoría propia en
la representación parlamentaria.
Es previsible que en el primer año de gobierno de Cristina, el Congreso
se convierta más en un escenario de reacomodamiento de la oposición,
que de debate de leyes fundamentales.
La Casa Rosada continuará la tónica actual de ejercicio concentrado
del poder, aunque con formalidades legislativas que la actual senadora no descuidará,
al menos en los primeros tiempos.
La previsible presencia en el gabinete de los principales funcionarios de la
actual administración, como Alberto Fernández, Miguel Peirano,
Julio de Vido y Martín Redrado servirían para ratificar la impronta
vigente.
La marcha de la inflación y la duración de la tregua con los sindicatos,
además de la intensidad con que se manifieste la crisis energética,
regularán el paso de la oposición hacia un plano más protagónico
de la política, pero de la capacidad de articularse como no lo logró
para enfrentar en las urnas a los Kirchner dependerá su crecimiento.
El otro frente en los subsidios agrícolas
Un tema de vital importancia para la economía local, merecería
un seguimiento y un enfoque más completo e incisivo. Pero en la Argentina,
90% de las energías se ponen en cuestionar (o apoyar, según los
casos) las retenciones que el gobierno impone a las exportaciones agrícolas.
Desde una perspectiva, no basta con que nuestros productores tengan que competir
con otros productores (europeos y estadounidenses, por ejemplo) que reciben
miles de millones de dólares en subsidios, sino que además sufren
confiscaciones de parte del Estado. Desde el ángulo opuesto se recuerda
que nunca hubo mejores precios internacionales y que, al igual que ocurre en
todo el mundo con el petróleo, una parte de esa renta debe ser repartida
entre el resto de la sociedad, además de que en teoría, las retenciones
deben ayudar a mantener bajo control los precios internos.
A veces se cuela por algún resquicio el estado del debate en los países
que subsidian fuerte a sus productores, y las ásperas negociaciones entre
países exportadores agrícolas y los que defienden la producción
local.
Por ejemplo, la llamada que hizo George Bush al presidente de Brasil para que
este país acepte y convenza a otros aliados –como la India–
de aceptar las propuestas de Europa y EE.UU. para liberalizar el comercio mundial.
Lula no cedió, no hubo acuerdo y las negociaciones en la Organización
Mundial de Comercio siguen tan trabadas como antes.
Como lo sintetizó el canciller brasileño Celso Amorim: “No
hubo acuerdos pero no están cerradas las puertas. Estados Unidos tiene
interés en concluir la ronda de Doha (de liberalización del comercio
mundial). Pero todavía no detalló sus concesiones, como tampoco
lo hizo Europa, en el área de los subsidios agrícolas”.
Para los países industrializados “la flexibilidad” que ofrecen
a brasileños y argentinos, entre otros, ya son suficientes. Es decir:
deberían aceptar las demandas de apertura de sus mercados de bienes industriales
y servicios tal como les han sido formuladas por Europa y EE.UU. Pero el problema
de la liberalización comercial –tras otros dos meses de inútil
discusión– que se tramita en la Ronda de Doha, está en la
agricultura y no en el sector industrial.
Vence la ley agrícola
Lo que vale la pena observar –y detectar pistas para una estrategia de
fondo- es lo que pasa en Estados Unidos, donde la ley agrícola vigente
vence a fin de este mes y el Congreso está en pleno debate del texto
que habrá de sucederla.
Lo novedoso que acaba de ocurrir es que además del poderoso lobby agrario
que siempre se hace oír, esta vez hablaron los consumidores de alimentos.
Además de los grupos de interés –productores de trigo, de
maíz, de soja, de carne– que batallan también entre ellos
para obtener ventajas adicionales, aparecieron nuevos protagonistas.
Muchos estadounidenses han comenzado a preguntar por qué la ley agraria
está subsidiando el jarabe de maíz de alta fructosa y los aceites
hidrogenados cuando la tasa de diabetes y obesidad en niños está
más alta que nunca, o porqué la ley agraria avala la agricultura
industrial (con granos subsidiados) cuando los desechos de los feedlots están
contaminando el campo y, muchas veces, la oferta de carne.
Como dijo en su momento el presidente de la comisión de agricultura del
Senado, Tom Harkin: “Esto no es simplemente una ley agraria. Es una ley
de alimentos, y los estadounidenses que comen quieren tener participación”.
Pero por ahora, como el proyecto aprobado en julio en la Cámara de Representantes,
el producto del Senado es muy parecido a la ley agraria tradicional.
En primer lugar, la vieja guardia en ambas comisiones se las ingenió
para preservar todo el aparataje de los viejos y consabidos pagos directos,
pagos contra-cíclicos, préstamos de comercialización y
pagos para la deficiencia de préstamos que subsidian los cinco grandes
productos básicos –maíz, trigo, arroz, soja y algodón–
con una cifra del orden de los US$ 42.000 millones en cinco años.
El poderoso lobby también consiguió agregar un “programa
de desastre permanente” de US$ 5.000 millones (aunque desastre permanente
es una contradicción en sus propios términos) para ayudar a los
granjeros de las High Plains que se esfuerzan por cultivar en una zona de sequías
recurrentes y que obviamente no es el mejor de los lugares para hacerlo.
Cuando se considera que el ingreso del campo está en niveles récord
(gracias al boom del etanol, a su vez empujado por otro paquete de subsidios
federales); que la Organización Mundial del Comercio decretó que
varios de esos subsidios son ilegales; que el gobierno federal tiene un déficit
inmenso, aprobar una ley agraria de US$ 288.000 millones que garantiza miles
de millones en pagos a granjeros parece un desatino.
En el pasado se podría haber aprobado una ley agraria como ésta
sin problema. Pero la política de los alimentos ha cambiado. Si los consumidores
de alimentos se hacen oír, tal vez se obtendría una ley alimentaria
más que una ley agraria.