Lo más probable es un lento declive del dólar

    Casi todo el mundo coincidió en llamarla “turbulencia”.
    Ni crisis ni comienzo de una decadencia anunciada. Tal vez sea lo más
    acertado, o quizás es mera expresión de deseos. Lo cierto es que
    durante dos semanas de julio, descendieron abruptamente los índices de
    todas las Bolsas del mundo y se acentuó la depreciación del dólar
    frente a otras divisas.
    En la Argentina, también cayó el Merval, pero los inversionistas
    se desprendieron de bonos del país cuya cotización tuvo marcado
    descenso, al par que el valor del dólar pasaba de $3,10 a $3,20 (para
    retornar luego y estabilizarse en torno a $3,15).
    La explicación en todo el mundo fue interpretar lo que ocurrió
    como consecuencia del estado de la economía estadounidense y muy en especial
    del fin de la burbuja inmobiliaria. Ingentes pérdidas se registraron
    en actores económicos del mercado secundario de la deuda hipotecaria,
    que habían prestado alegremente cuando las viviendas tenían precios
    exorbitantes que ahora presencian un derrumbe.
    Entre nosotros, hubo otras interpretaciones. Por lo menos el presidente Néstor
    Kirchner responsabilizó a los que se desprendieron precipitadamente de
    bonos argentinos, impulsando su baja. Mencionó en especial a dos firmas
    alemanas, Dresdner y Allianz (que si vendieron hicieron algo absolutamente legal).
    Luego se intimidó a todos los inversionistas con el anuncio oficioso
    de que se requeriría a los bancos –en abierta contradicción
    con normas del secreto bancario– los nombres de todos los que vendieron
    bonos en ese período.
    No hay duda de que la caída en el valor de los bonos no favorece. Pero
    el alza del dólar, originado en causas externas, resultó muy conveniente
    desde la perspectiva oficial. En primer lugar devolvió competitividad
    a este modelo –erosionado por la creciente inflación– al
    par que permitirá aumentar el ingreso por retenciones y por ende el superávit
    fiscal.
    Obvio: no hay almuerzo gratis. A tales ventajas se le opone un inconveniente:
    el nuevo valor del dólar incentiva la inflación. Todo a la vez
    no se puede tener. Alto crecimiento y baja inflación no se llevan bien.
    ¿Fue nada más que pura especulación de los tenedores de
    bonos? Es cierto que en un contexto internacional como el descripto se produce
    el “flight to quality”. Los bonistas internacionales se
    desprenden de títulos de países emergentes y vuelven a los bonos
    del Tesoro de EE.UU.
    Pero hay algo más que solamente –siempre– ocurre antes de
    las elecciones presidenciales. Las firmas multinacionales ordenan a sus filiales,
    preventivamente, “cubrir posiciones”. Es decir, pasarse al dólar.
    Vender pesos y comprar dólares. Puede que el responsable local de una
    de esas firmas afirme que no es necesario, que no existe riesgo. No importa,
    no hay excepciones. Ocurre entonces algo parecido al “efecto manada”
    donde todos los que están en esa situación hacen lo mismo.
    Definitivamente, nada grave o irreparable para la economía nacional.
    Es que la clave entonces, como se viene advirtiendo desde hace largos meses,
    es lo que pueda ocurrir con la economía estadounidense.

    Qué clase de corrección
    El déficit de la cuenta corriente en Estados Unidos está en este
    momento en el orden de US$ 870 mil millones y crece sin pausa. Se calcula que
    para enjugar el déficit, diariamente ingresan al país US$ 2 mil
    millones. Los bancos centrales de muchos países –como China, Japón,
    India, Rusia– han acumulado reservas en dólares como nunca antes.
    Hay dos preguntas obligadas: ¿Cómo se corrige esta situación,
    en forma abrupta o con el llamado soft landing o aterrizaje suave?
    ¿Con mayor ahorro de los estadounidenses y mayores exportaciones, o con
    la simple devaluación del dólar?
    Las respuestas provisorias son: toda la intención es hacerlo en forma
    gradual, pero con paulatina depreciación de la divisa. En todo caso,
    la depreciación podrá ser gradual pero para compensar tamaño
    déficit, inevitablemente deberá ser pronunciada.
    Cuando eso ocurra, o a medida que ocurra, habrá sustanciales transformaciones
    en las corrientes de comercio mundial y diferentes consecuencias para los protagonistas.
    Con un dólar depreciado, Europa aumentará su demanda de servicios
    provistos por EE.UU. y encontrará atractivo otra vez construir plantas
    manufactureras en ese país. Para la mayoría de los países
    asiáticos, la nueva situación implicará la desaparición
    del superávit comercial, e incluso el surgimiento de un déficit
    ante un viejo rival que se ha tornado otra vez competitivo. Con la excepción
    de China cuyo superávit podrá disminuir, pero no desaparecer.
    El TLC, o tratado de libre comercio de América del Norte, presenciará
    cambios de importancia. México y hasta Canadá perderán
    ventajas y pasarán a comprar más productos del vecino. Con lo
    cual firmar un acuerdo de este tipo con Estados Unidos en la actual coyuntura
    tal vez sea para pensarlo dos veces.
    Ahora bien, si los grandes protagonistas del comercio mundial pierden o ven
    disminuida la importancia de su principal socio comercial, ¿qué
    intentarán hacer? Pues, reemplazar al comprador. Con lo cual países
    como la Argentina tendrán fuerte presión para aumentar sus compras
    externas.
    Este es un proceso que puede llevar de cinco a siete años, y que producirá
    un nuevo patrón de comercio internacional y cambios drásticos
    en lo interno de casi todas las economías nacionales.
    Los países asiáticos deberán gastar más, estimular
    su consumo interno, y tendrán recursos para educación, salud e
    infraestructura. Y dejarán de ahorrar en la forma de títulos expresados
    en dólares.
    Se calcula que con una depreciación del dólar entre 25 y 30% se
    podría nivelar el déficit de la cuenta corriente. Aun así,
    el déficit comercial de EE.UU. seguiría siendo importante. Pero
    también se vería compensado por los ingresos que le aseguran los
    activos que sus empresas mantienen en el exterior.

    Brasil, un imán que capta inversiones

    Mal que nos pese, nuestro principal socio en el Mercosur es el destino preferido
    de muchos inversionistas extranjeros. Sabemos que recibe un flujo de capitales
    mucho mayor al que arriba a nuestras playas. Lo que tal vez no hemos percibido
    en toda su dimensión, es que Brasil, junto con China, India y Rusia –sin
    considerar los países centrales–, es uno de los cuatro destinos
    favoritos para el capital foráneo (interesante para los que argumentan
    que la seguridad jurídica es el valor supremo. ¿Qué seguridad
    jurídica ofrecen China y Rusia?).
    Brasil es la economía más importante de América latina,
    es la undécima del planeta; las reformas de los dos últimos gobiernos
    están rindiendo sus frutos; el real se sigue apreciando frente al dólar;
    algunos desequilibrios se han corregido.
    La estabilidad política –a pesar de los avatares normales en la
    vida democrática de una nación– y ciertos éxitos
    en el combate contra la pobreza, además de las enormes dimensiones del
    mercado interno, han creado una percepción favorable para entusiasmar
    a empresarios extranjeros ávidos de encontrar un cuartel general desde
    donde penetrar en toda la región.
    La nueva realidad ha hecho olvidar décadas de proteccionismo, de subdesarrollo
    y pobreza extrema. Hoy tiene liquidez y reservas abundantes, baja inflación,
    crecimiento en alza, superávit comercial, y bajas tasas de interés.
    Hay problemas importantes que atacar. Uno de ellos es la gigantesca economía
    informal que se estima representa 40% del producto bruto y 50% del empleo de
    las áreas urbanas.
    Otro es el elevado gasto estatal, aunque los analistas admiten que buena parte
    de ese gasto está destinado a rubros sociales y a paliar la pobreza,
    campo en el que se han obtenido éxitos evidentes. Sin embargo, será
    necesario reducirlo para generar superávit que atienda el pago de la
    deuda y para recomponer una deficiente infraestructura.
    La tercera corrección que ganaría apoyos internos y entusiasmaría
    a los inversionistas externos, es lograr mayor eficiencia en el esclerótico
    sistema judicial.
    Por último, la infraestructura. La inversión en este campo, durante
    los 80 era equivalente a 3,6% del PBI. Actualmente es de apenas 1%. Hay que
    renovar y ampliar la red vial, los puertos, las plantas que generan energía,
    y todo el sistema de obras sanitarias y de provisión de agua corriente.
    Ésta es precisamente un área donde puede concurrir con interés
    el capital privado extranjero. M