Por Néstor Sargiotto y Jorge Freites
El tema ha generado encendidas polémicas, tanto dentro como fuera del propio sector, y cobra mayor fuerza en la medida en que se confirma que las posiciones más duras no surgen necesariamente de una dirigencia hostil hacia el modelo económico imperante, sino que en general parten impulsadas desde las propias bases de productores, justamente aquellos a quienes el contexto macroeconómico les devolvió una rentabilidad que hacía décadas no experimentaban.
Existe en el campo consenso respecto de que el sector carga sobre sus espaldas el costo de la recuperación del país, financiando con su esfuerzo un aparato burocrático ineficiente y electoralista, que sólo se acuerda del agro a la hora de recaudar.
En esa línea de pensamiento se aduce que las buenas nuevas de la coyuntura obedecen exclusivamente al excelente momento de las cotizaciones internacionales de los commodities y se advierte que el actual ciclo positivo puede dilapidarse por la falta de planificación a largo plazo, agravada por políticas antiagro, como las restricciones a la exportación o el intervencionismo en mercados como el de la carne.
Justo es decirlo, del otro lado de la vereda también suele apelarse a argumentaciones simplistas cuando se apuntan dardos hacia el campo. Una de las más citadas es la que posiciona a los productores rurales como abanderados del lobby devaluatorio que desencadenó la caída de la convertibilidad.
Entre una y otra postura hay un amplio abanico de elementos a considerar. Para comenzar a entender la realidad de un sector que se mantiene en pie de guerra mientras se apresta a sentarse sobre la mayor cosecha de todos los tiempos vale la pena repasar algunos números.
Buscando el techo
La campaña agrícola 2006/07 se perfila para llegar al récord de más de 90 millones de toneladas, con un crecimiento de 18% respecto al ciclo anterior y un alza acumulada de 70% en una década.
En conjunto, la actividad agroalimentaria podría alcanzar en 2007 la inédita cifra en exportaciones de casi US$ 25.000 millones, con un aumento de 24% en relación a 2006. Y dentro del segmento, los granos y sus derivados totalizarían operaciones al exterior por más de US$ 16.300 millones.
Es cierto que los precios agrícolas de la actualidad son empinados y permiten hacer una contabilidad rozagante. Pero no es menos verdadero que ninguna otra rama de la economía ha podido exhibir, a lo largo de la historia argentina, una influencia tan decisiva como el campo.
Basta recordar que en la temporada 1996/ 1997, las excelentes cotizaciones agrícolas le dieron aire a la Argentina de la convertibilidad para escaparle a las primeras dentelladas de la crisis y demorar su colapso hasta 2001.
La feroz recesión de comienzos de 2002 se pudo remontar gracias a las divisas que inyectaron las agroexportaciones, en una escalada que se apoyó sobre la soja. De ahí en adelante, el campo aportó mucho para que la Argentina registrara cinco años de crecimiento ininterrumpido.
El Banco Central pudo recomponer aceleradamente sus reservas después de que el país cancelara de una sola vez la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI). ¿Hubiera sido posible hacerlo sin las divisas que la entidad ha venido aspirando cada día en la plaza y que han surgido –básicamente– de las agroexportaciones?
Hoy las circunstancias son otras respecto a la debacle de 2001/2002 y un mundo ávido de alimentos y embarcado en la carrera de los biocombustibles refuerza el perfil estratégico del agro. Aunque es verdad que la soja se vuelve a convertir en la punta de lanza con una cosecha sin precedentes de 45 millones de toneladas, los mercados internacionales estás mostrando trasformaciones que revalorizan la posición estratégica de los granos de cara al futuro.
Por cierto, tal vez, la soja y el boom actual de los principales granos estén eclipsando la performance de otros cultivos como el tabaco, la caña de azúcar y las frutas y hortalizas que van superando sus marcas de producciones y de exportaciones.
Entonces ¿por qué se ha llegado a un nivel de enfrentamiento entre el Gobierno y el mundo agropecuario hasta el punto de los agravios y los paros? ¿Es razonable fustigar por “egoístas” a un conjunto de productores que cada año, sólo para sembrar y proteger a la soja, el maíz, el trigo, el girasol y el sorgo (por nombrar a los cultivos más conocidos) invierte una masa de dinero cercana a los US$ 5.000 millones? ¿Está condenada la Argentina a buscar el eje de su desarrollo económico desdeñando a un sector que explica la mitad de sus exportaciones? ¿Qué elemento de juicio está faltando para dar por sentado que es una nación especializada en generar alimentos?
En todo caso, las dudas parecen estar más en los niveles de decisión que en la ponderación del común de la gente. Según una encuesta realizada recientemente por Ipsos-Mora y Araujo, uno de cada dos argentinos opina que el sector agropecuario es el que impulsa principalmente el crecimiento económico nacional, muy por encima de otras expresiones productivas.
Desconocimiento
La frase “este año al campo le va bien” puede servir para pintar las coordenadas de la mentalidad argentina. Formada en una matriz urbana, tributaria mayormente de la cultura que emana desde Buenos Aires, siempre “el campo” ha sonado como algo abstracto, un universo extraño que está más allá de los límites de las grandes ciudades.
También ha contribuido en esa idea, la ignorancia y el anacronismo de ciertas visiones económicas. Si se mira bien, tanto la agricultura como la ganadería bovina de carne y leche, y la propia frutihorticultura, están diseminadas por toda la geografía nacional. Descendiendo un escalón hacia cultivos específicos como maní, algodón, poroto, uva y yerba mate –por citar a algunos– se conforman economías regionales que son el soporte de provincias enteras.
El campo, por lo tanto, es muchas veces, lisa y llanamente, el país. O, al menos, una porción constitutiva irremplazable. ¿Qué sería de la constelación de pueblos integrantes del armazón socioeconómico de Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires si no existieran las fábricas de maquinaria agrícola?, ¿o los centros de acopio y de agroinsumos?
No es descabellado pensar que el desarrollo agropecuario del interior vino a jugar el papel de una política de integración territorial y de distribución de ingresos nunca elaborada. El pleno empleo en las localidades vinculadas al campo ha sido el ancla que evitó mayores corrimientos poblacionales hacia las principales ciudades.
En este punto, algún economista podría argumentar que la Argentina quedó estancada en una producción primaria, que depende de la soja para subsistir y que no ha encontrado un escape hacia la evolución.
Sobre el tema, la dirigencia agropecuaria viene disparando sus municiones bajo la forma de datos que tratan de resaltar la importancia de la cadena agroindustrial, porque entiende que no se está diferenciando a los sectores vinculados a las manufacturas de origen agropecuario ni a los servicios relacionados.
En esa línea, se cita un trabajo del Banco Mundial donde se afirma que las actividades rurales conforman 12% del PIB de América latina, pero cuando se incluyen las agroindustrias, la participación se eleva a 21%.
Otro ejemplo está en la población relacionada con actividades y localizaciones predominantemente agroindustriales como ocurre en la Provincia de Buenos Aires. En ese territorio, el último censo determinó que 766.000 personas ocupadas por la agroindustria habitaban el área metropolitana de Buenos Aires y 2,5 millones lo hacían en el resto de la provincia. Significa que más de 3,2 millones de bonaerenses residen en zonas donde la cadena agroindustrial es el principal sector económico y perciben sus ingresos de esa actividad.
En estadísticas más amplias, el Foro de la Cadena Agroindustrial, formado por cerca de 40 entidades, indica que 56% de las exportaciones y 45% del valor agregado de bienes se nutre de los productos de la tierra y de su transformación. Y que la agroindustria emplea a más de un tercio de la fuerza de trabajo en la Argentina.
Estrategias ausentes
La falta de conciencia respecto al significado que el agro tiene para la Argentina, se traslada hacia los acontecimientos externos que repercuten aquí.
La nueva ola agrícola con precios subidos a la cresta presenta indicios estructurales que recién ahora se van develando en nuestro país.
El precio del maíz –que sorprendió a muchos– tiene fuerte raíces en el consumo que se está generando en varias partes del mundo (con Estados Unidos a la cabeza) para la producción de etanol, uno de los biocombustibles en elaboración para reemplazar a las naftas. Precisamente en Estados Unidos, la cantidad de cereal que se destina al etanol, superó por primera vez las toneladas involucradas en la exportación.
También la Unión Europea transita el camino de reemplazar los combustibles de origen fósil por aquellos obtenidos a partir de soja o colza.
El tema de los carburantes verdes no resulta ajeno para los asiáticos, porque la demanda está dejando atrás a la oferta de aceite de palma. Para este año, todo ese producto ya está colocado y no se sabe cómo se cubrirán los pedidos insatisfechos.
Esta tendencia estructural no fue debidamente analizada en la Argentina, como tampoco se prestó atención al creciente consumo internacional de carnes vacunas y de leche. Finalmente, el acople entre una demanda interna recuperada tras la crisis y una demanda externa que no para de aumentar, ejerció la inevitable presión sobre la economía local.
La Unión Europea redujo los subsidios a sus producciones y eliminó los stocks que afectaban al comercio. Rusia es hoy un comprador de primer orden de cortes bovinos. Brasil ya quedó en el tercer lugar de nuestros clientes de lácteos y ahora mandan Argelia y Venezuela.
Hay cambios de los últimos años que no han sido debidamente registrados para trabajar en programas específicos. En el año 1998, las exportaciones de lácteos representaban casi 14% de la producción interna de leche y 82% de las ventas externas se destinaba al mercado brasileño. El panorama se trastocó a partir de 2004, cuando el sector exportador empezó a captar más de 23% de la producción láctea interna en un escenario de alta diversificación de destinos. En 2006, las ventas externas se dirigieron a más de 100 países y Brasil representó apenas 10,9% de las exportaciones.
Por otra parte, producir carne y leche no es tan sencillo como cultivar soja. Los ciclos son de varios años para las vacas y de seis meses para un cultivo. Y si la rentabilidad es menor, el deslizamiento desde la primera actividad a la segunda es la consecuencia lógica. Tardíamente, el Gobierno nacional armó un plan ganadero y un esquema de subsidios para la lechería. No está mal la adopción de medidas, pero es bueno tener en cuenta que un stock ganadero estancado por años en torno a 50 millones de cabezas no iniciará un incremento sostenido de la noche a la mañana.
Con todo, no deja de ser un tironeo interno frente a una situación internacional por demás favorable para la economía argentina. Algunos especialistas afirman que el país está ahora 25% mejor que en los años 90 en términos de intercambio, vale decir, en relación del valor de los productos exportables con respecto al costo de los productos importables. Y también 50% mejor que en la década de los 80.
Esta coyuntura explica que la Argentina y otros países emergentes exportadores de commodities muestren un alto crecimiento.
Pase por caja
En la primera línea de fuego de la batalla que la dirigencia rural dirime con los funcionarios del Gobierno, un tema recurrente es el de la presión tributaria que pesa sobre el sector.
En el país existen unos 7.000 tipos distintos de gravámenes, contabilizando tasas y gabelas de escala nacional, provincial y municipal. Según los cálculos de las entidades agropecuarias, la carga tributaria que actualmente pesa sobre el agro duplica la media de la economía en general.
Por cierto, los gravámenes que repercuten con mayor crudeza en los números del agro son los denominados derechos de exportación, más conocidos como retenciones.
Anualmente, el fisco recauda unos $8.000 millones por esta vía, aunque el impacto para el campo es mayor, ya que las retenciones inciden sobre las cotizaciones de los granos en el mercado interno, aún cuando después no sean exportados. Es decir, el productor percibe un precio menor, independientemente de si ese grano se destina al mercado externo (y paga el derecho de exportación) o si se consume localmente.
De hecho, la principal razón que aduce el Gobierno para imponer las retenciones es la de mantener controlados los precios internos de los insumos agroalimentarios.
Para la óptica del campo, las retenciones son un despropósito, especialmente si se considera que el sector debe competir internacionalmente con países que, lejos de aplicar derechos de exportación, destinan cifras fabulosas a subsidiar a sus productores agropecuarios.
Los argumentos anti-retenciones del campo son contundentes, aunque también admiten algunas consideraciones. Por caso, además de su impacto positivo en el control de los precios internos, las retenciones y el conjunto de impuestos que abona el agro son pilares fundamentales de la solvencia fiscal que hoy presenta el Estado nacional. A su vez, el superávit de las cuentas públicas es el principal respaldo del modelo macroeconómico de tipo de cambio alto con relativa estabilidad.
Es decir, la eliminación de las retenciones no sólo generaría problemas inflacionarios en los alimentos, sino que impondría un serio condicionamiento a la sustentabilidad del modelo que tiene al sector agroalimentario entre sus principales beneficiarios.
Hilando más fino, el propio sistema de retenciones devuelve algunos beneficios al campo. Por caso, la lechería y la ganadería demandan maíz y otros insumos cuyos precios internos están recortados por los derechos de exportación. Mayor aún son los beneficios que reportan para el sector la política de retenciones sobre los combustibles. En la Argentina el precio del litro de gasoil se ubica aproximadamente $1 por debajo de lo que cuesta en países vecinos. Si se tiene en cuenta que producir y transportar una cosecha como la actual demanda unos 5.000 millones de litros de gasoil se deduce que el campo “recupera” a la hora de pasar por el surtidor una parte importante de lo que pierde con las retenciones granarias.
Cuestión de modelo
Desde el ámbito oficial, los argumentos agropecuarios son rebatidos con el hecho de que la salida del 1 a 1 les permitió a los productores triplicar sus ingresos y resolver las deudas que arrastraban desde el corsé de la convertibilidad. En este sentido, el Ministerio de Economía aduce que durante 2007, los ingresos del campo argentino se incrementarán en US$ 4.000 millones.
En este intercambio dialéctico, los dirigentes rurales retrucan que los impuestos podrían estar orientados hacia la inversión pública en infraestructura, en lugar de conformar una masa de dinero de US$ 2.500/ 3.000 millones que solventan los Planes para Jefas y Jefes de Hogar.
También han entrado en discusión los subsidios cruzados que se establecieron para que la industria procesadora de aves y cerdos no absorba el impacto del aumento en los precios del maíz y la soja, insumos básicos en la alimentación de los animales.
Retornó la histórica discusión sobre la transferencia de ingresos desde el agro hacia otros sectores de la economía, en una nueva versión de desvestir un santo para vestir a otro.
Daría la sensación de que siempre el campo y la agroindustria quedan a contramano del resto. ¿O es que hay un desfasaje originado en fallas estructurales de la dirigencia?
Al respecto, Manuel Mora y Araujo, al disertar en una conferencia organizada por instituciones agropecuarias, explicó que “la mayoría de los dirigentes políticos y sindicales viene del sector medio, por lo que, generalmente, el país es más sensible a las demandas de aquél. Sin embargo, en países como Chile, Brasil y Uruguay, parte de la dirigencia sale de los sectores más competitivos. Como antes en nuestro país la diferencia entre el sector más competitivo y el medio era escasa, no se notaba la diferencia: pero ahora sí”, remarcó.
Según Mora y Araujo, las personas que hoy carecen de medios y de capacitación, no pueden insertarse en un segmento competitivo como el agroindustrial. Y cita como ejemplo el hecho de que en la ciudad de Rosario hay 200.000 personas pobres, sin trabajo, mientras que a 100 kilómetros, en Armstrong, dentro de la misma Provincia de Santa Fe, falta mano de obra para las empresas de maquinaria agrícola. “El problema está en que los desocupados no califican para cubrir los puestos vacantes en Armstrong”, asevera.
Y si el campo se queja de la falta de reconocimiento que percibe por parte del Gobierno, Mora y Araujo le adjudica errores notables. “El sector agropecuario tiene un problema de falta de dirigencia capaz de comprometerse con el destino del país. Hay poca actitud de diálogo y de desarrollar proyectos comunes con el sector público”, considera.
“Es el sector más productivo del país, pero ve al Gobierno como si fuera algo que está, de la misma manera que el clima y la naturaleza; algo a lo que hay que adaptarse y que no se puede cambiar. No es consciente de que tiene la posibilidad de influir en las decisiones del Gobierno. Hay que abandonar la actitud gremialista de protesta para generar propuestas y participar en la toma de decisiones”, enfatiza.
En ese cuestionamiento de una “dirigencia incapaz de comprometerse con el destino del país”, hay que anotar la actitud de algunos referentes instituciones gremiales de fuste en el campo. Por ejemplo, Analía Quiroga, dirigente de Confederación de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y La Pampa (CARBAP), plantea sin medias tintas que se debe dejar el mercado interno librado al libre juego de la oferta y la demanda. “Si queremos ser un país en serio, debemos permitir que la carne se exporte libremente a los mejores precios que se puedan conseguir”, sostiene Quiroga, dejando expuesto el flanco para las críticas respecto a que cierta dirigencia sólo piensa en sus bolsillos y no en el interés común.
De paso, es otra muestra de las dificultades que tiene la Argentina para articular consensos entre intereses sectoriales y darle así una solución al doble requerimiento de una canasta básica alimentaria para la demanda interna y de un negocio agroexportador de promisorias perspectivas.
Es en extremo difícil imaginarse un entendimiento estable en el tiempo con una política oficial de “garrote” corporizada en el secretario de Comercio Guillermo Moreno y en directivos ruralistas que proponen medidas de fuerza por más de 10 días sin enviar hacienda a los mercados. Ni maltratos ni desplantes pueden ser la base de un programa serio en cualquier casillero de la economía.
No es posible en la realidad que hoy vive la Argentina, cerrar todos los grifos de exportación cada vez que el precio internacional de un producto sube, ni tampoco resulta viable –se quiera o no– eliminar de un plumazo las retenciones, como exigen –en condición de requisito innegociable– algunos referentes del agro para entablar el diálogo.
También es necesario que se resuelvan las contradicciones internas a lo largo de ciertas cadenas agroalimentarias, como las de la carne y la leche. La Argentina ha llegado a esta altura de los acontecimientos sin ningún modelo exitoso de integración, por ejemplo, entre la producción lechera primaria y la industria. O sin un plan presentado por ganaderos y frigoríficos para cubrir el mercado interno y usufructuar las oportunidades de exportación, evitando fogonear los impulsos inflacionarios. Como si la historia se empecinara en abrir más puertas, en lugar de clausurarlas, el negocio de la carne y la leche promete crecer en el comercio exterior en 2007.
¿Cuántas veces más las oportunidades golpearán las puertas de la Argentina para que termine de definir qué quiere hacer y cómo debe hacerlo? M