Ilustración: Agustín Gomila
La mayoría de los analistas consideran que, al contrario de lo que ocurría
en tiempos de la convertibilidad, no es necesario mantener el nivel de reservas
que actualmente custodia el Banco Central. En esto coinciden en grandes líneas,
economistas de todo el espectro ideológico.
Lo que no quiere decir que no sea conveniente y hasta recomendable, bajo ciertas
circunstancias.
El eje central de la política económica oficial es mantener el
dólar alto. Buscará que la actual situación se prolongue
todo lo que sea posible para favorecer el desarrollo de la producción
industrial, como ha venido ocurriendo en los últimos cuatro años.
Es el mecanismo apto para generar superávit fiscal y afrontar los pagos
de la deuda.
El año pasado, el Presidente sorprendió –tal vez con la
única excepción del cobrador– al resolver pagar al FMI en
forma anticipada, y el total de lo adeudado. Así, las reservas de algo
más de US$ 28 mil millones cayeron por debajo de los US$ 20 mil millones
con el pago de US$ 9.700 millones al organismo internacional.
El Presidente Kirchner prometió entonces que en 12 meses el nivel de
reservas volvería al punto original. Y cumplió sobradamente. En
octubre, ya se habían alcanzado los originales US$ 28 mil millones.
Sin embargo la cosa no para aquí. El gobierno ya se había fijado
una meta de US$ 30 mil millones en reservas. Pero según un documento
del Banco Central el nivel adecuado es de US$ 32.500 millones.
¿Cuál es la explicación del ente emisor? En el caso de
la Argentina, el nivel de reservas debe contemplar: las divisas necesarias para
pagar importaciones, más lo requerido para el pago de la deuda, y además
–la pieza clave– el seguro contra probables crisis. Con la combinación
de estos criterios, las reservas podrían estar en algún punto
entre US$ 32.846 y US$ 41.527 millones, según este documento del Central.
De modo que la política de acumular divisas va para largo.
La discusión –ante el hecho consumado– se orienta hacia quién
debe acumular las reservas, y en el caso del Central, si un exceso en esta actividad
no puede traer serias complicaciones. El peso de la compra de divisas lo ha
llevado el ente que preside Martín Redrado. Como contrapartida debió
emitir deuda interna para esterilizar los pesos que utiliza para comprar dólares.
Esa deuda crece, y por lo menos 35% de las reservas deberían servir para
respaldarla.
Otros analistas, inquietos por el futuro del ritmo inflacionario, sugieren que
sea el Tesoro (utilizando los pesos del superávit) quien compre los dólares
y los conserve en el famoso fondo anticíclico de cuño keynesiano
que anunció Roberto Lavagna pocos días antes de su renuncia, y
cuya existencia actual es, por decir lo menos, vagorosa.
El debate se ha centrado en si es bueno o malo acumular tantas reservas y además,
si debe hacerlo exclusivamente el Banco Central.
Tal vez más importante es develar otra incógnita: ¿para
qué se quiere este nivel de reservas; qué piensa hacer el Gobierno
con ellas?
Quienes conocen a Néstor Kirchner desde su época como gobernador
de Santa Cruz, sostienen que su verdadera obsesión es la caja, contar
con recursos asegurados que lo pongan a salvo de sobresaltos.
En esa línea cobra fortaleza el argumento de tener un seguro importante
contra cualquier crisis, financiera o económica, que golpee a los países
emergentes, o incluso a los más poderosos. Esta es la opinión
que tiene consenso.
Si bien las crisis internacionales suelen resistirse a los pronósticos,
lo cierto es que nadie relevante en el mundo económico advierte la inminencia
de una turbulencia de magnitud, especialmente ahora que las opiniones tienden
a coincidir en que la economía de Estados Unidos hará un suave
aterrizaje, ayudada por el nivel de crecimiento sostenido en Asia e incluso
en Europa.
Entonces, ¿hay lugar para otra hipótesis? Puede ser. Para alguien
que valora un alto nivel de reservas fue arriesgado el paso dado el año
pasado al pagar al FMI. Otro riesgo se podría correr con mayor motivo
en un año electoral, donde una sola medida puede impactar emocionalmente
al electorado. ¿De qué manera? Por ejemplo, comprando 51% de YPF
y retornándola a la esfera estatal. Hay especialistas que calculan el
valor de YPF (no el de Repsol en su conjunto, que es mucho mayor) en US$ 18
mil millones. Quiere decir que con un desembolso de US$ 9 mil millones se podría
hacer historia. Una tentación muy atractiva para este elenco oficial.
El reparto de la renta petrolera
Que el secretario de Comercio y vigilante supremo de los precios sea un personaje
pintoresco, no autoriza a tomárselo a la ligera. Vale la pena intentar
entender lo que busca y adónde quiere llegar.
En pocos casos esta afirmación es tan pertinente como cuando se analiza
el abastecimiento de combustibles. Es cierto que todavía no hemos visto
“llover gasoil”, pero a cambio hemos visto otras cosas interesantes.
El meollo de la cuestión –que está lejos del área
de Comercio– es la distribución de la renta petrolera.
Para decirlo en términos sencillos: si una empresa extrae un barril de
crudo que tiene un precio de US$ 20 con un costo de US$ 10, tiene una ganancia
de US$ 10. Pero si con el mismo costo lo vende a US$ 60, tiene una renta petrolera
de US$ 50.
Este salto en la porción que retienen las empresas petroleras es lo que
despertó el apetito de Evo Morales –y en menor medida de Hugo Chávez,
ya que casi toda la industria está nacionalizada– y su afán
por repartir el ingreso adicional de manera distinta.
En la Argentina, se le han impuesto a las empresas retenciones a las exportaciones
–un mecanismo que en principio es odioso– que podrían tener
alguna justificación momentánea en este contexto de reparto de
la torta adicional.
Lo que Guillermo Moreno dice –aunque a veces recurriendo a metáforas
y desplantes poco felices– es más o menos esto: “Yo no les
toco más la renta petrolera, que ahora es bien significativa. Pero ustedes
me aseguran que no faltará gasoil. Y si es preciso lo importan a pérdida,
porque para eso disfrutan del margen que tienen hoy.” O dicho de otra
manera: reduzcan un poco su participación en la renta, importando gas
oil a pérdida, o de lo contrario tomaremos medidas más drásticas
que les van a doler más.
Lo cual tiene su lógica –aunque no se comparta el criterio–
con empresas que producen y exportan crudo, como Repsol YPF y Petrobras. Pero
no es el caso de Shell que solamente actúa en refinación y exporta
naftas (y que sostiene que opera a pérdida). Tal vez eso explica el discreto
silencio de los productores de crudo y su actitud de colaborar; y también
el empecinamiento de Shell que prueba los límites de lo que puede hacerse
en lo que supuestamente es un mercado libre, sin restricciones.
El verdadero problema, que entre tanto fuego de artificio se está escamoteando,
es: ¿vamos a un agotamiento de la renta petrolera en el país?
¿Están tan maduras las cuencas que a pesar de que en el futuro
haya mayor exploración y perforación, deberemos resignarnos a
importar petróleo?
La derrota, en la bonanza, duele doble
Algo extraño ha sucedido en el último mes. Por primera vez desde
que asumió el gobierno hace tres años, Néstor Kirchner
ha perdido la formidable iniciativa política que desplegó desde
el primer día de gestión y que le permitió acumular una
enorme dosis de poder.
Más extraño todavía es que ello suceda en momentos de bonanza
económica casi sin precedentes. En medio de la abundancia de buenas noticias
económicas, se ha visto a un Presidente –y a su equipo– desconcertado,
como si hubiera perdido el rumbo.
Primero fue la acusación –errónea y desmedida– contra
el periodista Joaquín Morales Solá. El silencio total fue la respuesta
cuando el veterano columnista desmintió haber escrito el texto que el
propio Kirchner le había atribuido.
Luego la derrota ante la opinión pública: por más empeño
que se puso la población del país cree que hay y que habrá
una crisis energética, aunque el gobierno ponga énfasis en negarlo.
La carta fuerte jugada a favor de la reelección indefinida del gobernador
de Misiones y los embates contra la Iglesia, fueron un bumerang. Ganar
por poco margen equivalía a una derrota, y una victoria contundente estaría
siempre sospechada de fraude. Pero el escenario fue peor de lo imaginado por
los encuestadores: un fracaso sin atenuantes en el intento del gobernador misionero
de perpetuarse en el poder.
Antes había ocurrido el increíble episodio de San Vicente: bandas
antagónicas de sindicalistas peronistas se trenzaron en una gresca, donde
hubo tiros, pedradas y golpes de todo tipo. Algo que todos suponen que el Presidente
podía haber evitado, al menos si lo hubiera previsto.
Pero lo más grave es de lo que menos se habla. Algo que deja profunda
inquietud sobre cuánto aprendió nuestra sociedad en las últimas
décadas: la desaparición en democracia del albañil y testigo
Jorge Julio López.
Como dijo con inigualable maestría Tomás Eloy Martínez
en La Nación:
“A pesar de la importancia de la desaparición –de cualquier
desaparición, sobre todo si se trata del testigo clave en un juicio por
crímenes y tormentos–, en la Argentina se oye hablar poco de Jorge
Julio López, el albañil de 77 años que se desvaneció
en el aire de Buenos Aires en algún momento del 18 de septiembre de 2006.
El propio Presidente Néstor Kirchner no actuó a la altura del
daño ocasionado a los valores republicanos. Su gobierno ha enarbolado
la bandera de los derechos humanos y la revisión del oscuro pasado argentino.
Es una cuestión de reparación y de justicia. La desaparición
de López, sin embargo, es una cuestión de Estado, y de las más
serias, porque sucede cuando se supone que las garantías de la democracia
están en pleno vigor.
La defensa de los derechos humanos es obligación de todos. ¿Lo
entiende así el Presidente? A la vez, su peligrosa acumulación
de un poder más y más hegemónico ha despertado a las fuerzas
más retrógradas de la comunidad. Si todo lo que sucede en la Argentina
se hace por él o contra él, ¿en cuál de esas dos
orillas se sitúa la segunda desaparición de un ciudadano que regresó
de un pasado de muerte? Y, en fin, ¿a quién protege la democracia?”
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