Chile: el falso milagro

    Por Daniel Alciro

    El Premio Nobel de Economía Milton Friedman (1976) puso de moda, años atrás, el presunto “milagro chileno”.
    Se refería al crecimiento con estabilidad, que Chile alcanzó en los años 80, mientras el estancamiento y la inflación atormentaban al resto de Latinoamérica.
    Durante mucho tiempo, esos logros fueron atribuidos a los Chicago Boys. Se trataba de monetaristas chilenos, que ostentaban masters y doctorados obtenidos en la Chicago University: un prestigioso centro académico cuya Escuela de Economía dirigía, desde 1960, el propio Friedman.
    Varios boys –entre ellos, el más destacado Hernán Büchi, ministro de Hacienda– ejercieron influencia sobre el general Augusto Pinochet. Bajo la influencia de esos discípulos de Friedman, el dictador:
    • Privatizó actividades que, hasta entonces, estaban a cargo de empresas estatales deficitarias: el acero (CAP), la electricidad (Enersis, Endesa), las telecomunicaciones (Entel, CTC), el azúcar (Iansa) y la aviación comercial (Lan Chile).
    • También privatizó la insolvente seguridad social.
    • Dio de baja a maestros y profesores.
    • Recortó jubilaciones y pensiones.
    • Como consecuencia, pudo rebajar impuestos, dejando más recursos en poder del mercado.
    • Para favorecer a la empresa privada, abolió el salario mínimo y recortó los derechos sindicales.
    El resultado de esa política fue la expansión de Chile, que creció a razón de 5% por año en el período 1985-1996, virtualmente sin inflación.
    Sin embargo, Alice Amsden, del Massachussets Institute of Technology (MIT), subraya que Chile no logró convertirse en un NIC (New Industrial Country), como sí lo hicieron algunos países del sudeste asiático.
    Amsden –quien ha estudiado la industrialización acelerada que se dio en la periferia de Japón– no cree que haya existido un “milagro chileno”.
    Chile habrá manejado discretamente su economía, pero sigue dependiendo de la producción primaria.
    Corea del Sur, por el contrario, tuvo una política industrial que la llevó de la miseria al poderío. En 1966, dos tercios de su población era rural, y el país apenas producía arroz y tungsteno. Treinta años más tarde, exportaba electrónica al mundo.
    Según Amsden, la diferencia es clara. Corea no siguió las políticas monetaristas de Chile. Tuvo, en cambio, una política industrial. El Estado intervino en los precios para estimular la inversión y el comercio. Hubo empeño en disciplinar al capital, más que al trabajo: precios tope, control sobre el flujo de capitales y subsidios condicionados a la productividad y competitividad.
    Para sintetizar tal política, Amsden dice que el Estado coreano “alteró deliberadamente los incentivos para que perseguir las metas de desarrollo a largo plazo fuera más lucrativo que buscar las ventajas del corto plazo”.
    Estrategias similares se aplicaron exitosamente en otros países de la región (como Taiwán y Singapur), constituyendo, en esos casos sí, un modelo.
    Tales economías demostraron cómo se sale rápidamente del subdesarrollo: a través de una industrialización inducida, que se orienta a la exportación de valor agregado.

    Puntos a favor
    No es que a Chile le falte mérito.
    Será un signo de debilidad que, hoy, el cobre represente un tercio de sus exportaciones. Pero, tres décadas atrás, representaba dos tercios.
    Será un signo de precariedad que, hoy, 19% de los chilenos estén bajo la línea de pobreza. Pero, tres décadas atrás, orillaban la mitad de la población.
    Sus exportaciones de valor agregado serán muy modestas, comparadas a las de los NIC. Pero, tres décadas atrás, la economía chilena era cerrada. Hoy, el país tiene acuerdos de libre comercio con NAFTA, la Unión Europea, AELC, China y Corea del Sur.
    Por otra parte, Chile creció cuando los precios de las materias primas estaban en baja: una incipiente diversificación le permitió repartir riesgos y aprovechar nuevas oportunidades.
    La economía chilena, en fin, ha sido gestionada con prudencia y eficacia.
    Es la “calidad institucional” de la que hablan muchos.
    El presidente del Banco Central de Chile, Vittorio Corbo, la desgrana de esta manera:
    1. Cumplimiento de los contratos.
    2. Derechos de propiedad bien definidos.
    3. Autonomía del Banco Central.
    4. Transparencia presupuestaria.
    5. Adecuada supervisión del sistema financiero.
    6. Regulación para la participación del sector privado en proyectos de infraestructura.
    7. Libre competencia.

    Eso no alcanza
    Con todo, Chile sigue siendo un país subdesarrollado.
    Depende, como destaca Amsden, de la producción primaria.
    No está aprovechando, siquiera, una oportunidad para impulsar nuevas industrias. La fortalecida demanda internacional –resultado del dinamismo que muestran hoy Estados Unidos, Europa, Japón y China– podría financiar tales industrias.
    Esa demanda ha provocado un alza de las materias primas: un fenómeno que ha hecho crecer a toda Latinoamérica. Hay varios países que han llegado a tasas anuales sorprendentes; como Uruguay, que se ubicó en 11%. Y hasta Haití crece.
    En este contexto, Chile no apura la reestructuración de su economía.
    Su crecimiento, incluso, se ha desacelerado.
    Mientras la Argentina crece a razón de 9%, Chile ronda el 5.
    El propio Corbo reconoce que, “para crecer a tasas mayores, su país enfrenta varios retos”:
    • “Capital humano: cobertura preescolar, educación de calidad en todos los niveles; capacitación laboral”.
    • “Innovación tecnológica, investigación y desarrollo”.
    • “Eficiencia: menor burocracia, flexibilidad laboral y mercado de capitales”.
    • “Infraestructura”.
    Esto no se logra de la noche a la mañana y, lo que es peor, no puede conseguirse como condición previa al desarrollo estructural. Es el resultado de una interacción.
    Chile no ha hecho lo mismo que los países del sudeste asiático: no se ha preocupado de vincular al capital, el aparato científico y las grandes empresas para desarrollar nuevas ventajas competitivas, con valor agregado.
    Es eso lo que genera la necesidad (y la posibilidad) de mejores recursos humanos, mayor innovación y eficiencia.
    Al no haber hecho nada de eso, Chile es más vulnerable de lo que parece.
    Una caída del precio internacional del cobre lo colocaría hoy en una situación difícil.
    No podría compensarla con mayores ventas de vino, frutas y hortalizas.
    La economía chilena sigue siendo módica.
    El ingreso per cápita (PPP) de Hong Kong es de US$ 32.900. El de Taiwán, de US$ 27.600. El de Corea, de US$ 20.400.
    Chile tiene un ingreso per cápita de US$ 11.300, inferior al argentino (US$ 13.100).
    Sin embargo, en la Argentina muchos plantean que deberíamos “imitar” a Chile, con la aspiración de “alcanzarlo”.
    En verdad, vale la pena imitar su continuidad y calidad institucional, pero poner ambas cosas al servicio de una ambiciosa política de desarrollo inducido.

    Chile vs. Singapur

    Codelco, la cuprífera N°1 del mundo

    Flor de estatismo

    El Congreso chileno votó (por 102 votos a favor y una abstención) una declaración contra la hipotética privatización de Codelco. Una encuesta realizada por MORI, mientras tanto, mostró que 83% de la población se oponía al cobre privado.

    Codelco es un monopolio estatal puro.
    No hay, en esta empresa, una sola acción privada.
    El directorio lo preside el ministro de Minería y lo integra el ministro de Hacienda, más otros tres directores designados por el Presidente de la República.
    Así se maneja la cuprífera N° 1 del mundo, con una producción anual de 1,83 millones de toneladas de cobre fino (2005) y 20% de todas las reservas del mineral que se han detectado en el planeta.
    La producción de Codelco representa más de 7% del Producto Interno Bruto (PIB), y un tercio de las exportaciones del país.
    El año pasado, a raíz de algunos casos de corrupción, comentaristas sin mucho peso sugirieron que convendría emitir acciones y poner 5% de Codelco en el mercado, para facilitar el control público y la transparencia.
    Fue suficiente para que todos los políticos –tanto de izquierda como de derecha– salieron a jurar que jamás cometerían semejante herejía.
    “Codelco es la empresa más grande, es de todos los chilenos y tiene que seguir siendo de todos los chilenos. No a la privatización”, dijo la actual Presidente, la socialista Michelle Bachelet.
    La derechista Alianza por Chile también se pronunció contra la privatización de Codelco. La Alianza está encabezada por la Unión Demócrata Independiente (UDI), cuyo líder Joaquín Lavín ya se había comprometido –en su fallida campaña presidencial de 1999– a mantener el monopolio estatal del cobre. El año pasado, el vicepresidente de la UDI, senador Andrés Chadwick, insistió: “Ninguno de nosotros tiene la voluntad de privatizar Codelco; por el contrario, en la UDI, todos somos contrarios a la privatización de Codelco”.
    El otro partido de la Alianza, Renovación Nacional (RN) también se pronunció a favor del monopolio estatal.
    El Congreso chileno votó (por 102 votos a favor y una abstención) una declaración contra la hipotética privatización de Codelco.
    Una encuesta realizada por MORI, mientras tanto, mostró que 83% de la población se oponía al cobre privado.
    El estatismo cuprífero es parte de una verdadera política de Estado, sostenida a través del tiempo por gobiernos de distinto signo.
    El dictador populista Carlos Ibáñez del Campo promulgó en 1958 una ley reservada, la 13.196, por la cual un tributo especial –que recaía sobre las multinacionales cupríferas– se destinaría al financiamiento de las fuerzas armadas.
    En el casi medio siglo transcurrido, la canonjía no ha sido eliminada.
    El democristiano Eduardo Frei Montalva “chilenizó” el cobre en 1966, obligando a las multinacionales a ceder 51% de sus acciones al Estado.
    El marxista Salvador Allende impulsó la reforma constitucional de 1971, que nacionalizó el mineral. El artículo 10 de la Constitución quedó redactado así: “Por exigirlo el interés nacional, y en ejercicio del derecho soberano e inalienable del Estado de disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales, se nacionalizan y declaran por tanto incorporadas al pleno y exclusivo dominio de la Nación las empresas extranjeras que constituyen la gran minería del cobre”. Los bienes y las instalaciones de estas empresas pasaron a ser propiedad del Estado de Chile, que creó distintas sociedades para operar las minas.
    La coordinación de esas distintas unidades de producción quedó a cargo de la Corporación del Cobre (Codelco).
    Quien transformó a Codelco en un monopolio estatal, en 1976, fue el dictador anticomunista Augusto Pinochet. La corporación –minera, industrial y comercial– se quedó con todos los yacimientos existentes.
    Además, Pinochet ratificó la ley reservada de 1958 y estableció, por la actual ley 18.455, que las fuerzas armadas debían recibir una “comisión” de 10% por cada exportación de cobre.
    No sólo eso: los militares tienen un mínimo garantizado: su tajada no puede ser nunca inferior a US$ 90 millones de 1973, reajustables según índice de precios al por mayor en Estados Unidos.
    Ni los democristianos Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle, ni el socialista Ricardo Lagos, han modificado esta norma. Todos respetaron el monopolio estatal del cobre, y la comisión de las fuerzas armadas.

    Desigualdad social

    “La desigualdad de ingresos [en Chile] permanece alta”.
    Teniendo en cuenta quién lo dice, debe ser muy alta. El juicio, en efecto, pertenece al Fondo Monetario Internacional: un organismo que no se destaca precisamente por su espíritu justiciero.
    El 2 de agosto, el Directorio Ejecutivo del FMI elogió, como es su costumbre, la economía chilena. Pero no pudo omitir una referencia a la inequidad.
    Según el Informe de Desarrollo Humano 2005, publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Chile es uno de los 15 países con mayor desigualdad en la distribución del ingreso.
    En una tabla mundial sobre igualdad distributiva, que encabeza Dinamarca, Chile aparece en 113° lugar.
    Las posiciones dependen del índice de Gini: una medida de igualdad/desigualdad, creada por el matemático italiano Corrado Gini.
    Teniendo en cuenta varios factores, se mide la distribución del ingreso desde la igualdad absoluta teórica (0, que se daría si todos los habitantes recibieran exactamente el mismo ingreso) hasta la desigualdad absoluta teórica (100, que se daría si uno recibiera todo y los demás nada).
    De hecho, lo que se observa es cuán encima (o debajo) del punto medio (50) está un país.
    Dinamarca, campeona de equidad, se ubica bien abajo: tiene 24,7.
    En el otro extremo, Namibia –el país más desigual del mundo– está muy arriba: 70,7.
    Chile figura con 57,1; peor que la Argentina, que está en 52,2.
    El salario de 10% de los chilenos que más ganan, es 41 veces mayor que el de 10% que menos gana.

    Liberalismo y contradicciones

    Todo sea por el negocio

    El gobierno chileno no sólo reguló la tasa de interés: mantuvo (hasta la flotación, en 1999) un dólar artificialmente alto, que procuraba favorecer las exportaciones y restringir las importaciones.

    La política económica chilena ha sido glorificada por los mismos que se deshacían en elogios a la Argentina de los 90.
    El caso argentino fue exhibido la década pasada, por el Banco Mundial o economistas del renombre de Rudiger Dornbusch, como una inigualable historia de éxito.
    En Buenos Aires, el establishment económico alababa con cierta impudicia al ministro Domingo Cavallo.
    En 1998, el presidente Carlos Menem fue invitado a abrir, junto con su colega Bill Clinton, la sesión anual del FMI.
    Todos sabían que el peso estaba sobrevaluado y que la deuda era una bola de nieve, pero simulaban no ver nada.
    Lo simularon hasta que el modelo argentino estalló por los aires: el tipo de cambio no competitivo destrozó a la actividad productiva, se sucedieron las quiebras, creció el desempleo y, por fin, la bola de nieve arrasó con todo: primero con los depósitos y, después, con la convertibilidad.
    ¿Era necesaria la hecatombe para que los liberales dejaran de ponderar el falso modelo argentino?
    ¿Creían, acaso, que la convertibilidad obedecía a la ortodoxia liberal?
    No.
    La ley N° 1 del liberalismo es la Ley de la Oferta y la Demanda. Los precios debe fijarlos el mercado; no el capricho del Estado.
    Pero, en la Argentina del 1 a 1, el precio del dólar –determinante de casi todos los precios internos– no dependía de la oferta y la demanda, sino de la discrecionalidad estatal: la paridad había sido fijada por ley.
    En otras condiciones, cualquier liberal habría alzado su voz. Ninguno lo hizo. Ni la Sociedad Rural –siempre dispuesta a luchar contra las retenciones– se quejaba de la súper-retención que, de hecho, representaba el 1 a 1.
    Es que los grandes intereses económicos estaban subyugados por razones no estrictamente ideológicas, ni propias de las actividades que habían tenido hasta antes de la privatización.
    La política de privatización y desregulación, tal como se la entendió durante el período menemista:
    a)- Ofrecía demasiadas oportunidades para hacer negocios. Una corporación podía quedarse (por poco dinero) con el petróleo, el gas, la electricidad, los teléfonos o Aerolíneas.
    b)- Aseguraba un Estado nada molesto. Aun en materia de servicios públicos, la regulación prevista era extremadamente débil.
    En Chile, no habrá hecatombe.
    No se han echado a funcionar, allí, las bombas de tiempo que se montaron en la Argentina de la década pasada.
    Sin embargo, la adoración del modelo –que, llevada a un extremo, niega la modesta realidad chilena– responde a un mecanismo similar al que conocimos aquí.
    Al otro lado de la cordillera, tampoco hubo liberalismo puro.
    El gobierno chileno no sólo reguló la tasa de interés: mantuvo (hasta la flotación, en 1999) un dólar artificialmente alto, que procuraba favorecer las exportaciones y restringir las importaciones.
    ¿Por qué los liberales toleraron esa “manipulación” económica?
    Porque también en Chile hubo grandes negocios en liquidación. Aun cuando no se privatizó la cuprífera Codelco –en cierto sentido comparable a la petrolera YPF, que sí fue privatizada– el gran capital se quedó con sectores que tienen demanda inelástica y mercado cautivo.
    Esto compró la voluntad de grandes empresarios, así como la de economistas y voceros que representan a la gran empresa. M

    Abogado del diablo

    En la Iglesia Católica, canonizar significa declarar que una persona es modelo de conducta e intercesora ante Dios.
    La canonización llega después de un largo proceso, durante el cual debe probarse que, por intercesión de tal persona, se han producido –después de su muerte– por lo menos dos milagros.
    Uno, antes de su beatificación.
    Otro, después.
    Sólo al cabo de ese proceso, que conduce la Congregación para las Causas de los Santos, la persona puede ser canonizada. Es entonces cuando se inscribe su nombre en el registro de santos y se designa un día para que se la venere.
    ¿Quién controla si los milagros fueron tales?
    En 1587 el Papa Sixto VI introdujo, para asegurar ese control, la figura del “abogado del diablo” (advocatus diaboli).
    Se trataba de un especialista en derecho canónico, que debía intentar, por todos los medios, demostrar que no habían existido los milagros atribuidos al candidato a beato o santo.
    El propósito era que la Congregación no pudiera ser engañada. De hecho, si numerosos candidatos no llegaron a santos, fue por el empeño que pusieron los “abogados del diablo”.
    Juan Pablo II consideró que esta institución era un obstáculo para exhibir modelos. Hasta el 16 de octubre de 1978, cuando él ascendió al trono de San Pedro, sólo se habían declarado 98 canonizaciones en el siglo 20.
    En 1983, el Papa abolió el “abogado del diablo” y, a partir de entonces, los milagros comenzaron a aceptarse con menos discusión.
    Durante el reinado de Juan Pablo II hubo cerca de 1.300 nuevos beatos y casi 500 nuevos santos.
    Según algunos teólogos, hay un riesgo: que se creen falsos modelos a partir de falsos milagros.
    No es un riesgo que corra sólo la Iglesia.