¿Podrá el gobierno acabar con la corrupción y otras lacras feudales?

    Naturalmente, también se trata de generar una economía física
    sostenible en el largo plazo. Pero, como viene sucediendo desde los años
    ’70, hay serios problemas para destrabar la reforma agraria, acortar la
    brecha social y prevenir malestar o estallidos campesinos, lacra del viejo imperio
    desde sus orígenes.
    Durante la última generación, por cierto, China ha hecho notables
    progresos y la modernización parece imparable. El producto bruto interno
    nominal ha ido subiendo de US$ 200.000 millones en 1978 a US$ 2,7 billones el
    año pasado, aunque debe recordarse que se trata de 1.300 millones de
    habitantes. El intercambio alcanzó US$ 1,4 billón, con casi US$
    102.000 millones de superávit, que aporta un quinto del crecimiento registrado
    por el PBI nominal (9,9%, si bien analistas occidentales estiman que la cifra
    real no pasa de 9%).
    También en 2005, el país absorbió US$ 60.300 millones en
    inversión externa directa y exportó US$ 6.900 millones en colocaciones
    no financieras. A fin de diciembre, las reservas internacionales de libre disponibilidad
    sumaban casi US$ 820.000 millones y eran segundas en el mundo, luego de las
    japonesas.

    Un mundo de desigualdades
    Esa expansión ha sido cualquier cosa menos equitativa. El crecimiento
    urbano sigue superando ampliamente el rural, rasgo también típico
    del capitalismo en toda su historia. En 2005, el ingreso por persona alcanzó
    US$ 1.310 en las ciudades, contra apenas US$ 405 en las aldeas, poco más
    de US$ 1,10 al día, un nivel africano. La disparidad ha subido de 1,8
    a 3,2 veces entre 1978 y hoy.
    Por ende, el décimo más pobre recibe sólo 1% del ingreso
    nominal nacional. Entretanto, el décimo más rico se queda con
    50%. Aun en áreas urbanas, las disparidades son críticas: 20%
    de los residentes más pobres absorben apenas 2,7% del ingreso, mientras
    20% más rico se queda con 60%.
    Estas brechas se manifiestan de otras maneras. El desempleo urbano “oficial”
    se ubica en 4,2% de la población activa, pero el rural –cuya mensura
    no se difunde– tal vez sea el cuádruple, sospechan en Hongkong.
    Así lo manifiesta la migración de 200 millones de campesinos a
    las ciudades en los últimos años, cantidad que Beijing admite.
    El guarismo desborda las poblaciones totales de Brasil, México, Turquía,
    Pakistán o Bangladesh.
    La masa campesina representa una parte relevante de la población total:
    800/900 millones sobre 1.300 millones. En las urbes, los emigrantes son tratados
    como ciudadanos de segunda o tercera clase, especialmente los que no hablan
    buen mandarín. Pero en el interior no les va mejor, pues el nivel de
    educación, atención médica y otras prestaciones es bastante
    inferior. Por otra parte, la población rural carece de instrumentos legales
    y ni siquiera posee la tierra que trabaja. No puede, entonces, impedir que los
    funcionarios se la confisquen para proyectos industriales, energéticos
    o habitacionales. Hay ahí una ironía: como en Rusia, en la época
    imperial los campesinos estaban sujetos a la gleba y, como en Rusia, el régimen
    comunista la substituyó por propiedad colectiva, controlada en realidad
    por burócratas.

    Tensiones en auge
    El gobierno central no ignora esos problemas. En rigor, Beijing empezó
    a advertir sobre tensiones socioeconómicas en el interior años
    antes de que la comunidad internacional de negocios se ocupase del asunto. Por
    ende, el crecimiento económico general ya no se considera sustentable
    en el largo plazo, como ocurrió en la URSS bajo Nikita Kruschev. Ante
    ese dilema, el gobierno chino ha optado por recobrar control sobre las economías
    provinciales y las burocracias locales.
    Esos esfuerzos han puesto en primer plano un tema clave: la corrupción
    sistémica y endémica –otro legado del imperio–, prevaleciente
    en estratos provinciales. El malestar social estalla cuando se combinan inequidades
    económicas y corrupción local.
    A 27 años de que Deng Xiaoping lanzara su programa de reforma y apertura,
    el país se acerca a un punto axial. Los cambios económicos y financieros
    han ido mucho más rápido que los sociopolíticos y resurgen
    viejas tensiones entre costa e interior, campo y ciudad, burguesía educada
    y el resto. La trama social se agrieta y pone en entredicho la capacidad del
    gobierno para manejar situaciones extremas.
    Hay síntomas claros. Las protestas locales se ponen violentas cuando
    se trata de proyectos en desmedro de cultivos. El malestar social se aproxima
    a las urbes costeras, con riesgo de que China pierda atractivo para inversores
    extranjeros, lo cual provocaría deterioro socioeconómico. El proceso
    también afectará provincias donde existen antiguos separatismos.

    Hay tigres y tigres
    Para muchos, el éxito económico chino es fruto de un concepto
    típico de Asia oriental: “crecimiento por el crecimiento mismo”.
    Japón, Taiwan, Surcorea y los tigres del sudeste también apostaban
    a vastos flujos de capitales poco preocupados por problemas sociales o políticos.
    La idea era que, con fondos y desarrollo, las cosas eventualmente se encaminarían.

    Pero China no es Japón ni Surcorea, cuyas instituciones políticas
    eran más flexibles y donde se aplicaron formas peculiares de democracia.
    En el viejo imperio, ciudades y provincias costeras absorbieron inversiones
    que aprovechaban la promoción oficial y la mano de obra barata, sin trabas
    sindicales.
    Las áreas rurales, durante milenios bases de la economía, más
    las industrias pesadas y el petróleo (claves durante los regímenes
    posteriores a 1911), fueron perdiendo relevancia. La concentración de
    riqueza en el litoral fue al principio fuente de tensiones menores, merced a
    restricciones a la migración del campo a las urbes –otro rasgo
    histórico–, pero muchas de ellas ya no tienen vigencia. El auge
    costero transfirió la corrupción sistémica del interior,
    vía funcionarios provinciales y burócratas de partido, que usufructuaron
    la ola de inversiones exógenas como fuente de sobornos y coimas. Con
    el tiempo, armaron feudos de connivencia y nepotismo.
    Ese factor explica por qué otros intentos contra el desarrollo desigual
    fracasaron. Cada vez que Jiang Zemin (entonces Presidente) o Zhu Rongji (primer
    ministro) trataban de desviar recursos al interior, surgían fuertes objeciones
    de las ricas provincias litorales. En cuanto a corrupción, las campañas
    acababan comprometiendo a la cúpula de Beijing. Esa conjunción
    de efectos no deseados fue posible porque Jiang y Zhu formaban parte de la “mafia
    de Shanghai”, núcleo de la corrupción organizada.

    Un cambio drástico
    Eso se dio vuelta al llegar Hu y Wen, provenientes de áreas rurales (cuna
    también de Mao Zedong). Su estrategia era y es recobrar control sobre
    los gobiernos provinciales y los funcionarios locales del partido, como forma
    de orientar el poder campesino a los objetivos de Beijing. Emulando al Partido
    Revolucionario Institucional mejicano en sus comienzos, se busca convocar esa
    masa para presionar para que los dirigentes locales acaten la autoridad central.
    La dirigencia superior china tiene una larga historia en eso de emplear a las
    masas como instrumento, cada vez que surgen desafíos a la conducción
    central. Desde los intentos de controlar a los bóxers (alrededor
    de 1900) hasta la fallida revolución cultural de Mao, hubo procesos ordenados,
    como el actual, y procesos caóticos.
    Durante la guerra civil de 1925 a 1949, contando la paulatina ocupación
    japonesa (1932/44), los comunistas acabaron construyendo un régimen viable.
    Pero los devaneos de los años ’60, típicos de la decadencia
    intelectual del líder, obligaron después a comenzar nuevamente
    desde cero, lo cual determina que, recién ahora, sea factible hacerles
    la guerra a los “mandarines de la corrupción”, dentro y fuera
    del partido. M

    Altibajos en la industria automotriz

    Este sector clave concluyó 2005, como el argentino –su hermanito
    menor–, con un nuevo récord de producción: 2.450.000
    unidades. Eso representa 11% sobre 2004. El éxito se debe, en gran
    medida, a 29% de aumento en exportaciones, pues la demanda interna creció
    apenas 5%.
    Sin embargo, no todas son buenas noticias para los fabricantes. A diferencia
    del diagnóstico en la Argentina, analistas y empresarios predicen
    un 2006 lleno de altibajos, debido a la repreciación del real (o
    sea, a un dólar barato), que dificulta las ventas externas, y a
    un mercado local castigado por una de las tasas de interés nominales
    más altas del mundo (17%).
    Además, los expertos estiman que el crecimiento del PBI (3,5 a
    4%, según diversas fuentes) no será lo bastante fuerte como
    para generar muchos empleos o aumentar considerablemente el poder adquisitivo
    de la población (vale decir, de los sectores altos y medios, naturales
    compradoras de vehículos).
    En definitiva, la industria observa el porvenir con cautela. Entretanto,
    la nueva tendencia a producir, en la Argentina automotores exclusivamente
    para exportar, evidencia la disparidad entre cotizaciones del dólar
    en Buenos Aires ($ 3,06/10) y San Pablo (menos de R 2,20).