La pelea es por mayor tajada en la renta de recursos naturales


    Ilustración: Agustín Gomila

    Un movimiento telúrico recorre toda la región. No hay gobierno
    ni sociedad que se escape a este fenómeno. Por una afortunada conjunción
    de circunstancias, los recursos naturales valen –en promedio– de
    cuatro a cinco veces más que en las últimas décadas.
    Esta es la explicación central a la pregunta que hacen empresarios y
    políticos de otras latitudes que visitan el área latinoamericana:
    ¿qué está pasando?
    Es sencillo. Si un empresario vende un producto –con modesta ganancia–
    a su distribuidor, quien a su vez lo vende con utilidad al consumidor final
    y de pronto, por acontecimientos que no son mérito de la cadena distributiva,
    el retailer pasa a vender el producto final en cinco veces el valor
    anterior, el proveedor original quiere renegociar el contrato original.
    Los países que tienen gas y petróleo, cobre y otros minerales
    se encuentran en esa situación. Venezuela y Bolivia quieren nuevas reglas
    de juego que le permitan apropiarse de la mayor parte posible de esa nueva renta.
    Podría decirse que algo parecido ocurre con la soja y otros cultivos
    demandados por el mercado mundial. Sí, pero en menor medida.
    La nueva realidad despierta manifestaciones nacionalistas, pero sobre todo la
    ansiedad de esos estados por participar de la fiesta.
    Entonces, si esto es correcto, ¿por qué Chile tiene una actitud
    tan prolija que merece el elogio de inversionistas y de gobiernos extranjeros?
    Por la sencilla razón de que el cobre no dejó de ser estatal desde
    que Salvador Allende lo nacionalizara (y Pinochet lo mantuviera bajo control
    gubernamental). De modo que cada vez que aumenta el precio, se incrementan los
    ingresos del Estado.
    Lo mismo ocurre en México, donde el petróleo es estatal. Y esa
    es la razón por la que puede ganar la izquierda con López Obrador,
    pero también la derecha. Es que nadie puede prometer medidas más
    drásticas. En definitiva, está claro que el Estado se queda con
    todo.
    Desde esta perspectiva, Néstor Kirchner debe estar envidioso. El magistrado
    a quien se le endilga la mayor porción de buena suerte –que la
    ha tenido– que puede recibir un gobernante, descubre que hay otros más
    afortunados que él. Que tienen algo más valioso para negociar
    que las alternativas que se le ofrecen a él.
    Esta explicación, que puede ser cautivante por lo simple, no conforma
    a quienes prefieren argumentos más complejos. M

     

    ¿Es tan obvio el retorno del Estado omnipotente?

    Lo que advierten es un retorno del “estado omnipotente”. Que interfiere
    con el libre mercado, que pretende reemplazar a veces al sector privado, que
    monopoliza decisiones básicas, y por sobre todo que demuestra un insaciable
    apetito de poder que amenaza la división de poderes republicana y barrena
    a instituciones todavía frágiles.
    ¿Es una visión tremendista?
    Cuando finalizó la década anterior hubo un momento de autocrítica
    generalizada. Durante ese lapso la ilusión fue que el pleno juego del
    libre mercado, la modernización y la apertura económica brindarían,
    en todas las latitudes del planeta, la fórmula adecuada para el pleno
    imperio de la democracia y el crecimiento económico sostenido.
    En lo que se solía llamar el mundo emergente esa idea utópica
    se confrontó con una crisis generalizada de las instituciones políticas,
    una desconfianza creciente de la opinión pública en los partidos
    políticos, en la clase dirigente y en las propias instituciones del Estado.
    Con un desempleo que no fue pasajero, creciente violencia racial y religiosa,
    xenofobia y fractura social.
    En toda América latina tuvimos nuestra ilusión: era suficiente
    desmantelar las escleróticas estructuras del Estado industrial para que
    floreciera el potencial de libertad política y económica latente
    en nuestras sociedades. En esa cruzada modernizadora tan necesaria y postergada
    se perdieron los límites. La reformulación del Estado era vital
    para hacerlo más eficiente y menos abusivo, no para liquidarlo.
    Para la mayoría de los países en desarrollo, las políticas
    de privatización y apertura económica adquirieron el estatus de
    dogma universal. Y en este romance de los gobiernos regionales con las fuerzas
    del mercado quien más perdió fue el Estado, cuya anterior preeminencia
    en la toma de decisiones económicas quedó, por esos años,
    notablemente debilitada.
    Con esta tendencia pendular tan característica de la Argentina, lo que
    se teme ahora es una plena restauración del viejo concepto del Estado.
    Eso no es posible, afortunadamente. Ha corrido mucho agua bajo el puente. Pero
    también lo es que el libre mercado, por sí sólo, no ha
    podido solucionar la creciente pobreza, marginalidad, e inequidad en la distribución
    del ingreso.
    Hace falta entonces una nueva síntesis.
    El Estado industrial ha muerto. El Estado empresario quebró hace tiempo.
    Pero el Estado, ese aliado indispensable de la empresa privada para ayudar a
    penetrar mercados externos y derribar barreras, debe ser revigorizado y modernizado.

    Quienes pregonan el fin del Estado tienen tanta posibilidad de acierto como
    los profetas del fin de la historia. El Estado debe acentuar su papel como árbitro
    de intereses sociales en conflicto, debe cumplir la tarea que el libre mercado
    no está en condiciones de realizar, y debe propiciar equidad entre los
    miembros del cuerpo social.
    Luego de una década de experiencia en transferir empresas del sector
    público al privado, el debate más actual en la materia se centra
    en la regulación que debe practicar el Estado sobre los entes privatizados,
    su naturaleza y los problemas que se presentan.
    El Estado abandona monopolios naturales como los de teléfonos, gas, electricidad,
    ferrocarriles, pero no puede quedar indiferente a que sea ahora una empresa
    privada quien ejerza el monopolio.
    La falta de competencia se reemplaza con eficiente poder de regulación,
    y no con arbitrariedad.
    Parece obligado repensar qué está pasando en la región
    y en nuestra economía. Hay oportunidades excepcionales que aprovechar.
    ¿No deberíamos proponernos una estrategia de desarrollo industrial
    y post-industrial, unida a un proyecto exportador? ¿Hay que imaginar
    cómo desarrollar ventajas competitivas? ¿No deberíamos
    estar pensando, ya mismo, cómo impulsar la investigación, lanzar
    nuevos productos, incrementar la calidad, detectar oportunidades en el mercado
    mundial y salir al mundo a vender los frutos de una economía moderna?
    M

     

    El verdadero discurso opositor

    Nadie entendió muy bien qué había querido decir Néstor
    Kirchner cuando, a poco de asumir, prometió que tomaría el micrófono
    y denunciaría a todos los que quisieran bloquear su gestión de
    gobierno con silentes prácticas corporativas. La Shell, los frigoríficos,
    los supermercadistas, la burocracia judicial, todos a su tiempo padecieron el
    rigor de un duro discurso pronunciado por el Presidente de la Nación
    empleando un tono opositor, que en los ’70 hubiera sido tildado “de
    barricada”.
    Las encuestas de imagen son como un espejo que le devuelven altos índices
    de adhesión desde la ciudadanía y lo identifican como un férreo
    luchador contra los monopolios. Kirchner cosecha más votos cuando
    paradójicamente sienta públicamente en el banquillo a las instituciones,
    las juzga por los problemas de los que se queja la sociedad y se disocia de
    las responsabilidades que le cabrían como gobierno.
    Pero eso no significa que deje de poner en marcha todos los mecanismos del poder
    con que cuenta para negociar con esos sectores a los que execra arriba del escenario.
    Acuerda congelamientos de precios, eleva tarifas mediante subterfugios técnicos
    en pleno congelamiento, pagó a los bancos que demonizaba por la pesificación
    asimétrica apelando a los fondos extrapresupuestarios que concentra en
    la Jefatura de Gabinete, puso un tope salarial concertado, dentro de la pauta
    antiinflacionaria, en la convocatoria a paritarias y se preocupó porque
    el agro y la industria no perdieran competitividad luego de la devaluación cargada
    a la cuenta política de su antecesor y mentor Eduardo Duhalde.
    Kirchner es un administrador de lenguaje áspero y desplantes protocolares,
    un estilo que va en contra del savoir faire que campea en la fachada
    del mundo de los negocios. Pero no se puede negar que debajo de esa agria pátina hay
    un mensaje que cautiva en la intimidad a los accionistas: si las empresas ganan,
    gana el gobierno.
    La otra cara invisible de esta constelación particular del
    poder que se ejerce desde la Casa Rosada es su creciente propensión a
    los controles. Y a medida que los números empiecen a complicarse, podría
    ser que ese signo de desconfianza tendiera a multiplicarse. Los empresarios
    acreditan la bonanza actual y temen que los casos testigos,
    como el de Aguas Argentinas, se trasformen de excepción a regla. 
    Pero 9 % anual de crecimiento económico es una música aún
    irresistible a los oídos de los hombres de negocios e interfiere el audio
    de cualquier tono antipático en un discurso presidencial. Como nadie
    puede oponerse a semejante tasa, los conflictos de intereses derivados de la
    despareja distribución del ingreso no pueden canalizarse hacia la política.
    Así, hoy el oficialismo puede asumir cómodamente la dialéctica
    propia del opositor sin que nadie, paradójicamente, pueda oponérsele.
    M