¿Cómo hacen las empresas para alentar y manejar procesos innovadores?
Knowledge@Wharton y Boston Consulting Group (BCG) se unieron para formular esa
pregunta a firmas líderes del mundo en la materia, previa selección.
Acto seguido, se hizo un largo debate –el foro Benjamin Franklin–
sobre las respuestas, cuya síntesis ocupa estas páginas. Además,
el equipo entrevistó a Garrett Brown, quien intrudujo innovaciones en
tecnología de cámaras que han transformado la cinematografía.
El encuentro convocó, pues, a muchas de las compañías identificadas,
durante una encuesta internacional entre ejecutivos superiores, como las veinte
más destacadas. Fueron Apple, 3M, Microsoft, General Electric, Sony,
Dell, IBM, Google, Procter&Gamble, Nokia, Virgin, Samsung, Wal-Mart, Toyota,
eBay, Intel, Amazon, Ideo, Starbucks y BMW.
Por supuesto, hoy innovación es una muletilla tanto o más extendida
que calidad total hace veinte años. Pero adherir ciegamente al concepto
es algo muy diferente que practicarlo. Lo primero es expresión de deseos;
lo segundo, acción directa. Los innovadores, claro, se remiten a ella.
Muchas organizaciones “gastan una montaña de tiempo, esfuerzos
y recursos para medir la innovación”, apuntaba James Andrews (vicepresidente
primero de BCG). Por supuesto, “si bien ningún parámetro
individual es perfecto, una serie de ellos puede evaluar el ritmo de los procesos.
Por otra parte, algunas empresas no miden ni gestionan innovaciones; pero es
un error que debiera evitarse”.
Muy bien, entonces ¿cómo medirlas? Según Andrews, una compañía
ha de encarar tres factores básicos. Primero, los insumos del proceso
innovador. Luego, los efectos de su aplicación, más fáciles
de cuantificar. Como tercer elemento, aparecen el capital financiero y, esencialmente,
el humano. “En síntesis, los parámetros hacen a insumos,
bienes –o servicios– y procesos”.
Esas pautas evitan que un negocio sufra de esclerosis. “La clave reside
en mejorar la oferta al cliente”, sostenía Hal Sirkin (también
de BCG). “Si una firma vende determinado producto y lo mejora a ojos del
usuario, podrá cobrarlo más y aumentar ingresos”.
A criterio de Sirkin, las compañías innovadoras generan climas
que retienen capital humano. “Crean naturalmente más oportunidades
individuales, el trabajo ahí no aburre y su gente se centra todo el tiempo
en pensar formas de fomentar y satisfacer necesidades de los clientes”.
Innovación vs. invención
“Es preciso comenzar distinguiendo entre innovación e invención.
Demasiados managers y analistas las confunden entre sí”,
subrayaba Linda Sanford, vicepresidente primera de International Business Machines.
“La invención inicia un proceso, por lo cual la cartera de patentes
trasunta la ‘inteligencia’ de una empresa”.
La ejecutiva, claro, actúa en una organización que obtuvo el récord
de “copyrights” en los últimos diez años.
Sin embargo, “las patentes no son bastante, pues las tecnologías
involucradas deberán encontrar maneras de traducirse en bienes o servicios
rentables”.
Sin duda, “no todas las innovaciones nacen iguales”, observaba Paul
Shoemaker, profesor de marketing en la escuela de negocios Wharton. “Mucha
gente cita éxitos fulminantes tipo cadenas de cafetería como Blackberry
o Starbucks, en realidad asociadas a determinado contexto social. Pero otras
compañías, como Toyota, optan por la innovación paulatina.
Un tercer grupo ni siquiera innova y, como las aerolíneas, su juego se
limita a eludir o recortar pérdidas”.
Thomas Kelley, director general de Ideo (consultoría en diseño
e innovación) admitió que determinadas empresas tratan de lograr
éxitos estilo Starbucks, aunque muchas más prefieran avances estilo
Toyota. “Los clientes en general demandan innovaciones paulatinas y eso
obliga a las compañías más audaces a sofrenar impulsos.
Los éxitos súbitos son importantes, pero no urgentes ni imprescindibles”.
Una trinidad
Tan clave como definir una innovación es distinguir entre ideas buenas
y hojarasca. Steve Johnson (“Everything bad is good for you”)
se ha dedicado a la tarea, con resultados muy útiles.
Según cree, hubo en el ciberespacio –su dominio– tres innovaciones
de relevancia en varios años: Internet, Google e iPod. Esta trinidad
comparte dos cualidades, interfaces de usuario más sencillas, aprovechamiento
de datos preexistentes, y una misma génesis: grupos chicos, no pesados
comités internos. “La Web deriva de algo tan decisivo
como el nexo, o sea la capacidad de teclear en una palabra azul e irse a cualquier
parte”.
Los teóricos de redes “creían que era imprescindible mantener
una comunicación a dos puntas y con nexos múltiples. Esas ideas
–recordaba el experto– sonaban muy bien, pero lo bueno de Internet
es que basta cliquear sobre esa palabra azul”.
Por eso Google es tan fácil de usar. Cuando apareció, los motores
de búsqueda convencionales solían emplear complejos gráficos
y organizar resultados en forma poco clara. El recién venido se limitó
al hoy célebre “moniker” (apodo), una pantalla mayormente
en blanco y un campo para insertar texto. Del mismo modo, iPod revista velozmente
cientos, miles de temas musicales. La trinidad innovadora, anotaba Johnson,
“permite al navegante recombinar textos, imágenes y sonidos en
formas útiles para cada cual”.
Pero ninguno de esos hallazgos es una piedra filosofal que hace oro todo cuanto
toca. Lo mismo se aplica a la Web y su revolución en comunicaciones,
que meramente facilita compartir en formatos novedosos datos e informaciones
–a veces, también conocimiento–, sean trabajos académicos,
noticias u ofertas como las de eBay.
Visión e imaginación
Un director ejecutivo con imaginación puede hacer mucho para gestar una
empresa innovadora. Nadie encarna eso como Steve Jobs. Tras iniciar Apple con
Steve Wozniak en un garaje californiano, llegó a crear Macintosh, la
primera computadora comercial exitosa con interfaz para gráficos. Más
tarde, fomentó la aparición de iMac e iPod. Mientras ocurría
todo eso, contribuyó a poner en marcha Pixar, la firma experta en animación
computada, con sucesos como Historia de juguetes y Buscando a Nemo,
que sería luego adquirida por Disney.
“Cualquiera que domine en una firma innovadora como Jobs en Apple creará
problemas, por supuesto”, arguía en el foro P. K. Gupta (Intel).
Pronto, un culto a la personalidad rodea al jefe y la gente supone que todas
las buenas ideas son suyas. Pero ¿qué pasa si se va? Apple misma
no es ejemplo alentador. Jobs la abandonó a mediados de los ’80
debido a una lucha por el poder. Sin él, la firma se anquilosó
y no recobró impulso innovador hasta su retorno, en 1997.
¿Cuestión de entorno?
Como antídoto para la dependencia de figuras visionarias, conviene crear
en la organización todo un entorno orientado a las innovaciones. Eso
requiere equipos, procedimientos y estímulos adecuados pero, al mismo
tiempo, factores intangibles. Entre ellos, darle espacio a la gente para ser
creativa y tener ideas.
Luego de llegar a la conducción de Xerox en 2001, Anne Mulcahy quería
incrementar la capacidad innovadora de la empresa, sin dejar de reducir costos.
Para eso, se dirigió a un investigador interno con muchas patentes en
su haber, quien le reveló un detalle inesperado para ella: “la
mayor parte de las innovaciones sucede por casualidad, durante experimentos,
no por designio”.
Ello no significa que las compañías deban permitir que el personal
deambule por I&D, esperando momentos de iluminación, como caricaturas
de Franklin. Por el contrario, se requieren estructuras que aseguren un trabajo
sostenido, sin ahogar la imaginación. Además, hacen falta canales
para que las ideas promisorias se conviertan en productos o servicios redituables.
Así, Microsoft apela a una variedad de medios para hacer que esas cosas
ocurran. Con ese objeto, mantiene siete laboratorios de I&D alrededor del
mundo, inclusive el central (Redmond), San Francisco, Beijing y Bangalore. Cada
cual tiene una especialidad. El centro indio se dedica a mercados en desarrollo
y computación de bajo costo, el chino a dos puntos fuertes locales: reconocimiento
de lenguajes y sus sistemas de caracteres o logogramas específicos.
La compañía emplea, además, tres directores técnicos,
cada cual con áreas para cultivar determinadas aplicaciones. El de perfil
más alto es Ray Ozzie, célebre emprendedor en materia de software.
Creador de Lotus Notes, ingresó a Microsoft en 2005, cuando William Gates
le compró Groove Networks. Ya en octubre, difundió un manifiesto
sobre el futuro de la empresa como proveedora de servicios basados en publicidad
y subscripciones.
Sandord, que conduce en Microsoft el grupo para innovaciones sectoriales, dispone
de una unidad para detectar y promover expertos internos en inversiones de riesgo.
Su meta es encontrar métodos para desplegar ventajas tecnológicas
en forma práctica. “Pensamos en cómo desarrollar aplicaciones
en una variedad de segmentos o en combinarlos”, explicaba en el seminario.
Perder, ganar, cambiar
Muchas empresas grandes y exitosas fueron innovadoras en algún punto
de su trayectoria; de lo contrario, no habrían triunfado. Ford Motor
–hoy luchando por sobrevivir, igual que General Motors– inventó
la moderna industria automotriz. “Los ganadores suelen convertirse en
perdedores”, ironiza Shoemaker. “Basta ver lo sucedido con Sears
Roebuck o American Telephone & Telegraph. Eso nos permite prever que, dentro
de veinte años, Microsoft ya no estará al frente en innovaciones.
Quizás sea una obsesión por la racionalidad lo que anquilosa estructuras”.
Las organizaciones empiezan a ahogar la creatividad al adoptar patrones operativos
convencionales. “La gente, entonces, se adapta para no irritar a los ejecutivos.
Arraiga, pues (señalaba Kelley), la idea de que los grandes resisten
el cambio o que el éxito lleva a la autocomplacencia”.
Estas presunciones negativas, advierte el propio analista, “ignoran otra
realidad relevante: gigantes bien afincados en una cultura conservadora pueden
transformarse. Así ocurrió con P&G. Bastó un presidente
ejecutivo con ideas, Arthur Lafley, para dar vuelta las cosas en tres o cuatro
años”.
Algo similar le pasó a IBM. Al principio, era la mayor innovadora en
computación; luego, al hacerse adulta, quedó atrás, mientras
sus competidores abandonaban los súperordenadores (fortaleza tradicional
de la firma) rumbo a las PC e Internet. Pero, durante los años ’90,
el ex CEO Louis Gerstner sacó a Big Blue del marasmo y la reconvirtió
en innovadora. En ese caso se afrontaba un peligro real: se perdían mercados
y ventas ante concurrentes más dinámicas.
Por el contrario, “P&G parecía próspera al llegar Lafley
en 2000”, apuntaba Jeffrey Widman, su actual vicepresidente para negocios
externos. No obstante, el nuevo jefe impuso objetivos sorprendentes. “Durante
años, uno se mantenía o progresaba simplemente no cometiendo errores.
Pero apareció Lafley, con exigencias de innovar en manufactura, marketing
y distribución. Quería que 50% de los ingresos proviniese de productos
nuevos. Una vez le pregunté de dónde había sacado la cifra
y me confesó que la había inventado: 50-50 era en realidad una
filosofía”.
Pese al compromiso de P&G con la innovación, la firma se niega a
bonificar a sus investigadores por las patentes obtenidas. Al respecto, Widman
señaló, “de acuerdo con algunos estudios, esa práctica
resulta contraproducente. Por ejemplo, en Rockwell descubrieron que octubre
era el mes de mayor impulso patentador, pues se bonificaba dentro de los noventa
días y la gente necesitaba dinero para fiestas y vacaciones”. Dejando
de lado que esos “estudios” no invalidan premiar a los investigadores,
Sandford (IBM) observó que una patente no necesariamente se traduce en
innovaciones.
Definiciones opuestas
Suele decirse que no es posible manejar lo que no puede medirse. Pero evaluar
la innovación es bastante más complicado que sumar ventas, estimar
costos o calcular ahorros. ¿Cuál es el mejor parámetro?
Los participantes en el simposio W@K-BCG no lograron ponerse de acuerdo, aunque
insistieron en que, tarde o temprano, surgirán pautas adecuadas.
“Si innovación equivale a ganancias, es factible medirla”,
afirmaba Ashwami Rishi, presidente ejecutivo de ITC-Infotech, parte del conglomerado
indio Imperial Tobacco Company. A su criterio, debiera crearse un parámetro
de “esfuerzo tecnocientífico”, que incorporase factores como
total de nuevas ideas, número de las aplicadas y cantidad de las que
hayan generado bienes o servicios rentables.
Por su parte, Widman tiene su propia guía: observar si una división
de P&G destina tiempo y recursos apropiados a las nuevas ideas que se le
aportan. “Al cabo –opinaba–, innovar carece de sentido si
no resulta en beneficios”. Como en otras oportunidades, el ejecutivo se
hacía eco de Lafley, que había sostenido: “Técnicos
y científicos deben entender que la innovación está en
los ojos del cliente, pero no debe perseguirse a cualquier costo”.
Los expertos Antonio Dávila, Marc Epstein y Robert Shelton –autores
de libros al respecto– afirmaban casi lo contrario: “La innovación
es un proceso continuo, no un acontecimiento único, capaz de medirse
caso por caso en todo producto, servicio o función de negocios”.
En su óptica, “uno de los equívocos más comunes es
que innovar consiste, total o predominantemente, en gestar un cambio tecnológico.
Basta pronunciar la palabra para imaginar laboratorios de I&D dedicados
a novedosas tecnologías”.
Pero la cosa no es tan simple ni automática. “Innovación
no es sólo eso, sino un fenómeno múltiple. Las empresas
líderes en este campo tratan de equilibrar entre mejoras tecnológicas
y nuevos modelos de negocios, yendo más allá del corto plazo”.
Esta concepción sistémica, claro, relativiza las ideas de Lafley,
Widman, etc.
Desde el fondo de la historia
Desde su propia trinchera, Garrett Brown define innovación como “capacidad
de generar más ingresos al converger negocios con tecnología.
Se precisan percepciones nuevas y encarar las cosas de modo diferente. No es
posible depender completamente de la invención para lograr éxitos”.
Raramente haya un cambio tecnológico sin otro en los procesos de negocios.
Lo contrario también es verdad. Ambas innovaciones van juntas y deben
aplicarse a la par. “Verbigracia –observa Brown–, una nueva
tecnología puede requerir modificar procesos tales como facturación,
marketing o abastecimiento. Para no citar las relaciones con clientes”.
En pos de ejemplos, “cabe volver a la industria automotriz en la primera
mitad del siglo XX. Al principio, apelando al modelo de Frederick W.Taylor,
se trabajaba en talleres artesanales y cada coche era una pieza única.
Henry Ford llegó e hizo el primer cambio radical no tecnológico:
impuso líneas de producción y redes de distribución masivas
para que el producto alcanzase a la enorme clase media norteamericana. Pasando
de lo artesanal a lo vertical, se revolucionó el modelo de negocios.
La segunda transición ocurrió cuando GM volvió a redefinir
ese modelo, esta vez a expensas de Ford. Alfred Sloan se apoyó en la
técnica aun menos que Ford y segmentó el mercado ofreciendo más
opciones diferenciadas y flexibilizando procesos. Ambas innovaciones no se originaron
en laboratorios de I&D, sino en cambios orientados al mercado. Así
lo subrayaba el trío Dávila-Epstein-Shelton.
Fuera del seminario Wharton-BCG, es obvio que Garrett coincide con quienes ubican
el mercado –o sea, la demanda– por encima de la tecnología
pura. Sin embargo, algunos tratadistas europeos y japoneses insisten en que
las innovaciones fundacionales (Taylor, Ford, Sloan) fueron posibles sólo
porque existía –desde fines del siglo XIX– un bagaje técnico
capaz de producir automotores en gran escala.
No sólo en Estados Unidos sino, esencialmente, en Europa occidental.
Pero, en esos tiempos, la clave era el inventor, por lo común un genio
solitario (a veces, venían de a dos, como en Alemania). En cambio, la
ola de innovaciones tecnológicas posteriores a la PC transita el ciberespacio
o hace a servicios (telecomunicaciones, por ejemplo). En cuanto a productos
de consumo masivo (caso P&G) o comercio minorista, se trata –como
lo de Ford o GM– de procesos. M