Ilustración: Agustín Gomila
La fundación William & Melinda Gates, con una caja de US$ 28.800
millones, es actualmente la más rica y visible. No obstante, estudios
del Foundation Center (Nueva York) dan a entender que más de dos tercios
del sector lo integran fondos familiares inferiores al millón cada uno.
Naturalmente, varios de ellos podrían convertirse en los gigantes del
mañana. En un plano más terrestre, muchos millonarios –señala
el National Center for Family Philanthropy– están creando “capas”
de fundaciones, con el fin de transferirles activos muebles e inmuebles. A veces,
para eludir impuestos.
A medida como envejece la primera generación nacida en la posguerra,
esos flujos podrían superar el total conocido de dinero en fundaciones
epónimas: US$ 195.000 millones a fin de 2003. “Hemos ingresado
a una fase de megafilantropía”, sostiene Stephen McCarthy, ex socio
gerente del fondo inversor Lord Abbett & Co.
La tendencia es clara. A la fundación Gates le tomó apenas cinco
años llegar al tamaño actual. Dentro de los próximos diez,
o menos, esa entidad podría ser puesta en segundo plano por la del especulador
financiero Warren Buffett. Próximamente, los activos de su difunta esposa,
Susan (acciones del fondo Berkshire Hathaway por unos US$ 2.600 millones, controlados
en realidad por el magnate), serán transferidos a la fundación
familiar. Ahí también irá a parar el grueso de su propia
fortuna, alrededor de US$ 40.000 millones.
Miles de fundaciones familiares, establecidas por capitanes de la industria,
especuladores financieros, ases de la tecnología, estrellas del espectáculo
y el management, están repletas –cabe admitir– de oportunidades
para buenas causas. Muchas pueden otorgar apoyo monetario a largo plazo para
proyectos riesgosos o controvertidos, ante los cuales vacilaría el donante
medio.
Un buen ejemplo
“Las organizaciones que financiamos saben que las acompañaremos
en las buenas y en las malas, independientemente de la innovación en
marcha o el contexto económico”, señala –lírico–
Alfred Castle, director ejecutivo de la fundación familiar más
antigua de Estados Unidos, la Samuel & Mary Castle, Honolulu. La suya es
la quinta generación del clan a cargo de la entidad, creada hace 112
años por la matriarca.
Mientras su marido predicaba el evangelio y hacía dinero, Mary Tenney
Castle colaboraba con educadores como John Dewey y luchaba por un sistema de
jardines infantiles étnicamente integrados, una revolución a fines
del siglo XIX. En 1943, justo a cien años de arribar la señora
Castle, Hawaii fue el primer territorio norteamericano en tener jardines de
infantes multirraciales mantenidos por el estado.
La fundación Castle tiene bastante compañía en el hoy estado
de Hawaii. Incluyendo nuevos residentes, como el emprendedor financiero Charles
Schwab y su esposa Helen. Su fundacìón surgió en septiembre
de 2001 y manejaba US$ 144 millones a fin de 2004. Gordon Moore, cofundador
de Intel y autor de la teoría homónima sobre multiplicación
geométrica de potencia computacional, estableció en 2000 una entidad
similar, junto con su mujer Elizabeth. A mediados de 2005, acumulaba US$ 5.000
millones en activos.
Sin duda, el auge de esta filantropía es resultado natural de la afluencia
prevaleciente en la alta burguesía. Hacia 2004, 2.700.000 norteamericanos
poseían de un millón de dólares para arriba. Vale decir,
23% más que en 2002. La consultora CapGemini vincula ese perfil con la
firmeza de los mercados bursátiles y financieros, no con avances importantes
en el producto bruto por habitante.
Variedad de recetas
“Cuando la gente llega a tener mucho dinero, inevitablemente se da cuenta
de que sus necesidades de consumo son inferiores a sus posibilidades de gasto.
Nadie vive por siempre”, apunta Charles Löwenhaupt, veterano asesor
en materia de filantropía. “Eventualmente, una fundación
le da más significado a su fortuna. Recién con el tiempo, empero,
advierten la conveniencia de procesos estructurados y efectivos”.
Por cierto, existen varios vehículos aptos para un filántropo
en ciernes. Por ejemplo, fondos expertos en donaciones o dedicados exclusivamente
a beneficencia. Sin contar entidades caritativas ligadas a iglesias o estados.
Para elegir, deben considerarse, comisiones, honorarios y grado de transparencia.
Si la tentación de crear una entidad benéfica familiar es irresistible,
debe saberse que no hace falta una fortuna como las de Gates, Buffett o Moore,
ni ser un Richard Gere, un Jack Welch o, mucho menos, una estrella política
como William J.Clinton. Cualquier matrimonio opulento puede ser epónimo
de una fundación y asegurarse de que sus causas y fondos sobrevivan a
la muerte.
Pero, como esos personajes, el “común de los magnates” aspira
a su propia fundación filantrópica. Por lo general, la entidad
se llamará como el creador (más su cónyuge, si hay o hubo)
y otorgará fondos, becas y otros tipos de donaciones –siempre a
nombre del fundador– a causas y entidades de derecho público o
privado, sin fines de lucro. Los recipientes de beneficencia serán, durante
décadas tras la muerte del donante, una gama de organismos o fines, en
los cuales éste cifra su fe.
Sin embargo, la motivación real más grande consiste en mantener
firme control sobre el proceso mismo de manejar fondos. Una fundación
permite dispensar sumas generosas –no siempre para obras benéficas–
a las causas o entidades elegidas. En EE.UU., los requisitos esenciales son
distribuir al menos 5% del activo total cada año y abonar 2% de gravamen
federal sobre todos los ingresos derivados de inversiones.
Esos incentivos han puesto en la picota una cantidad de grupos benéficos,
recipientes regulares de donativos individuales, a raíz de conflictos
políticos, de intereses, incompetencia, fraude o latrocinio. Todavía
hoy se recuerda a William Aramony, ex presidente ejecutivo de United Way of
America que, en 1995, fue procesado por fraude y pasó siete años
entre rejas. Ello no fue óbice para que, en 2002, el jefe de la filial
Washington DC de UWA fuera a la cárcel por robarse US$ 497.000.
“No sorprende que exista desconfianza entre donantes y hoy exijan todo
el contralor posible sobre sus dineros”. Así apunta Eugene Tempel,
director del centro sobre filantropía en la universidad de Indiana.
Bailando con lobos
Más allá de cuestiones crematísticas, muchos patriarcas
y matriarcas optan por fundaciones familiares para perpetuar un conjunto de
ideas y valores. Como en EE.UU. no existen títulos de nobleza hereditarios,
los iniciadores de una “dinastía” buscan imponer determinadas
normas de conducta o estilo a las generaciones siguientes, a cambio de un futuro
sin sobresaltos económicos.
El presente auge de fundaciones familiares empezó con la burbuja tecnológica
de 1997 en adelante. Sólo en 2000, cuando ya se hinchaba la “exuberancia
irracional”, la cantidad de entidades aumentó 20%. En el cuadrienio
2000-3, la tasa compuesta de crecimiento promediaba 10,5% anual. Ahora, la proyección
de 33.000 fundaciones en 2004 –aún no hay datos concretos para
ese año y el siguiente- mantiene un modesto 5% anual.
Ese crecimiento no sólo ha generado oportunidades, sino también
riesgos. A todo consultor del área le sobran anécdotas sobre fundadores
demasiado ambiciosos, entidades mal organizadas, asesoría deficiente
y, claro, corrupción. En los últimos años, mientras los
delincuentes empresarios dominaban los titulares de los medios, las fundaciones
sacrificaban reputación en aras de escándalos gerenciales. M