Cualquier observador del escenario político daba por inevitable, hasta
hace pocas semanas, otro triunfo de Néstor Kirchner el año próximo
en la elección de renovación presidencial.
Ahora, por lo menos entre los opinantes de la clase media ilustrada, se plantea
la duda. El triunfo oficialista en el tema de la reforma al Consejo de la Magistratura
sería el punto de inflexión. Todas las actitudes anti-republicanas
de Kircher toman dimensiones de masa crítica a partir de ese punto. Hay,
se dice, por lo menos una posibilidad que antes era inexistente de que Kirchner
sea derrotado.
¿Es así? En verdad parece un análisis sesgado. Nadie dice
que el tiempo que resta hasta los comicios del año próximo –14
meses en el mejor de los casos, si se adelanta la fecha de las elecciones–
sea una suave pendiente para el primer magistrado. Pero lo que sí está
claro es que si las condiciones generales de la economía persisten como
hasta ahora, Kirchner será reelecto.
La adhesión que despierta el Presidente se debe casi con exclusividad,
a los buenos resultados de la economía, que se sitúan por encima
de las expectativas existentes.
La batalla electoral se dará en el plano exclusivo de la economía.
Como pregonan los estrategas oficiales, si se mantiene la actual situación,
Kirchner será reelecto.
Cuando Carlos Menem fue derrotado en la década pasada, fue cuando el
debate se desplazó del terreno económico. La Alianza nunca cuestionó
los logros en ese terreno y al contrario, prometió defender la convertibilidad.
Solamente así hizo mella su discurso moralizador y anti-corrupción,
acogido entonces con gran beneplácito por los sectores de ingresos medios.
El discurso presidencial maneja dos conceptos con habilidad: el primero, un
retórico progresismo que se opondría al fracaso de ciertas reformas
de la década pasada, el segundo, administra la herencia del 2001, el
“que se vayan todos”. No importa que las listas y los cuadros oficialistas
estén plagados con los nombres de “los desconocidos de siempre”.
Todo el que se le opone le sirve para reinvindicar la lucha contra “las
corporaciones”, intereses sectoriales y de grupos.
La pregunta central es, entonces: ¿se avizora alguna debilidad en el
flanco económico que amenace el proyecto de continuidad presidencial?
El conflicto distributivo
La gran amenaza es la combinación de la inflación y la intensidad
del conflicto distributivo.
En una de sus raras intervenciones públicas, el ex ministro Roberto Lavagna
hizo dos afirmaciones rotundas: acelerar la fecha de las elecciones supondría
convertir el 2006 en un año electoral, con los riesgos inherentes; abandonar
la idea del fondo anticíclico (que anunció días antes de
renunciar) supondría un ominoso cambio de rumbo.
Es en este mes de marzo donde se juega la partida en buena parte. Comienzan
las renegociaciones salariales en todos los sectores y en todo el país.
Sus resultados incidirán en el futuro nivel de la inflación y
en el rumbo general de la economía.
El fantasma de Hugo Moyano perturba al gobierno y a los empresarios por igual.
Si sus pretensiones son desmedidas habría conflictividad laboral y alzas
salariales fuera de proporción razonable. Por eso el Presidente juega
sus cartas para evitar un conflicto frontal con sindicatos nacionales, incluidos
los del sector público.
Eso explica la obsesión presidencial en su lucha contra el alza de los
precios y en el protagonismo que asumió para firmar acuerdos de todo
tipo con distintos segmentos de la actividad empresarial.
¿Es que el Presidente está convencido de que son efectivos los
controles de precios? De lo que está seguro es de que estos acuerdos
son su gran herramienta para limitar a las huestes de Moyano: “si piden
por encima de lo acordado con los empresarios, todo el esquema de precios se
derrumba y ustedes serán responsables de fogonear la inflación.”
Aún si este enfoque fuera correcto y las huestes que supuestamente controla
Moyano pudieran ser disciplinadas, parece que algo importante quedó fuera
de foco.
La fragmentación del poder sindical es inmensa, y el protagonismo de
los sindicatos de base es otra vez relevante. ¿Se podrá alinear
a estos actores con este razonamiento, o habrá que enfrentar una lucha
despiadada?
Por otra parte, el nuevo perfil de la organización judicial, claramente
prosindical más la virulencia contenida de los dirigentes obreros del
sector público, prometen complicar más el panorama para el gobierno.
Desde la perspectiva de la clase media, el gobierno debe enfrentar con decisión
todo reclamo desproporcionado aun cuando ello suponga enfrentar a sindicatos
tradicionalmente aliados y a los empleados públicos. Más allá
de las convicciones oficiales, no parece haber entusiasmo por sumergirse en
una pelea donde no se ven posibilidades claras de triunfar.
El resultado es evidente: si se levanta el nivel de inflación existente
y no se implementa la política anticíclica que reclama Lavagna,
podemos llegar a fin de año con turbulencias significativas.
La virtud de la inflación
De modo que el problema central con que se enfrenta el gobierno –y la
sociedad argentina– es cómo resolver el conflicto distributivo
de manera anti-inflacionaria. Si las demandas salariales son excesivas o de
mucha intensidad, pueden acelerar el nivel de inflación. En ese caso
se derrumbaría el edificio construido laboriosamente en torno a los acuerdos
de precios. Y ese colapso quedaría en el debe presidencial, ya que en
su despacho y con la presencia del Primer Mandatario se firmaron la mayoría
de esos acuerdos. En esa hipótesis sería imposible esquivar la
percepción de fracaso.
Si además el desborde salarial se da también en el sector público
–no solamente entre empleados de la administración pública;
también entre docentes, fuerzas de seguridad, etc– el nivel del
esencial superávit fiscal se resentiría.
¿Cuál es el nivel de inflación tolerable para esta sociedad
con una memoria plena de cicatrices en el tema? Nadie puede asegurarlo. Pero
si en algún momento, con inflación en ascenso, esa percepción
se corporiza, es recién en ese contexto cuando el estilo presidencial,
sus actitudes anti-republicanas y los resentimientos que ha sabido gestar, contribuirían
a formar un clima apto para el resurgimiento opositor –hoy difícil
de imaginar–.
Aún si los precios se mantienen en niveles aceptables, puede haber estrés.
Esta es una economía que, para crecer, necesita de cierto costo inflacionario.
Vitales para este modelo son el elevado tipo de cambio, el superávit
fiscal y –aunque parezca herejía– cierta dosis virtuosa de
inflación. El problema es determinar cuándo y por qué motivo
la virtud puede transformarse en pecado.
Veamos el punto con un caso concreto.
Los obreros petroleros que manifestaron en la localidad santacruceña
de Las Heras reclamaron un aumento en el tope del mínimo no imponible
en el impuesto a las ganancias. Supongamos que el gobierno accede –en
abril– y levanta ese tope en 20% (que tal parece ser la elección).
Lo que se pierde de recaudar por este concepto se recupera por el efecto combinado
de inflación y nivel de crecimiento económico. Con lo cual a fin
de año, esos asalariados estarán exactamente en el mismo punto
en que están hoy.
Es decir que la inflación actúa –en un caso así–
como licuadora del conflicto. En cambio, si no hubiera inflación, si
el indicador fuera cero, entonces disminuiría el superávit.
Pongamos otro ejemplo. ¿Cómo puede ser la negociación salarial
con el sector público? Si el gobierno hiciera una oferta –y fuera
aceptada– de aumentar los sueldos en dos tramos: 10% en el primer día
del segundo trimestre, y otro 10% en el primer día del cuarto trimestre
(con lo cual, el incremento anual en promedio sería de 10%), el efecto
positivo sobre la recaudación impositiva lo compensaría fácilmente.
Lo que significa que, bajo ciertas condiciones, el gobierno puede manejar muy
bien el conflicto distributivo y ganar la partida. En ese caso su potencial
electoral queda intacto.
Si en cambio la inflación asciende más de lo esperado o se desboca,
se produce una notable fisura en la solidez del proyecto oficial.
El teorema se podría formular de esta manera: cierto aumento de inflación
es funcional al gobierno. Excesiva inflación con relación a las
expectativas, deja de ser funcional y se convierte en una amenaza.
Algunas precisiones
Recapitulemos. El enorme esfuerzo por controlar los precios que despliega la
Casa Rosada es una batalla que el Presidente entiende muy bien. Más importante
que contener precios es disciplinar a los sindicatos que no deberían
poner en riesgo los acuerdos de precios.
Hay una bala de cañón suelta que puede causar destrozos: el poder
sindical se ha fragmentado y los dirigentes de la CGT no representan adecuadamente
a todos los asalariados. Los sindicatos de base, de empresa, pueden dar una
batalla feroz.
Todos los indicadores económicos son más que alentadores. No hay
necesidad de dólares como casi siempre anteshubo en nuestra historia
económica. Sin problemas en el sector externo, lo que permite el tipo
de cambio alto es mantener bajas las tasas de interés internas.
Una reflexión final: hay una nueva clase media. La que intenta escapar
al cepo del actual mínimo no imponible en Ganancias. La élite
sindical tiene ingresos muy superiores –como es el caso de los petroleros–
al de otros asalariados, y ni hablar con relación a los que tienen ingresos
en negro.
Toda ganancia que obtenga Hugo Moyano para su gente, perjudica a todos los demás
que se manejan en el campo de la economía informal. M