Ahora resulta que todos somos frondizistas…

    Por
    Félix Luna

    Se publican libros
    destacando su obra de gobierno, se realizan actos y jornadas para analizar
    su pensamiento, se habla de imponer su nombre a una calle de Buenos Aires.
    (Entre paréntesis, recordemos que Ayacucho es la primera localidad
    donde se bautizó una avenida con el nombre de Frondizi). Parece
    que se hubiera logrado unanimidad alrededor de este personaje, tan cuestionado
    en otra época.
    Sería de toda justicia que el país reivindicara definitivamente
    a Arturo Frondizi, el único estadista verdadero de nuestro siglo
    XX, pues Irigoyen y Perón fueron gobernantes que no alcanzaron
    aquella estatura. Y Frondizi, en cambio, fue un hombre de Estado en toda
    la extensión de la palabra, caracterizado por una mirada que iba
    más allá de su circunstancia. Esta fue su grandeza y también
    la cifra de su vulnerabilidad, pues en muchos aspectos se adelantó
    a su tiempo. Y un estadista que se adelanta a su tiempo debe pagar un
    terrible precio.
    Pero ahora, cuando todos aplauden la memoria de Frondizi, se me ocurre
    hacer un juego de historia-ficción.
    Recordemos: Frondizi cayó por la decisión irresponsable
    de tres comandantes en jefe, cuyos nombres, piadosamente, prefiero olvidar.
    El motivo era el resultado de las elecciones parciales del 18 de marzo
    de 1962. Se presentó este comicio como una catástrofe institucional,
    como el fracaso de la política de Frondizi y el advenimiento de
    un estado de caos. Y en esta apocalíptica visión fueron
    cómplices todos los partidos opositores, los grandes diarios, las
    fuerzas económicas más relevantes, los generadores de opinión
    pública.
    Sin embargo, un análisis más sereno de los resultados del
    pronunciamiento electoral arrojaba una interpretación muy diferente.
    El peronismo ortodoxo había triunfado, es cierto, en la provincia
    de Buenos Aires. Pero ¿qué excesos podría ejercer
    Andrés Framini como gobernador, siendo que no tendrían mayoría
    en la Legislatura, no controlaría la decisiva Fiscalía de
    Estado, tendría que moverse respetando la libertad de expresión
    y, sobre todo, estaría vigilado por el poder federal? El cuco de
    un peronismo vengativo y feroz dominando la primera provincia argentina
    fue una invención falaz, insostenible.
    Pero además, la UCRI, el partido de Frondizi, había triunfado
    en la Capital Federal, Santa Fe, Entre Ríos y otras provincias.
    El oficialismo no perdía su mayoría en ambas cámaras
    del Congreso. El radicalismo había triunfado en Córdoba,
    los conservadores en Mendoza y en algunas provincias chicas, fuerzas neoperonistas,
    que por definición eran oportunistas.

    Nada habría cambiado mucho
    Si hubiera habido más templanza en la oposición, no habría
    existido el golpe de Estado del 29 de marzo. Salvo la conducción
    de la provincia de Buenos Aires, limitada y condicionada, nada habría
    cambiado demasiado. En realidad, el comicio hacía posible un experimento
    inédito en la Argentina y sumamente positivo: el ejercicio del
    poder, limitado por las instituciones, por una fuerza, el peronismo, que
    antes lo había usado discrecionalmente; y paralelamente el respeto
    de los sectores antiperonistas por quienes hasta entonces habían
    sido parias políticos. En realidad, el comicio del 19 de marzo
    proponía esa integración por la que Frondizi había
    luchado incansablemente, blanqueando de una vez por todas el “hecho
    maldito”. Sabemos que no fue así, y desde entonces, al no
    poderse gobernar con el peronismo se intentó gobernar sin él
    o contra él: el resultado de este esquema irreal y antidemocrático
    fue la larga inestabilidad que recién terminó en 1983.
    Hemos olvidado los nombres de los comandantes que echaron a Frondizi pero
    no se deben olvidar otros factores golpistas. Por ejemplo, el radicalismo,
    que por odio a Frondizi abandonó su gloriosa tradición legalista
    y se sumó implícitamente al golpe. Por ejemplo, al general
    Aramburu, cuyo arbitraje pudo tener éxito de no haber descreído
    él mismo en sus posibilidades. Por ejemplo, los grandes diarios,
    que miraron el desplome institucional como si estuvieran viéndolo
    desde un balcón. Por ejemplo, la Iglesia, que no se comidió
    a emitir el menor pronunciamiento. Y finalmente, a las fuerzas armadas,
    honradas y respetadas como nadie lo hizo, que asintieron el golpe llevado
    adelante por sus mandos, sin una sola actitud de rebeldía. Cuando
    en la madrugada del 29 de marzo llevaban a Frondizi a Martín García
    desde la residencia de Olivos, fuimos muchos los que lloramos, entre ellos,
    el caballeresco edecán del presidente: tal vez sus lágrimas
    no eran un homenaje al presidente cautivo sino un responso por las fuerzas
    que en esa jornada se cubrían de vergüenza…
    Dijimos que haríamos historia-ficción, un barajar de conjeturas.
    Pero si Frondizi hubiera podido terminar su mandato, aún condicionado
    en su poder de decisión, el pensamiento desarrollista hubiera triunfado,
    el peronismo se integraba a la vida política, el poder lejano de
    Perón se hubiera deshilachado. Probablemente Frondizi no había
    podido imponer como presidente a uno de su partido y habría que
    haber buscado un candidato de conciliación. ¿Aramburu? Pero
    la sabia política internacional de Frondizi, su política
    industrialista, la liquidación de anacrónicos prejuicios
    que implicaba su acción de gobierno, eso hubiera dio el resultado
    inamovible de su gestión.
    Sabemos que después del golpe las cosas no fueron al peor escenario
    gracias al patriotismo de Guido y a la astucia de Julio Oyhanarte y unos
    pocos civiles. Pero también sabemos el retroceso que significó
    el provisoriato de 1962/63, el posterior gobierno de Illia, tan frágil,
    y el onganiato con sus tristes secuelas, la violencia generalizada, el
    peronismo caótico, la represión posterior. Y entonces extrañamos
    la presencia en el timón de aquel extraordinario argentino, Arturo
    Frondizi, al que hoy todos admiran pero que entonces muy poco defendieron.