Entretanto,
la irrupción de esas mismas transnacionales en el ex "tercer
mundo" ha abierto otro capítulo en la saga globalizadora, donde
la IED es clave para esas compañías. En 2002, invirtieron
US$162.000 millones en el mundo en desarrollo, muy por encima de los 15.000
millones registrados en 1985. En 2004, la suma acumulada en 15 años
se acercaba a US$2 billones (millones de millones) y seguía creciendo
en 2005.
Lógicamente, los gobiernos de países en desarrollo están
ávidos de los capitales, la tecnología y las aptitudes gerenciales
aportadas por compañías extranjeras. Por ende, les ofrecen
facilidades tributarias y aduaneras, terrenos y servicios a tarifas subsidiadas,
amén de otros incentivos, creyendo que así seducen la IED.
No obstante, por cada puesto laboral creado, los incentivos pueden llegar
a miles de dólares por año. En algunos casos, más de
US$200.000 en valor neto.
Pero, al mismo tiempo, esas naciones suelen desconfiar de las multinacionales
(a veces, con razón). Tratando de proteger industrias locales y asegurar
que los flujos de fondos exógenos beneficien la economía,
muchos estados imponen restricciones.
Investigadores del MGI afirman haber comprobado, curiosamente, que tanto
estímulos como limitaciones son mayormente ineficaces. Pero, a menudo,
son contraproducentes, cuestan millones por año, amparan a operadores
ineficientes y reducen la productividad. En general, sin duda la IED puede
beneficiar mucho a las naciones en desarrollo. No obstante, para aprovecharla
deben consolidar la infraestructura, el entorno jurídico o regulatorio
y los niveles de competencia.
¿Cosa
buena?
En verdad, la IED privada es quizá la forma más controvertida
de globalización. Sus críticos sostienen que las empresas
extranjeras explotan la mano de obra e ignoran las leyes laborales, esgrimiendo
casos concretos. Sus defensores replican que la IED significa fondos frescos,
tecnología y trabajo, apoyándose en datos macroeconómicos
y planteos estadigráficos que, como mucho, brindan respuestas condicionadas.
Para aportar datos al debate, los expertos de McKinsey estimaron los efectos
de la IED en sectores locales -industrias y servicios- en Brasil, China,
México e India. Las áreas incluían automotores, electrónica
de uso final, minoristas de alimentos, tecnología informática
(TI) y tercerización de procesos.
En 13 de 14 casos, la inversión directa externa privada ayudó
a las actividades que la recibieron. En general, elevó productividad
y volúmenes aumentando, por ende, sus ingresos y los nacionales.
En muchos casos, también bajó precios y promovió
calidad o gama de servicios y bienes.
Tal vez la mayor ventaja de la IED -bien que discutida- es su capacidad
de mejorar niveles de vida, al menos en determinados estamentos sociales.
Según el estudio considerado, casi 80% de IED lo efectúan
hoy empresas que entran en un mercado para vender algo ahí, no
para producir bienes o servicios baratos para exportar.
Usuarios y consumidores locales son, pues, los mayores beneficiarios de
inversiones que buscan ocupar o crear mercados. En casi todos los casos
analizados, el público acabó pagando menos y disponiendo
de una oferta más diversificada -o ambas cosas al mismo tiempo-,
tras la inserción de compañías extranjeras. En México,
Wal-Mart y su drástica política de rebajar precios como
fuere (a veces, destruyendo competidores) acabó con un hábito
de las cadenas locales: obtener márgenes excesivos aumentando constantemente
los precios. En India, acondicionadores de aire, televisores y heladeras
cedieron alrededor de 10% -sólo en 2001- cuando empresas del exterior
entraron en el mercado.
En términos amplios, los precios ceden porque operadores extranjeros
aumentan eficiencia o productividad (de hecho, son casi la misma cosa)
en un sector, aportando capitales frescos o innovaciones tecnológicas.
Esto reduce mano de obra -los investigadores no se detienen en efectos
sociopolíticos, como los ocasionados en México por la maquila-
y mejora la calidad del management. El proceso también obliga a
empresas locales menos eficaces a mejorar o desaparecer.
Barreras
caídas
Interesa abordar el caso de la industria automotriz india. Hasta principios
de los ´80, un mercado sobreprotegido estaba dominado por Hindustan Motors
(HM) y PAL, ambas muy ineficientes, que ofrecían apenas dos modelos
basados en tecnología de los ´60 y ofrecidos a precios escandalosos
(más o menos US$20.000). En 1983, el Gobierno le autorizó
un emprendimiento conjunto entre Suzuki y la estatal Maruti Udyog. En
pocos años, salieron a la venta ocho modelos y la calidad de los
automotores -incluyendo los de HM y PAL- había mejorado espectacularmente.
En 1992, Delhi levantó casi todas las barreras al capital extranjero
subsistentes en el sector. Doce firmas ingresaron al mercado y, desde
entonces, los niveles de productividad vienen subiendo velozmente, en
parte por el cierre de PAL. En la actualidad, se colocan no menos de 30
modelos y los precios bajan de 8 a 10% anual en todos los segmentos. Por
consiguiente, la demanda local ha pegado un salto y se triplicó
el volumen de la industria.
Los críticos de la globalización -apunta McKinsey- a menudo
se centran en otro tipo de IED privada, hecha por empresas que quieren
fabricar bienes u ofrecer servicios baratos orientados a la exportación.
No obstante, el estudio supone que esa clase de inversiones en pos de
eficiencia de costos resulta aun más positiva, pues crea trabajo
y promueve producción sin amenazar a compañías locales.
Por ejemplo, la IED en India ha contribuido a generar más de US$10.000
millones en actividades de software y tercerización de servicios
TI que, sin ser industrias, emplean 500.000 personas, en general especializadas.
Las proyecciones disponibles sugieren que ese número puede llegar
a dos millones hacia 2008. En China, las multinacionales han estimulado
el crecimiento de la electrónica para uso final, sector que en
2004 ya daba trabajo a 860.000 persona y generaba ganancias por US$1.700
millones anuales vía exportación.
Incentivos
imprudentes
Como se apuntaba párrafos atrás, los estados que fomentan
IED privada ofreciendo costosas ventajas impositivas o aduaneras, tarifas
energéticas subsidiadas y otros estímulos, creen que todo
eso funciona. Sin embargo, abundan pruebas de que, por lo común,
resultan ineficaces.
En muchas instancias, los gobiernos dejan de percibir montos sustanciales
para fomentar inversiones que igual se hubiesen hecho. Al respecto, India
renunció a la tasa sobre réditos de sociedades (35% ad valorem)
en favor de empresas extranjeras que mudasen al país procesos internos
de TI. Esta concesión implica US$6.000 anuales por cada empleado
de tiempo completo y se ha tornado irrelevante: India ya representa más
un cuarto del mercado global en ese sector.
Ejecutivos de varias transnacionales coinciden en ese diagnóstico
del MGI. Sus respuestas a una encuesta indican que las consideraciones
primarias, al encarar una inversión en el exterior, son la calidad
de infraestructura y mano de obra, volumen y potencial del mercado y la
accesibilidad de emplazamientos. En teoría, si todo lo demás
es igual, los incentivos financieros condicionarán la decisión.
Pero casi nunca existe esa paridad, en particular cuando se evalúan
docenas de factores, incluso el contexto internacional.
Tornando peores las cosas, gobiernos nacionales, provinciales y municipales
desatan "guerras de estímulos" para captar determinadas
IED. Este tipo de batallas también es común en economías
centrales, donde se pelea por radicaciones. Así, Toyota y Nissan
le han sacado suculentas porciones de mercado a Detroit, simplemente porque
han radicado fábricas en estados o municipios donde no rigen los
convenios colectivos del poderoso sindicato automotor (UAW).
Eso demuestra que, en muchos casos, los incentivos financieros o tributarios
no son decisivos, aun en materia automotriz. Así, Ford declaró
que los tres factores esenciales que la resolvieron a establecer una planta
en Tamil Nadu, estado sureño indio, fueron: a) disponibilidad de
proveedores básicos; b) mano de obra especializada; y, c) calidad
de infraestructura. Los generosos estímulos impositivos pesaron
menos que la cercanía de un puerto.
Cuando los incentivos atraen capitales del exterior, a veces surgen consecuencias
inesperadas. Los costos fiscales pueden elevarse rápidamente si
los estímulos se extienden a empresas locales. Ulteriormente, tanta
generosidad promueve sobreinversiones, como ocurrió en la industria
automotriz brasileña. Respondiendo a subsidios superiores a más
de US$100.000 por cada puesto laboral creado, las firmas extranjeras añadieron
40% de capacidad productiva a fines de los ´90. Por ende, hacia 2002 había
80% de sobrecapacidad.
A veces, los incentivos acaban subsidiando producción ineficiente
que no habría existido sin ellos. Acá también sirve
un ejemplo brasileño, en este caso con artículos electrónicos
y electrodomésticos de fabricantes tanto locales como internacionales.
Los gobiernos federal y de Amazonas querían a toda costa crear
un polo industrial en la remota Manaos y ofrecieron toda clase de estímulos
que, sólo en 2001, le costaron al erario público US$576
millones.
La ciudad está a 4.000 kilómetros de San Pablo y 800 km
río arriba de Belén, el puerto oceánico más
próximo. Se precisan meses para transportar componentes desde el
este asiático hasta el corazón de la selva pluvial sudamericana
y, después, semanas para enviar a San Pablo los productos ensamblados.
Por tanto, los fletes agregan 5% a los costos de fabricación y
otro 2% surge por financiamiento de existencias extras. Existe otro factor,
típico de ensayos distantes de un mercado principal: el alto costo
de vida relativo que, a su vez, infla salarios (algo habitual en la Argentina,
bajo el paralelo 42° sur).
Tampoco
las restricciones funcionan
Aun regalando tantos incentivos, muchos países en desarrollo también
restringen la libertad operativa de las empresas extranjeras, para proteger
industrias locales o forzar IED mayores a las requeridas por sus colocadores.
La limitación más popular adopta la forma de contenidos
locales en bienes complejos fabricados por firmas internacionales, cuya
expresión más compleja es la de emprendimientos conjuntos
casi obligatorios.
Aunque los contenidos locales taxativos sean ahora ilegales, según
normas de la Organización Mundial de Comercio, los países
en desarrollo se las arreglan para crear otras barreras. En general, gravámenes
sobre componentes, que acotan las operaciones de las compañías
extranjeras. El trabajo de McKinsey, empero, echa dudas sobre la efectividad
de esas medidas que, a menudo, no se necesitan para desarrollar industrias
proveedoras ni mejorar la gestión o la tecnología de las
existentes. Cuando realmente lo hacen, resultan antieconómicas.
En la mayoría de los casos, las exigencias de contenidos locales
han desaparecido, pero -por cierto- su efecto económico era marginal.
Así, las automotrices internacionales radicadas en India admiten
que habrían tercerizado en el país la mayor parte de componentes,
aún sin requerimientos específicos.
¿Por qué? Por los costos y el tiempo necesarios para importar
partes, el aumento de precios externos (debido a la devaluación
de la rupia en 1991) y una gran masa de trabajadores especializados que
cobran salarios exiguos en la industria de componentes y repuestos. Similares
motivos valen en China, otros países de la zona y una amplia gama
de bienes.
Las investigaciones del MGI señalan, pues, que las exigencias de
integración locales con frecuencia no sirven para desarrollar una
industria proveedora fuerte. China no impone esa clase de condiciones
en electrónicos de uso final. No obstante, sus empresas están
avanzando velozmente de armar partes a fabricar la cadena completa de
valor agregado. Semiconductores inclusive. Por ende, la ausencia de restricciones
-en ciertos casos- puede generar ciclos virtuosos fundados en IED privada.
Por su parte, México comenzó a derogar exigencias de integración
automotriz en 1994. Pero todavía tiene siete veces más trabajadores
en fabricantes de partes (también se exportan) que en ensambladoras
de productos terminados, efecto de la "mentalidad de maquila".
Por el contrario, la Argentina y Brasil parecen elevar la proporción
de componentes exógenos, pero por otro factor, el Mercosur. La
gran mayoría de partes en la Argentina proviene de Brasil y viceversa.
No ocurre así en el Tratado Norteamericano de Libre Comercio, donde
una sola economía en desarrollo comparte espacios con dos centrales.
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