Todo empezó,
en apariencia, con el derrumbe de Sears, comprometido en contactos directos
con Darlene Druyun –alta funcionaria del Pentágono, hoy también
en la calle–, a quien ofreció dinero y un importante cargo
a cambio de impulsar US$ 17.000 millones en contratos con el Pentágono.
Tiempo antes, se perdían negocios por miles de millones con la
Fuerza Aérea, tras saberse que Boeing poseía ilegalmente
miles de documentos reservados de su competidora, Lockheed Martin. El
escandalete concomitante trabó el alquiler de 20 aviones cisterna
y la compra de 80. O sea, ese contrato de US$ 17.000 millones que Druyun
estaba “manejando”. Semanas antes de terminar 2003, la dimisión
de Condit sorprendió por temprana, no por imprevista. Mientras,
salía a la superficie una sorda guerra entre los equipos de Boeing
y McDonnell Douglas, empresa absorbida algunos años antes.
La conducción quedó en manos de Stonecipher, hacía
poco jubilado como vicepresidente y –señal peligrosa para
la gente de la Boeing original– ex CEO de Douglas. En un gambito
poco explicable, algunas facultades de Condit pasaron a Lewis Platt (ex
presidente de Hewlett-Packard).
Con 40 años de dureza en las espaldas, Stonecipher (“petroglifo”
en inglés) era poco inclinado a innovar. De ahí que sus
primeras declaraciones se interpretasen como signo de que la aviación
comercial no lo desvelaba. Pero Airbus ya se cernía sobre el horizonte.
¿Por qué? Porque la desactualización le había
hecho a Boeing ceder la delantera al rival europeo. Hoy, años de
escasa transparencia ejecutiva y manejos poco éticos como proveedor
militar indican el avance de una cultura codiciosa, pero no innovadora.
Washington
se inquieta
El gobierno tenía motivos para preocuparse: Boeing es el mayor
exportador norteamericano, emplea 158.000 personas y opera en 38 estados
de la Unión. Los ataques terroristas en septiembre de 2001 redujeron
drásticamente la demanda de aeronaves comerciales y la compañía
pasó a depender más del sector defensa. En ese momento,
un equipo remanente de McDonnell Douglas empezó a tomar las riendas,
manifestando hostilidad a la innovación tecnológica.
Así, a mediados de 2003, Boeing sorprendió con un cargo
de US$ 1.100 millones en el balance, por colapso en el lanzamiento de
satélites comerciales. La serie de desastres acabó con Sears,
hasta noviembre delfín de Condit.
Stonecipher se desplomó al cabo de apenas quince meses. Vivía
un romance con una ejecutiva y fue obligado a renunciar. A los 68 años,
cayó víctima del “código de conducta” que
él había impuesto en Boeing para restaurar el buen nombre
de la compañía. “Su liderazgo se esfumó”,
dijo a principios de marzo Platt, un presidente de directorio cuya imagen
tampoco sale indemne: Condit, Stonecipher y James Bell, ahora CEO interino,
eran hombres suyos.
Es la segunda vez en poco tiempo que Boeing echa al máximo ejecutivo.
Por un lado, no se vislumbran candidatos adentro; por el otro, los problemas
de la empresa dificultan captar talentos afuera. Condit y su sucesor no
eran muy brillantes y el actual sustituto interno tampoco lo parece.
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