Gracias a Rodriguez Saá y Duhalde

    Nadie
    se hizo la pregunta. Si la Argentina no hubiese entrado en default,
    ¿cuántos acreedores habrían aceptado que se
    les pagara menos de lo debido?
    La respuesta es sencilla: ninguno.
    Sólo el que ha cobrado cero durante tres años acepta
    cobrar –a largo plazo– entre 34,4% y 56,6% de su crédito.

    Algunos economistas y empresarios dijeron en 2002 que dejar de pagar,
    con el propósito de forzar un arreglo, era un procedimiento
    “inmoral”. Recordaron el adagio latino pacta sunt servanda
    (los pactos deben cumplirse) y sostuvieron que, si una nación
    no honra sus compromisos, se desacredita ante el mundo.
    Sin embargo, a ningún economista o empresario se le ocurriría
    calificar de “inmoral” al concurso preventivo de acreedores,
    por el cual se evita la quiebra de las empresas que no pueden pagar
    todas sus deudas [Ver recuadro “¿La ley 24.552 es inmoral”].
    ¿Por qué es inaceptable que el Estado haga lo mismo
    que hacen todos los días, en el mundo entero, empresarios
    con un pasivo que excede su capacidad de pago?
    Es cierto que, en el caso de deudas soberanas, no existe un “juez”
    universal que dirija el proceso.

    Chapter
    11

    Jeffrey Sachs, el famoso profesor de Harvard, propuso en 1998 un
    Chapter 11 para países. La expresión se refería
    al Capítulo 11 del United States Bankruptcy Code, equivalente
    al concurso preventivo de acreedores. La finalidad de Sachs era
    que un país sobreendeudado pudiera dejar de pagar y presentarse
    ante un tribunal global, obligando a sus acreedores a negociar quitas
    o esperas. Estaba previsto un premio para los acreedores que, durante
    el proceso, siguieran proveyendo de fondos al país sobreendeudado:
    al llegarse a un acuerdo, esos acreedores cobrarían primero,
    o más.
    El premio Nobel Joseph Stiglitz estuvo de acuerdo.
    La idea tuvo, además, un inesperado apoyo. El 20 de diciembre
    de 2001 (sólo tres días antes de que la Argentina
    declarara el default), la vicepresidenta ejecutiva del FMI, Anne
    Krueger, hizo suya la propuesta. En un discurso pronunciado en Nueva
    Delhi, India, explicó:
    1) Todos los países miembros del FMI debían sancionar
    una ley de quiebra para estados soberanos, convirtiendo al Fondo
    en el tribunal competente para entender en tales quiebras.
    2) Un país sobreendeudado podría recurrir al FMI para
    que se lo autorizara a suspender el pago de la deuda.
    3) El FMI autorizaría la suspensión.
    4) Todos los juicios contra el país deudor quedarían,
    entonces, congelados.
    5) Los acreedores estarían obligados a negociar con el gobierno
    de ese país.
    6) Para evitar la fuga de capitales, ese gobierno podría
    establecer el control de cambios, con anuencia del Fondo.
    7) El país deudor tendría asistencia financiera del
    propio Fondo.
    8) Los acreedores recibirían en determinado momento una propuesta
    de arreglo, que consistiría en quitas, plazos o ambas cosas.
    9) De ser aceptada por la mayoría, la propuesta sería
    válida para todos. Los acreedores más recalcitrantes
    tendrían que optar: o cobrar según el arreglo o no
    cobrar nada. Es lo que en la legislación estadounidense de
    quiebras se llama cram down.
    La propuesta fue aprobada “de manera preliminar” por el
    directorio del FMI, pero en marzo de 2002 debía pasar la
    prueba definitiva. Surgieron disidencias que frustraron la creación
    de un sistema de concurso preventivo para naciones.
    En un intento de salvar la propuesta, Krueger la modificó,
    sacando al FMI del medio. El Fondo sólo intervendría
    en la faz inicial, para autorizar la suspensión de pagos.
    Luego, la conducción del proceso quedaría a cargo
    del país deudor junto con un comité de acreedores.
    No tuvo mejor suerte.
    Sin un Chapter 11, a los países sobreendeudados sólo
    les queda el recurso tradicional del default [Ver recuadro “Países
    con bonos en default a lo largo de dos siglos”].
    Al dejar de pagar, un país obliga a sus acreedores a negociar
    la reducción de la deuda, a lo cual ningún acreedor
    accede mientras está cobrando. Con la cesación de
    pagos comienza un brinkmanship (un tira y afloja) sin juez ni síndico.
    Es un recurso que se utilizó a gran escala en los años
    ’30 y ’80 del siglo pasado, y ahora; pero nunca como en
    la década de los 1830 [Ver “Soberana deuda”].

    Moratoria
    con batucada

    Mientras Krueger discutía sobre un hipotético sistema
    de concurso universal, la Argentina ya estaba en default.
    Lo había declarado el 23 de diciembre de 2001, para sorpresa
    de nadie.
    Un par de días antes, basándose en “una de las
    principales agencias calificadoras de riesgo en el mundo” la
    CNN había anticipado el “inminente” default argentino.
    La agencia era Fitch, para la cual los bonos argentinos habían
    caído a la categoría DDD: “bonos basura”,
    como ilustró la cadena norteamericana de noticias.
    Agregó la CNN que, “sin ayuda internacional”, la
    Argentina no podía evitar “el peor default de la historia”,
    y que esa ayuda no estaba disponible.
    Adolfo Rodríguez Saá hizo, por fin, el anuncio. Fue
    al asumir la presidencia de la Nación ante la Asamblea legislativa.
    La mayoría de los legisladores se puso de pie y comenzó
    a gritar ¡Argentina! ¡Argentina! ¡Argentina!.
    El efecto de ese acto, indebido y grotesco, fue contraproducente.
    Los que se oponían al default por otras razones, utilizaron
    el festejo para agitar un fantasma. “Esta imagen está
    dando la vuelta al mundo, y muestra a la Argentina como un país
    que, además de no honrar sus deudas, festeja el fraude a
    los acreedores. Esto nos deja fuera del mundo y lo pagaremos con
    décadas de aislamiento”, dijo un influyente economista
    y político.
    No fue ésa la visión del mundo exterior. No al menos
    la de los observadores serios. En Estados Unidos, el New York Times
    –que trató el insólito festejo legislativo como
    una nota de color– se concentró en lo sustancial. Dijo:
    “El default argentino es el mayor de la historia, pero no se
    lo considera una amenaza a los otros países, sean éstos
    desarrollados o en desarrollo. Esto es así porque la crisis
    argentina se fue desarrollando tan lentamente que la mayoría
    de los acreedores tuvieron oportunidad de limitar su riesgo”.

    Economistas como Paul Krugman sabían que la Argentina había
    entrado en cesación de pagos antes de anunciar el default.
    Asumir la situación era lo más prudente que podía
    hacer ése o cualquier otro gobierno. Fingir solvencia habría
    tenido consecuencias gravísimas. El país, sin acceso
    a los mercados voluntarios de crédito desde marzo de 2001,
    no tenía cómo hacer frente a los compromisos, y debía
    reestructurarlos.
    En la Argentina, la propaganda antidefault hizo que eso no se comprendiera.
    Muchos vivieron la moratoria como una vergüenza. Durante su
    campaña electoral, el hoy presidente Kirchner dijo el 22
    de abril de 2003, en el teatro Coliseo, de Buenos Aires: “Nosotros
    no somos el proyecto del default”. Como si el default fuera
    un “proyecto”. Como si la cesación de pagos hubiese
    sido un acto caprichoso. Como si el gobierno siguiente (que resultaría
    el del propio Kirchner) no fuera a beneficiarse de esa situación,
    logrando una segura reducción de la deuda.

    El
    fatídico 1 a 1

    Rodríguez Saá comprendió que era imposible
    pagar. No entendió, en cambio, que era igualmente imposible
    seguir con el 1 a 1. En su mensaje a la Asamblea legislativa dijo:
    “Una devaluación significaría la disminución
    de los salarios y del poder adquisitivo”.
    Es increíble cómo, bajo ciertas condiciones, profesionales
    y funcionarios repiten algunas cosas sin pensar. ¿Qué
    quiere decir que la devaluación baja los salarios? Salvo
    que el encarecimiento de insumos importados altere los precios internos,
    y el gobierno decida congelar salarios, un nuevo tipo de cambio
    no tiene por qué afectar los ingresos reales de los trabajadores.
    El salario debe medirse por la cantidad de bienes esenciales que
    pueden comprarse por cada hora de trabajo. ¿Cuántas
    horas debe trabajar un obrero para comprar cinco kilos de carne
    por mes? ¿Y para comprar 30 litros de leche? ¿Y para
    pagar el alquiler?
    El trabajador no bebe Dom Perignon ni veranea en las Seychelles.
    No tiene, siquiera, capacidad de ahorro. Decir que su salario baja
    porque hubo una devaluación es incurrir en un error técnico
    o usar un artilugio para defender el tipo de cambio bajo.
    La baja del salario medido en dólares no tiene por qué
    perjudicar al trabajador, pero favorece al exportador, ya que reduce
    sus costos en la moneda con la cual tiene que competir fuera de
    la Argentina.
    Por otra parte, a mediano plazo lo que más resiente el salario
    real es el dólar barato. Al quitar competitividad a los productos
    argentinos en el mundo, y favorecer la inundación del mercado
    interno con productos importados, la sobrevaluación del peso
    multiplica las quiebras y desalienta la inversión productiva.
    Eso se traduce en desempleo y, cuando hay mucha gente sin trabajo,
    la fuerza laboral baja sus expectativas y se conforma con salarios
    bajos. Sólo cuando se está en condiciones de cuasi
    pleno empleo hay presión para el alza de salarios.
    Eso no hace que los empresarios lúcidos prefieran la situación
    en la cual los trabajadores ganan menos y no protestan. “Hay
    una correlación entre nivel de salario y rentabilidad: los
    salarios son bajos cuando la rentabilidad es baja”, dice un
    fabricante de autopiezas que ha vuelto a exportar.
    Kirchner no lo entendía. No sólo defendió el
    1 a 1 en épocas de Carlos Menem y Fernando de la Rúa.
    Durante el interinato de Rodríguez Saá y al asumir
    Eduardo Duhalde, hizo público su criterio, contrario a la
    devaluación [Ver “Si no fuera por el 3 a 1…”].
    Él también creía que abandonar la paridad perjudicaría
    “a los que menos tienen”.
    El 1 a 1 le había quitado empleo “a los que menos tienen”,
    había reducido el poder adquisitivo de sus salarios, había
    destruido a las Pymes y sólo había sido un negocio
    para el capital financiero internacional.

    El
    temor a la hiper

    ¿Por qué costaba ver algo que saltaba a los ojos?
    La respuesta se encontraba en los sondeos de opinión pública.
    Una serie de encuestas, realizadas durante años por el consultor
    Enrique Zuleta Puceiro, mostró que la opinión pública
    asociaba el 1 a 1 a estabilidad, y la devaluación a la hiperinflación.
    Era natural, dado que la hiperinflación del período
    1989-1991 había sido traumática, y la convertibilidad
    había resultado el remedio mágico.
    Lo que no era natural era que economistas y líderes políticos
    fueran incapaces de orientar a la opinión pública,
    explicándole cómo el remedio que cura una enfermedad
    puede causar otra.
    Un régimen de convertibilidad como el establecido en la Argentina
    es, a los efectos de frenar la inflación, infalible. La moneda
    local es declarada convertible, a una tasa de cambio fijo, y se
    obliga al Banco Central a mantener las reservas necesarias para
    comprar el circulante. Si tiene exceso de reservas, puede emitir;
    si tiene faltante, debe retirar dinero del mercado. Imposible que
    la inflación no caiga.
    El problema es la tasa fija. Cuando la moneda local queda sobrevaluada,
    eso que sirvió para estabilizar la moneda se convierte en
    un peso insoportable para la producción. Si no se quiere
    alterar la política cambiaria, y se buscan “devaluaciones
    indirectas”, vía reducción de la inversión
    y el gasto públicos, se agrava el problema.

    Signos de aprendizaje
    En su mensaje a la Asamblea legislativa, Kirchner dijo el último
    1° de marzo: “En nuestro esquema de política económica
    sigue siendo fundamental un tipo de cambio realista, pro producción
    y pro empleo nacional”.
    La afirmación indica que, en el ejercicio de la Presidencia,
    el ex gobernador de Santa Cruz ha aprendido. Roberto Lavagna debe
    haber cumplido un papel importante en la educación presidencial.
    El ministro de Economía es un hombre solvente, que se maneja
    con prudencia y tiene la habilidad política necesaria. En
    la reestructuración de la deuda mostró, con el respaldo
    que le dio la firmeza de Kirchner, que es paciente y, cuando hace
    falta, flexible. Sin el default, Lavagna no habría conseguido
    nada. Con el default, podría haber conseguido mucho menos.
    Partió de una oferta “dura” como la de Dubai (25%,
    sin computar intereses) y simuló que era inmodificable. Al
    final, cedió todo lo que debía ceder para que la operación
    no se cayera, pero logró el mejor resultado posible.
    La economía argentina parece haber sustituido el dogmatismo
    por el pragmatismo. Habrá que ver. La clave para saber si
    realmente se aprendió la lección será, otra
    vez, el tipo de cambio. Hay posibilidad de que la inflación
    trepe, y allí puede surgir otra vez la tentación que,
    desde hace décadas, impide el desarrollo de la Argentina:
    la tentación de controlar precios internos a través
    de la política cambiaria.
    El actual gobierno, que disfruta de medidas que no tomó,
    deberá empezar a gobernar por sí mismo y lograr, al
    mismo tiempo, la estabilidad y un tipo de cambio competitivo.


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    ¿La
    ley 24.552 es inmoral?

    Ésta
    es la Ley de Concursos y Quiebras de la República Argentina.
    Ofrece, a toda empresa que no puede pagar sus deudas, la posibilidad
    de evitar la quiebra mediante un “concurso preventivo”.
    Estas son las reglas que establece la ley:

    La
    empresa deudora deja de pagar y explica

    • La empresa deudora tiene que “explicar las causas concretas
    de su situación patrimonial”, indicando cuándo
    se produjo la “cesación de pagos”, es decir, la
    imposibilidad de cumplir.
    • Junto con las explicaciones, acompañará sus
    últimos balances y un detalle de todos sus acreedores.

    Los
    acreedores deben justificar sus créditos

    • Cumplidos los requisitos, el juez declara abierto el concurso
    preventivo; y fija un plazo para que los acreedores presenten las
    constancias de sus créditos a un síndico.

    La
    empresa deudora sigue administrando sus bienes

    • La empresa deudora no podrá enajenar o gravar bienes
    hasta que termine el concurso; pero sigue administrando su patrimonio,
    bajo la vigilancia del síndico.
    • Durante el concurso, el juez autorizará el “pronto
    pago” de cualquier obligación laboral derivado de la
    Ley de Contratos de Trabajo.

    Nadie
    cobra intereses, nadie puede demandar y las empresas de servicios
    públicos no pueden cortar la luz ni el teléfono

    • Se suspenden los intereses por toda deuda anterior al concurso.
    Nadie puede demandar por dinero a la empresa deudora, en virtud
    de hechos anteriores al concurso.
    • Quedan en suspenso las obligaciones derivadas de convenios
    colectivos de trabajo.
    • Las empresas de servicios públicos no pueden cortarle
    a la empresa deudora la luz, el gas o el teléfono, por deudas
    anteriores al concurso.

    La
    empresa deudora hace una propuesta: quita y más plazo

    • El síndico presenta un análisis de las causas
    del desequilibrio económico de la empresa deudora y su potencial
    de recuperación.
    • La empresa deudora hace propuestas diferenciadas para acreedores
    privilegiados, quirografarios laborales y quirografarios comunes.
    • Las propuestas pueden consistir “en quita, espera, o
    ambas”; es decir, la empresa deudora puede ofrecer pagar menos
    de lo que debe, o pagarlo todo pero a largo plazo, o pagar menos
    de lo que debe y a largo plazo.

    Con
    66,66%, la oferta queda aprobada

    • La propuesta queda aprobada si logra la aceptación
    de la mayoría de los acreedores, con no menos 66,66% de los
    créditos en cada categoría.

    Los
    que votaron en contra igual quedan obligados

    • El acuerdo es obligatorio para todos los acreedores, incluso
    aquellos que votaron en contra de la propuesta.
    • Nadie podrá reclamar que se le pague su crédito
    general, o que se le pague más de lo que se aprobó,
    o más rápido.
    • Un comité de acreedores controlará el cumplimiento
    del acuerdo.
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    Si
    no fuera por el 3 a 1…

    El
    peso sobrevaluado tornaba carísimos los productos argentinos
    en el exterior, y baratísimos los productos importados en
    el mercado interno. Como consecuencia, se multiplicaban las quiebras
    y crecía el desempleo.
    El país debió haber salido del 1 a 1 (ordenada y progresivamente)
    a más tardar en 1998.
    Esto no era compartido por Kirchner, entusiasta del 1 a 1. No lo
    compartía, siquiera, en medio del estallido que se produjo
    a fines de 2001.
    Cuando anunció su precandidatura presidencial, el mismo día
    que asumía Rodríguez Saá, el entonces gobernador
    de Santa Cruz apoyó la errónea decisión de
    mantener la paridad. Dijo: “Una devaluación perjudicaría
    a los que menos tienen. No hay mucho margen para cometer irresponsabilidades”.
    Hoy, Kirchner enuncia –como logros personales– mejoras
    en los índices económicos que difícilmente
    se hubiesen alcanzado sin devaluación. Aun tardío
    y mal hecho, el abandono de la convertibilidad tuvo efectos que
    los principales economistas del país, y destacados dirigentes
    políticos como el actual presidente, no previeron: acabó
    con la recesión, creó empleo, acumuló reservas
    y permitió un gran superávit fiscal.
    En su reciente discurso ante la Asamblea legislativa, Kirchner enunció
    los logros económicos de su gobierno. Todos ellos se deben
    al 3 a 1:

    “La
    Argentina ya lleva 11 trimestres consecutivos de aumento de la producción.
    No sólo se pudo poner en marcha capital productivo inmovilizado,
    también se ha expandido la inversión y logrado notables
    aumentos en la productividad.”
    Once trimestres. Exactamente los 11 que van desde el
    trimestre de la devaluación (primero de 2002) hasta fines
    de 2004. El 1 a 1 había provocado una recesión de
    cuatro años, que abarcó los gobiernos de Menem y De
    la Rúa. El 3 a 1 revivió al campo y permitió
    la sustitución de importaciones, provocando esa reactivación
    que lleva once meses; y que abarcó los gobiernos de Duhalde
    y Kirchner. El tipo de cambio importa, sin duda, más que
    los presidentes.

    “Las
    exportaciones han llegado durante 2004 a un récord histórico
    que supera los 34.000 millones.”

    ¿A cuánto habrían ascendido las exportaciones
    si las cerealeras o las petroleras hubiesen recibido un peso por
    cada dólar exportado?

    “El
    superávit fiscal primario tanto de la Nación como
    de las provincias se ubica en los mayores valores históricos
    de los últimos 50 años.”

    Está claro que el superávit es resultado de la reactivación
    y, sobre todo, de las retenciones aplicadas a las exportaciones.
    ¿Qué superávit fiscal podría exhibir
    el Presidente si se hubiese mantenido el 1 a 1?

    “Las
    reservas llegan a los 20.000 millones.”

    Porque un dólar alto encareció las importaciones y
    facilitó la exportación. Basta ver lo que pasa con
    el turismo: antes, los argentinos iban a Miami en vez de ir a Mar
    del Plata; hoy, el país es inundado por turistas de todas
    partes, y es difícil conseguir alojamiento.

    “Se
    crearon 2,5 millones de puestos de
    trabajo.”

    Se podrán discutir las cifras, pero no hay duda de la sustitución
    de importaciones y el boom exportador. Todo merced al 3 a 1.
    El nuevo tipo de cambio también ha permitido el éxito
    de la reestructuración. Sin default, hubiese sido imposible
    convencer a los acreedores; pero sin devaluación, no habría
    existido propuesta sustentable.

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    Los
    precursores

    El
    ex ministro Cavallo se indignaba cuando Allan Meltzer decía
    que la Argentina no podía pagar la deuda pública.
    La indignación se convertía en ira cada vez que Meltzer
    reiteraba su receta: olvidarse del timorato “canje voluntario”,
    declarar el default y forzar a los acreedores a aceptar un plan
    de pagos que liberase recursos para financiar el crecimiento.
    Se comprendía la ira. La propuesta no provenía de
    un populista argentino o un fanático anticapitalista, cuyos
    juicios pudieran descalificarse con facilidad.
    Meltzer era: 1) estadounidense; 2) capitalista; 3) conservador;
    4) economista; 5) monetarista; y 6) experto en finanzas internacionales.
    En 1999, había sido elegido por el Congreso de los Estados
    Unidos para presidir la comisión que examinó posibles
    reformas al Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
    Esa Comisión –cuyas conclusiones, publicadas en 2000,
    se conocen como “el Informe Meltzer”– estuvo integrada
    por republicanos y demócratas. Además del propio Meltzer,
    el Partido Republicano nominó a Charles W. Calomiris y Larry
    Lindsey, que renunció para hacer campaña junto a George
    W. Bush.
    Una vez conquistada la Casa Blanca, Bush pretendió que los
    tres hombres se integraran a su gobierno. Lindsey aceptó
    y se convirtió en titular del Consejo de Asesores Económicos
    del Presidente. Meltzer y Calomiris prefirieron seguir con sus tareas
    académicas y asesorar desde fuera: Meltzer al Tesoro y Calomiris
    a la Reserva Federal.
    Ambos habían seguido, paso a paso, la evolución de
    los países sobreendeudados y, en particular, el caso argentino.
    Ambos señalaban, desde hacía tiempo, que nuestra deuda
    era “insostenible”. Ambos proponían el default.
    Ambos advertían que, en un vano intento de evitar la cesación
    de pagos, el Gobierno recurría a ajustes recesivos que terminarían
    de hundir al país en el lodo.
    Calomiris sostenía que “ninguna proyección creíble
    de las exportaciones e importaciones argentinas” indicaba que
    el país obtendría “las ganancias netas necesarias
    para pagar su deuda”.
    Para Calomiris, no había dudas: era necesario rebanar los
    créditos de todos los acreedores –FMI, Banco Mundial
    y BID incluidos– quitándoles alrededor de 30%. Los mercados,
    aseguró, no entrarían en convulsión. Los bancos
    argentinos –vaticinó– podrían sortear la
    crisis sin caer en insolvencia. A su juicio, nada preocupaba más
    a los mercados, ni afectaba más a los bancos, que la “insustentabilidad”,
    agravada por las contraproducentes medidas del Gobierno.
    El ministro Cavallo se enfureció, simuló no conocer
    a este “economista de apellido griego”, lo calificó
    de “delirante” y sugirió que los asesores de Bush
    eran parte de una maniobra especulativa para provocar la caída
    del peso.
    Meltzer vino por entonces a Buenos Aires, pero fue ignorado por
    el Gobierno y la gran prensa. No pudo, siquiera, dictar conferencias
    –como estaba previsto– en las universidades Di Tella y
    Tres de Febrero. Sólo la Universidad del Salvador le brindó
    un ámbito para exponer sus ideas.
    En esa ocasión, el economista norteamericano dijo: “El
    problema con la dirigencia argentina no es la falta de unidad. El
    problema es que nadie está dispuesto a dar las malas noticias:
    ninguno quiere anunciar el default ni proclamar que es imposible
    resucitar la convertibilidad”.

    La propuesta del delirante
    La propuesta completa de Calomiris fue presentada el 11 de abril
    de 2001 en un artículo titulado “Cómo resolver
    la crisis de la deuda soberana argentina”.
    En Buenos Aires y en Washington (sede del FMI) se decía que
    la deuda argentina era “manejable” y que, de producirse
    un desfase imprevisto, el Fondo prestaría su asistencia.
    Es interesante leer, sabiendo todo lo que pasó en estos cuatro
    años, algunos párrafos de aquel artículo:
    • “El actual nivel de la deuda soberana argentina (US$
    123.700 millones) no es sustentable.”
    • “Ninguna estimación razonable del comercio exterior
    puede dar las divisas netas necesarias para atender el servicio
    de esa deuda.”
    • “En el pasado reciente el país ha tratado de
    evitar el desastre mediante una serie de medidas fiscales, incluyendo
    aumento de impuestos y un rescate liderado por el FMI [el blindaje].
    Esto sólo ha pospuesto la crisis, incrementando el riesgo
    de eventual daño a la Argentina.”
    • “El peso está sobrevaluado y las exportaciones
    siguen siendo una pequeña fracción de la economía.
    El producto no ha crecido en casi tres años. El aumento de
    impuestos ha golpeado a la economía.”
    • “El blindaje ha aumentado la exposición del sistema
    financiero local a un futuro default.”
    • “La reducción de la deuda argentina es una necesidad
    largamente postergada.”
    • “Ha llegado el momento de declarar el default y reestructurar.”

    • “La reestructuración podría ser lograda
    rápidamente, en cuestión de meses.”
    • “Éste es el momento ideal. La cotización
    de los bonos argentinos ya es baja, de manera que una reducción
    de 25 a 30% sólo causaría una pequeña disminución
    en el valor de mercado (aproximadamente 10 a 15%).”
    • “Esa disminución de 10 a 15% en el valor de mercado
    no produciría la insolvencia del sistema financiero argentino.
    Estimaciones privadas sugieren que, aproximadamente, US$ 30.000
    millones de los bonos están en poder de instituciones argentinas
    (bancos y AFJP). Cuatro grandes bancos privados (Río-Santander,
    Francés-BBVA, HSBC y Galicia) que, en conjunto representan
    casi la mitad del sistema bancario argentino, tienen US$ 12.000
    millones de la deuda pública (a valores de mercado). Una
    declinación de 10 a 15% no causaría insolvencia y
    salvo en el caso del Galicia (el único de capital nacional)
    los bancos podrían tomar prestado de sus casas matrices los
    limitados fondos necesarios para superar cualquier dificultad.”
    • “En cambio, posponer la reestructuración un año
    más sería muy riesgoso.”

    Calomiris compartía en otros aspectos la “sabiduría
    convencional” de los economistas argentinos: reconocía
    la sobrevaluación del peso pero le temía a una devaluación,
    pedía más recortes en el gasto público y postulaba
    una mayor liberalización del comercio externo. Ésta
    era la parte más opinable de su propuesta, en la cual no
    coincidía Meltzer: mantener una moneda sobrevaluada y, al
    mismo tiempo, abaratar aún más la importación,
    no parecía una fórmula para el crecimiento. Menos
    aún si el Estado, en una actitud procíclica, disminuía
    la inversión y el gasto público. En todo caso, Calomiris
    creía en la necesidad de avanzar paso a paso: primero liberarse
    del problema de la deuda y luego encarar el de la competitividad.
    Su visión de la deuda, como se lo puede apreciar en retrospectiva,
    no era nada delirante. Si se le hubiese hecho caso, el país
    habría ahorrado mucho dinero y evitado muchas penurias.