La
economía de crecimiento sostenido que el país busca desde
hace décadas, debe tener una clara orientación política,
un proyecto. Pero debe ser también una construcción colectiva.
Supongamos
por un momento que varios de los temas pendientes están resueltos.
Que la Argentina sale del default, que se llega a un acuerdo cumplible
con el FMI, con los demás organismos multilaterales de crédito
y con todos los acreedores. Demos por sentado que seguirá la actual
política fiscal con superávit de las cuentas públicas.
Asumamos que se consigue una moderada reactivación del consumo
interno; que los aumentos salariales no disparan inflación; que
crece el empleo y mejora la redistribución del ingreso.
Imaginemos que los precios de los productos básicos se mantienen
en los actuales niveles (menores a los de hace unos pocos meses); que
la tasa básica de interés asciende lentamente en Estados
Unidos; que el precio del barril de petróleo se instale más
cerca de los US$ 40 que de los US$ 50; y que no hay perspectiva de retroceso
en el crecimiento de la economía global.
Aun con todos estos supuestos, alentadores de por sí para cualquier
ministro de Economía, el problema de fondo no estaría resuelto.
Lo esencial es encontrar un mecanismo que garantice un crecimiento sostenido.
Algo muy diferente deberá ocurrir. Las exportaciones deberán
aumentar significativamente respecto de sus niveles actuales –para
satisfacer las necesidades de divisas derivadas de la expansión
económica y de los pagos de deuda–, lo que requiere impulsar
inversión a gran escala en los sectores productores de bienes transables.
Los resultados excelentes de la economía durante los últimos
dos años han sido notables si se atiende a la devastación
que fue el punto de partida de principios de 2002. Pero, aun el entusiasmo
más genuino, debe considerar dos circunstancias: una, en todo ese
lapso no pagamos la deuda externa con los acreedores privados, y los indicadores
de aumento tienen que ver con el efecto rebote desde el subsuelo en el
que estábamos.
MERCADO ha sido, durante sus 35 años de existencia, un cronista
renuente obligado a registrar continuas frustraciones. Ciclos de reactivación,
seguidos de estrangulamientos en el sector externo y de etapas recesivas.
Devaluaciones que hicieron competitivas nuestras exportaciones y difíciles
las importaciones. Reactivación del mercado interno, necesidad
de incrementar las importaciones en insumos intermedios y bienes de capital,
hasta encontrarnos con que el producido de las ventas externas, de las
exportaciones, no alcanzaba a generar las divisas que demandaban crecientes
importaciones. Para financiarlas había que recurrir al endeudamiento
externo (hoy no sería posible), y así sucesivamente. Todos
los argentinos mayores de 30 años están ya familiarizados
con esta historia recurrente, el famoso stop and go de los economistas.
El famoso “viento de cola” o una gran dosis de buena suerte,
ayudan a explicar la reactivación económica que se está
viviendo. Un proceso que sorprende gratamente por su intensidad, por las
dimensiones de los excedentes fiscales y externo, por la resistencia de
los precios a subir a pesar de la importancia de la devaluación,
y por una singular contribución de la inversión interna
al crecimiento.
Con dificultades y vaivenes, que a veces parecen incomprensibles, se avanza
en la renegociación de tarifas con las empresas de servicios públicos
privatizadas, y en la reestructuración de la deuda externa.
Contradicciones
entre retórica y realidad
Hay
quienes acusan a la gestión presidencial de incoherente. Otros
analistas se centran en la diferencia abismal entre lo que se dice y lo
que se hace. Todo el mundo se pregunta cuál es el verdadero rumbo
de la política económica.
Como bien lo puntualiza un reciente trabajo de la Fundación Pent,
con las firmas de Pablo Gerchunoff y Horacio Aguirre: “El Presidente
repite con frecuencia su adhesión a principios keynesianos desde
los cuales fundamenta su vocación por impulsar obras públicas,
pero a la hora de las decisiones prioriza su apego a un rigor fiscal que
no ha sido obstáculo para que la reactivación se produzca;
fustiga a los grupos empresariales participantes de las privatizaciones
de los años ’90, pero sus invectivas conviven con la instrumentación
paulatina –y ciertamente vacilante– de medidas orientadas a
reconstruir relaciones contractuales con ellos; enfatiza una agenda distribucionista
para rescatar del ostracismo social a los perdedores de un modelo que,
en su cronología, nació en 1976 y que nunca fue impugnado
hasta su arribo a la Casa Rosada, pero ello va de la mano con cierta negligencia
benigna frente a los salarios reales deprimidos; amenaza sistemáticamente
con la ruptura de relaciones con el FMI y con la banca multilateral de
crédito, pero en cada ocasión en que esa ruptura estuvo
cerca, dio un paso atrás”.
Una retórica de ruptura y de confrontación –de ruptura
con el pasado, de confrontación con los actores políticos
y sociales de ese pasado– puede comprenderse como una forma didáctica
de exponer el propio diagnóstico de la crisis, una herramienta
de negociación, un modo de atraer los favores de la opinión
pública.
Si así fuera, cabe preguntarse si es posible mantener esa brecha
indefinidamente, entre retórica y acción política.
Todo indica que ese estilo se está agotando con velocidad.
En verdad, lo realmente importante es determinar si existe alguna racionalidad
de la política económica detrás de un ríspido
discurso; cuáles son sus resultados y sus consecuencias desde la
perspectiva del crecimiento sostenido, que es lo que se quiere indagar.
Kirchner es el primer presidente constitucional en más de 20 años
que llega al gobierno en una fase expansiva del ciclo económico.
Tras acumular una caída de 21% durante el penoso ajuste deflacionario
ocurrido entre mediados de 1998 y comienzos del 2002, el nivel de actividad
creció más de 17% entre la última fecha y el primer
trimestre del 2004, haciéndolo a un ritmo creciente. Si se compara
esta recuperación con las que siguieron a las crisis hiperinflacionarias
de 1989 y 1990 y al “efecto Tequila”, su inspección depara
una sorpresa: no hay mayores diferencias en lo que hace al ritmo de expansión
que sigue a la depresión.
Si para tantos analistas la salida del default y un pronto arreglo con
las empresas privadas en el área de servicios públicos eran,
hace apenas dos años, condiciones necesarias para la reanimación
productiva –sin las cuales se condenaba a la economía a un
equilibrio de fondo de pozo–, entonces lo que ocurrió no debió
haber sucedido.
Que el presente sea –contra lo que se podía augurar–,
en un cierto aspecto, similar al pasado no es la única novedad.
Muchas cosas fueron distintas. Por lo pronto, la persistencia de la devaluación
real, caso único desde que, en los últimos días de
1958, el presidente Arturo Frondizi inauguró las grandes devaluaciones
nominales en la era de la segunda posguerra. La sorprendente baja suba
de los precios domésticos en respuesta al ajuste del tipo de cambio
no es apenas una rareza en términos de la historia argentina, sino
que se destaca internacionalmente.
Entre los últimos ocho países que sufrieron un colapso cambiario,
sólo Tailandia en 1997 y Brasil en 1999 se asemejan. ¿Qué
ha ocurrido en la Argentina para que las cosas transcurrieran así?
La respuesta es compleja, y probablemente se combinen factores explicativos
nacionales e internacionales. Hay uno que constituye una verdadera tragedia
social: la situación del mercado de trabajo, en el que se registraron
niveles máximos históricos de desempleo, ha limitado por
ahora cualquier presión alcista sobre los salarios y, por lo tanto,
sobre los precios de los bienes que no son objeto de comercio internacional
(o no transables).
En segundo lugar, hay –en las circunstancias actuales– una asociación
positiva entre tipo de cambio real y resultado fiscal. Si hoy el superávit
fiscal primario es el más alto desde comienzos del siglo XX, ello
obedece a un mecanismo en el que el tipo de cambio juega un rol crucial.
La depreciación nominal incrementa los precios y, con ello, los
ingresos fiscales, mientras que los salarios –en verdad, los salarios
públicos, que representan directa o indirectamente más de
80% de los gastos del Estado– sufren un rezago.
Subsiste, sin embargo, un gran interrogante: ¿cuál será
la dinámica futura de los salarios públicos? Si es la reactivación
del conflicto distributivo lo que los empuja al alza salarial, entonces
el superávit primario es, por definición, insostenible;
si los impulsores son la reactivación económica y los aumentos
de productividad, la ganancia fiscal será más duradera.
Es obvio que el tipo de cambio real alto mejora las cuentas del gobierno,
pero si es acompañado por precios altos de exportación,
las mejora extraordinariamente, porque permite aplicar retenciones a las
ventas externas, como es el caso ahora. Las retenciones constituyen un
arma poderosa, al menos por dos motivos: los “ganadores” de
los nuevos precios relativos alimentan la recaudación tributaria
permitiendo realizar una oferta plausible por la reestructuración
de la deuda; los salarios reales atemperan su caída porque bajan
los precios de los bienes de consumo. No hay otro instrumento de política
económica que facilite un acercamiento simultáneo a acreedores
del Estado y clases populares, y ningún gobierno se privaría
de usarlo. Sin embargo, ¿qué ocurre si, como tantas otras
veces, los precios de exportación descienden significativamente?
Una visión escéptica argumentaría que un eventual
sacrificio de retenciones no podría ser compensado por otros impuestos
ya que las primeras quedan en manos de la Nación mientras los segundos
son coparticipados. Tal argumento excluye la negociación política,
que si bien es ardua, no impide la posibilidad de la cooperación.
La
dimensión del superávit
Al positivo resultado fiscal se agrega el sorprendente resultado externo.
Que la cuenta corriente de la balanza de pagos arroje un superávit
de 6% del PBI (en el último trimestre de 2003) cuando el nivel
de actividad ha recuperado 70% de lo perdido desde 1998, sugiere un llamativo
excedente de divisas. Pero no inexplicable: dada la suspensión
de pagos externos, la explicación se concentra casi completamente
en la dinámica del comercio.
El volumen de las exportaciones –aunque algo menos que lo ocurrido
en muchos países de desarrollo medio– se expandió aceleradamente
durante los años ’90, y ello constituyó una sólida
plataforma sobre la que se montó el escenario actual. Cuando esa
pujanza se perdió en parte, la bendición de un alza en los
precios acudió en ayuda de la Argentina. En tanto, las compras
externas acompañaron pari passu el ciclo de la depresión
y el auge. Ésa es la mecánica habitual conocida. Pero ahora
la acompañó un hecho nuevo: la prolongada caída de
los precios de importación, probable consecuencia de las presiones
deflacionarias ocasionadas por el largo período de apreciación
del dólar. Así, el mayor nivel de las cantidades exportadas
se combinó con una mejora de los términos del intercambio
exterior.
Las novedades del sector externo no se agotan aquí: cuando la Argentina
alcance el máximo de producción anterior no lo hará
con déficit de cuenta corriente –como ocurrió en 1998–
sino con superávit (lo que es idéntico a afirmar que lo
hará con un mayor ahorro nacional). He aquí otro rol de
un tipo de cambio real persistentemente más alto. Aun suponiendo
que los términos del intercambio exterior regresen al punto de
partida, la producción agregada tendrá una composición
previsiblemente distinta: más sustitución de importaciones
y más exportaciones; menos bienes y servicios no transables. Esto
es, el equilibrio de cuenta corriente será coherente con magnitudes
mayores de producción y empleo en una economía estructuralmente
más abierta.
Una cuenta corriente cuyo resultado es positivo se traduce contablemente
en un excedente de dólares. Que en los hechos esto signifique un
exceso de oferta de moneda extranjera, sólo es posible en la medida
que haya demanda de moneda local. El Banco Central ha vendido sistemáticamente
pesos contra dólares gracias al fuerte crecimiento de la demanda
de moneda doméstica, signada en este caso por una marcada “preferencia
por la liquidez”, así como por el incremento de los depósitos
en pesos más asociados a transacciones. El stock de medios de pago
en pesos –entendidos éstos como la suma de circulante más
colocaciones a la vista– como porcentaje del producto, se ubica por
encima de su tendencia; mientras que el de depósitos totales –que
a los anteriores suma los depósitos a plazo– registra valores
inferiores a los que corresponden a su comportamiento de largo plazo.
De no mediar una renovada confianza en el peso, el excedente proveniente
del comercio internacional no se hubiera traducido en otra cosa que en
salida de capitales, tal como ocurriera en otros episodios de crisis que
convivieron con saldos positivos de la balanza comercial. Se trata de
un desarrollo no menor teniendo en cuenta cuán fácil se
daba por descontado, a principios del 2002, que la devaluación
traería aparejada una “huida hacia el dólar”,
hasta el punto de pronosticar una dolarización de facto. ¿De
dónde proviene este casi imprevisto resultado?
La existencia de un importante stock de reservas internacionales tras
la violenta depreciación inicial, y la percepción de que
sería efectivamente usado de ser necesario, obró como un
ancla para sostener la demanda de moneda local. A ello se agregó,
como restricción cuantitativa al poco tiempo de la devaluación,
el papel jugado por los controles de cambio (rol que, por cierto, ha ido
menguando con el tiempo hasta casi desaparecer). Al fin, a medida que
el tipo de cambio fue descendiendo por obra de los dos factores anteriores,
se fue elevando el costo de oportunidad de mantener divisas extranjeras,
lo que potenció la creciente demanda de dinero.
El papel
de la inversión
Poca atención se le ha dispensado al papel que le cabe a la inversión
en esta fase ascendente del ciclo. Al comenzar 2004, la inversión
se ha ido expandiendo a 50% anual y, bajo ciertos supuestos prudentes,
su contribución al crecimiento durante este año será
mayor que la del consumo y la de las exportaciones netas.
¿Es este dato suficiente para pronosticar que la Argentina está
en los inicios de una etapa de progreso liderado por la inversión?
Parece demasiado temprano para una conclusión tan arriesgada. Sí
es posible afirmar que ningún año de la década anterior
tuvo esta característica y que, desde principios del siglo XX,
apenas en diez años se registró un patrón similar.
Puede construirse un escenario para el 2005 en el que tanto el flujo de
bienes y servicios como el coeficiente de inversión terminen muy
próximos a los de 1998, el último año “bueno”
de la era de la convertibilidad. Con una diferencia: es casi seguro que
la inversión de 2005 estará completamente financiada por
el ahorro nacional.
¿Hasta qué punto es la política de la administración
Kirchner responsable de la recuperación económica? Sus críticos
arguyen que la buena fortuna lo explica casi todo: el alto precio de las
exportaciones determina buena parte del superávit fiscal y permite
–junto con las tasas de interés internacionales excepcionalmente
bajas, aunque ahora en suave recuperación, y un dólar estadounidense
depreciado– mantener en calma el mercado cambiario. A su vez, la
capacidad ociosa y la oferta excedente de trabajadores constituyen herencias
del pasado que debilitan las presiones inflacionarias. Pero si es cierto
que la suerte ha jugado un papel, no lo es menos que lo hace en el contexto
de una específica política económica, y que algunas
medidas tomadas por el Gobierno –más otras que no tomó–
han sido cruciales para impulsar –o, al menos, no abortar– la
recuperación del nivel de actividad.
El gradualismo con que se ha conducido el Gobierno puede computarse como
uno de sus activos relevantes. Así, por ejemplo, un rápido
incremento en los precios de los servicios públicos muy probablemente
hubiera desatado una dinámica inflacionaria y postergado la recuperación.
De la misma manera, ajustes monetarios y fiscales más ortodoxos,
en un escenario de racionamiento en los mercados de capitales, hubieran
tenido efectos contractivos.
El ejemplo monetario es cosa del pasado, pero resulta sugerente recuperarlo
ahora: los organismos internacionales planteaban en principio la necesidad
de una reducción de la base monetaria en una economía que
comenzaba a reanimarse… pero lo hacía sin crédito.
La meta se fue relajando progresivamente hasta la expansión observada
en la actualidad, la que no fue inflacionaria porque la mayor oferta de
dinero terminó completamente absorbida por la demanda del público.
El ejemplo fiscal, en cambio, es cosa del presente: todavía hoy
el FMI reclama un mayor superávit fiscal con el argumento de que
cuentas públicas más sólidas despertarán la
confianza e incentivarán el ingreso de capitales.
¿Significa todo esto que tiene sentido mantener la gestión
de política económica como se ha desarrollado hasta ahora?
Existe la tentación de una respuesta positiva, pero el entusiasmo
debe moderarse. En más de una cuestión, estamos a medio
camino. La administración actual concentra en lo inmediato buena
parte de sus fuerzas en superar el colapso contractual de la economía.
Sin embargo, no se trata de un frente que excluya otros: la recuperación
económica cobrará un sentido más permanente si hay
mayor lugar para la inversión orientada a la producción
de bienes comercializables internacionalmente.
La actualización
de tarifas de los servicios públicos
A más de dos años de la salida del régimen de
convertibilidad, los precios de los servicios públicos privatizados
se han mantenido mayormente sin cambios, o con cambios de magnitud reducida.
Al momento de asumir su mandato, el Presidente se enfrentaba a un dilema:
llevar a cabo un inmediato ajuste de tarifas, con lo que se arriesgaba
a bajar la intensidad de la recuperación, o dejarlo para más
adelante, exponiéndose a provocar algún racionamiento en
la provisión de servicios.
Si puede afirmarse, sin margen de error, que el Gobierno se ha inclinado
hacia la segunda postura y, por ello, está pagando los costos de
la crisis energética, también habrá que convenir
que esa estrategia permitió amortiguar el impacto del cambio de
régimen macroeconómico sobre el poder adquisitivo del salario,
lo que ha consolidado la recuperación económica.
Ya es tiempo de analizar qué es posible y qué no en la renegociación
contractual de las tarifas públicas.
Una revisión de las principales propuestas advierte la existencia
de, al menos, dos posiciones. La primera prioriza los incentivos de mercado
y la seguridad jurídica: se trata de crear condiciones para una
recomposición tarifaria que dé paso a la inversión.
La segunda, en contraste, propone evaluar las obligaciones contractuales
originales de las firmas (tales como los niveles de inversión comprometidos)
y su cumplimiento durante la década anterior, y sólo a partir
de allí encarar cualquier ajuste tarifario.
Quienes ponen en primer lugar la recomposición tarifaria para incentivar
la inversión subrayan que la ruptura unilateral de contratos por
parte del Gobierno (originada en la devaluación de diciembre de
2001 y la pesificación-congelación de tarifas de enero de
2002) ha creado condiciones en extremo adversas al capital privado.
Las empresas vienen sufriendo importantes pérdidas operativas,
y la inversión futura requiere recursos cuya aplicación
está siendo postergada. El Gobierno debería introducir cuanto
antes un esquema claro de renegociación; el nuevo marco incluiría
tarifas rentables, junto a una compensación a las firmas por los
desequilibrios derivados de la ruptura de contratos.
Quienes, en cambio, abogan por un examen detallado del desempeño
de las empresas privatizadas, aducen que ellas habrían obtenido
beneficios extraordinarios en detrimento de los consumidores. Por ende,
el Gobierno debería obligarlas a invertir de acuerdo con los estándares
convenidos, mientras el requerido aumento tarifario es “absorbido”
por las ganancias anteriores. Asimismo, lo que ahora sería conveniente
instrumentar es una “tarifa social”, con el proceso de renegociación
orientado claramente por preocupaciones distributivas.
Más allá de argumentos y contra-argumentos, es posible pensar
en algunos hechos duros sobre los cuales plantear la recontratación.
Si las tarifas de los servicios se ajustaran por sus cláusulas
originales de dolarización –allí donde éstas
fueran aplicables–, se ubicarían por encima de las que fijaría
libremente un proveedor monopólico: el Gobierno estaría
haciendo política en un casillero socialmente vacío. En
estricto sentido, tal cumplimiento no conviene a los usuarios ni a las
empresas ya que, en ese caso, priorizar la seguridad jurídica iría
en detrimento de la eficiencia. En segundo lugar, en una economía
que ha sufrido un shock macroeconómico de la cuantía del
experimentado por la Argentina, el nivel de inversión privada será
necesariamente inferior al de antes de la crisis. Ello condiciona la asociación
entre nuevas tarifas y nivel de inversión: si es cierto que un
precio menor al vigente a diciembre de 2001 resultará en una menor
cantidad ofrecida del mismo bien, no puede atribuirse sólo a dicha
fijación de precio el menor nivel de inversión.
Es decir: en una economía más pobre que lo que imaginaban
gobierno y sociedad durante los ’90, las empresas de servicios revisarán
inexorablemente a la baja sus planes de producción; ello acarrea
un escenario con –entre otros elementos– tarifas e inversión
menores, aun en la hipótesis de que la política económica
fuera completamente “amistosa” con las empresas.
Finalmente, los contratos no serán lo que eran en los ’90:
un compromiso de tarifas altas junto a un “seguro de cambio”
implícito en la convertibilidad. Un criterio posible para una transición
gradual con inversiones, es aquel que asocie el precio pleno –como
sea que se lo defina– a la inversión. Quizás haya que
mantener el gradualismo pero cambiando su modo de aplicación. Como
una primera aproximación, podría plantearse que sólo
las nuevas inversiones reciban el precio pleno, mientras los bloques de
capital preexistentes mantendrían el esquema tarifario vigente.
Así, la cuestión tarifaria quedaría “atada”
a la reconstrucción contractual y al aumento de la inversión.
Al final del proceso, las tarifas habrán quedado ajustadas plenamente,
pero a lo largo del tiempo y de la mano de un mayor stock de capital.
La retórica oficial está cerca de orientarse hacia una revisión
del pasado en lo que se vincula a las concesiones y privatizaciones de
servicios públicos.
Si inicialmente hubo un congelamiento de las tarifas, en el caso del gas
y la electricidad se dispuso recientemente un sistema de “premios
y castigos” que es una forma de incremento selectivo. En el caso
de la provisión de agua potable, ya se ha alcanzado un acuerdo
de inversión y tarifas por un plazo determinado. En el caso del
gas en boca de pozo para usuarios mayoristas –con contratos de provisión
en firme–, nunca se impidió que el mercado actuara, pactando
las empresas entre sí nuevos precios. No obstante, aunque los actores
relevantes estaban dispuestos a acordar tarifas más altas, las
regulaciones vigentes impidieron esos acuerdos. A medida que pasa el tiempo,
parece claro que –en un proceso de ensayo y error con muchos errores–
los aumentos de tarifas van teniendo lugar. Así, las medidas del
Gobierno aparecen cada día más lejos de la retórica
de confrontación que las acompaña.
A la búsqueda
de un nuevo modelo de crecimiento
Un factor
esencial en el crecimiento, es la dinámica de las exportaciones:
tanto para cubrir las demandas de insumos importados como para pagar la
deuda, se necesita
que las exportaciones aumenten.
No se trata de una restricción que se haga sentir hoy, pero sostener
la reanimación económica requerirá que las exportaciones
crezcan a una tasa mayor que la registrada desde la devaluación.
Es ahí donde aparece la inversión: es preciso que ella no
sólo atienda a la expansión productiva –en un contexto
en el que la capacidad ociosa de algunos sectores tiende a disminuir o
a desaparecer– sino que también esté orientada hacia
actividades exportadoras. La pregunta lógica es: ¿cómo
financiar la inversión requerida? Si bien no hay razones para excluir
que, en el futuro, la Argentina pueda convivir con algún déficit
de cuenta corriente, explicado casi en su totalidad por la inversión
privada, hoy se precisa un esfuerzo de ahorro nacional que no puede darse
por supuesto a la luz de la experiencia histórica.
Todo este proceso tiene lugar en tanto los recursos se estén reorientando
a partir de los incentivos que supone un tipo de cambio real alto. Se
trata, entonces, de determinar hasta qué punto puede dicha variable
ser gobernada por la política económica, y hasta dónde
es deseable que lo sea. Finalmente, y aunque se trate de otro riesgo aún
no evidente, un eventual resurgimiento de la inflación –asociada
a una resolución insatisfactoria del conflicto distributivo–
podría afectar la competitividad de la economía y, con ella,
el nuevo esquema de crecimiento.
Cuando se plantea un rol para las exportaciones, no es tanto al crecimiento
liderado por exportaciones (que probablemente no haya existido siquiera
en el sudeste asiático) sino a que el esbozo de crecimiento liderado
por inversión se consolide en el mediano y largo plazo sin enfrentarse
con una escasez de divisas que limite el ritmo de expansión.
La economía argentina demanda crecientes compras externas a medida
que se acelera su crecimiento. A lo largo de su historia, el país
ha exhibido ciclos de expansión basada en la demanda agregada,
a continuación frenada por la incapacidad de la economía
para satisfacer las restricciones derivadas de esa misma expansión.
Típicamente, el freno se originaba en que el crecimiento requería
una mayor cantidad de importaciones, lo que llevaba a resultados negativos
del balance comercial que, al no poder financiarse con nuevas divisas,
desembocaban en una crisis de balanza de pagos.
Seguía una depreciación cambiaria con el consiguiente incremento
de los precios domésticos –que podía transformarse
en inflación en la medida que la política monetaria convalidara
el aumento– y un efecto contractivo sobre el nivel de actividad.
Bajo distintas circunstancias, este condicionamiento estructural de la
economía argentina estuvo presente durante buena parte de la segunda
mitad del siglo XX. Y aunque tal condicionamiento tome hoy una forma distinta
–con un contexto internacional y una situación local diferentes–,
el sector externo sigue reflejando el riesgo siempre latente de que las
aspiraciones colectivas no puedan ser satisfechas con los recursos reales
con que se cuenta.
La expansión de las exportaciones debe atender este riesgo, y la
experiencia histórica corrobora la relevancia de tal afirmación.
Desde fines de los años ’20 hasta entrados los ’60 –salvo
momentos fugaces–, la Argentina fue uno de los tres países
en que las exportaciones no crecieron en valores constantes –lo que
fue acompañado por un ostensible descenso en la participación
de las mismas en el total comerciado en el mundo–; más adelante,
desde mediados de la década de los ’70 hasta comienzos de
la del ’90, las ventas argentinas al exterior tendieron –aunque
con altibajos– a permanecer virtualmente estancadas en volumen.
Sólo en la segunda mitad del último decenio pudo verificarse
un “despegue” de las cantidades exportadas, que no puede disociarse
de un importante flujo de proyectos dedicados a incorporar tecnología,
mejorar la calidad de los equipos y, en general, ampliar la capacidad
productiva de los productores de bienes transables, despegue que fue sólo
muy tímidamente acompañado por la participación en
las exportaciones mundiales. Dicho flujo estuvo incentivado en parte por
el menor precio relativo de los bienes de capital (consecuencia del dólar
barato) y en parte por la percepción optimista –que se revelaría
equivocada– sobre el progreso económico a largo plazo. Hacia
el final de la década y el comienzo de ésta aparecieron
nuevos signos de debilitamiento. Los últimos datos disponibles
indican que las exportaciones crecen, en cantidad, 3% respecto del año
anterior, algo que contrasta marcadamente con el desempeño de nuestro
principal socio comercial: las cantidades exportadas por Brasil dan cuenta
de dos tercios del crecimiento de 25% que se registra actualmente en las
ventas al exterior.
Entonces, ¿cómo se hace? Hay consideraciones tanto del lado
de la oferta como del lado de la demanda. En cuanto a las primeras, estimaciones
recientes revelan que los sectores que pueden, dada la capacidad de producción
actual, expandir el nivel de ventas externas, tendrían un efecto
sobre las exportaciones de 15% a 20% con respecto a los valores registrados
en el 2002. Se estaría así lejos de un impulso de consideración.
Ello desemboca en la necesidad de realizar inversiones que aumenten la
capacidad de producción de bienes exportables.
Del lado de la demanda, se abren también varios frentes. Se trata,
por una parte, de que en las negociaciones internacionales, el Gobierno
conozca –tomando en cuenta las posibles restricciones de oferta–
para qué productos negociar cuotas en los distintos bloques regionales
o en los países de dimensiones continentales. No sirve la mera
negociación para la apertura de mercados hasta ahora inaccesibles
si no se conoce, en primer lugar, cuáles de ellos es posible abastecer
adecuadamente.
Esto requiere un alto grado de colaboración con las empresas para
que el Gobierno disponga de información cierta.
Se trata también de examinar cómo se desenvuelve la integración
de la Argentina con otros países, y cómo ello afecta a las
ventas externas. ¿Qué sociedad comercial conviene a la Argentina?
Si elige integrarse con un país desarrollado, ¿puede alcanzar
más rápidamente el desarrollo que si lo hace con otro de
su misma condición? Es muy difícil elegir a los socios y
depositar en esa sociedad la clave del crecimiento. La Argentina no eligió
a Inglaterra a fines del siglo XIX; Canadá tuvo la suerte de estar
instalado en un vecindario privilegiado; Australia se encontró
con que la “tiranía de la distancia” ya no era tal cuando
Asia se convirtió en la región más dinámica
del mundo. A la Argentina le ha tocado, en un mundo de bloques regionales,
el volátil y turbulento Brasil, así como a Brasil le ha
tocado la turbulenta y volátil Argentina.
La sociedad con Brasil es inevitable y deseable, aunque llena de dificultades.
Es inevitable por al menos dos motivos.
El primero, es que parece difícil que un país pueda hacerse
rico en un vecindario pobre, sólo por comerciar con países
desarrollados; esto es, la convergencia de tasas de crecimiento tiende
a producirse a escala regional. El segundo, que un mundo en el que se
negocia crecientemente sobre la base de regiones apunta a valorizar este
tipo de sociedad. Es deseable por algunos de sus efectos, tales como la
creciente diversificación de las exportaciones argentinas, y por
constituir un entorno potencialmente beneficioso para la innovación
tecnológica en la industria.
¿Hay
nuevos actores en el mundo empresarial?
El crecimiento de la inversión ha sido fuerte. Sin embargo,
el nivel es todavía insuficiente. ¿Quién invierte
en la Argentina? ¿Hay, a la manera chilena, nuevos actores empresariales
y sociales involucrados
en este proceso?
¿Cuál
es su magnitud e importancia? De manera muy simplificada, podemos decir
que hoy invierten en la Argentina quienes tienen proyectos orientados
a la producción de bienes transables que no implican altos compromisos
de capital, o ya cuentan con un grado significativo de capital hundido:
típicamente, el sector agropecuario y muchas pequeñas y
medianas empresas, algunas de las cuales son de reciente nacimiento.
El desafío es activar la inversión que hoy no se realiza:
aquella que insume un monto muy significativo de capital, y cuya ejecución
está condicionada por la cesación de pagos, la memoria de
la alta volatilidad y la falta de percepción de un marco de “normalidad”
macroeconómica, en particular en lo que se refiere a un tipo de
cambio real “normal” a futuro. La inversión pendiente
incluye la puesta en marcha de proyectos en sectores transables de gran
porte, así como la reactivación de los proyectos de infraestructura.
Además de la construcción, las Pymes que insumen poco capital
son las que están sosteniendo la inversión: se trata de
un conjunto heterogéneo de empresas –del campo y la ciudad–
que aprovechan las ventajas competitivas argentinas: recursos naturales
y capital humano. Conforman un amplio abanico de actividades: desde chacareros
de la pampa húmeda hasta firmas con capacidad innovadora que ponen
en marcha emprendimientos de confecciones, de diseño, de desarrollo
de la frutihorticultura, de alimentos diferenciados, de turismo, de software.
¿Alcanza con esto para que las exportaciones crezcan lo suficiente
como para no enfrentar, en un plazo no demasiado largo, una fase de freno
luego del arranque? Si la respuesta fuera positiva, estaríamos
en presencia de un cambio muy profundo: la emergencia de un actor económico
predominantemente nacional, capaz de autogenerar crecimiento, con consecuencias
no sólo sobre la estructura productiva sino también sobre
la social.
No parece que se haya demostrado su autosuficiencia.
Hace falta entonces avanzar hacia inversiones que involucren una cuantía
significativa de capital y actividades que –tomando como un dato
la apertura económica en la esfera comercial– no “den
la espalda” a las ventajas comparativas del país: las pertenecientes
al complejo forestal-maderero, a la minería, a la biotecnología
agropecuaria, a los bienes industriales homogéneos (siderurgia,
aluminio, petroquímica). Cuando el conjunto de estos sectores enfrente
un costo de capital más bajo que el de hoy y tenga una noción
de normalidad sobre los precios relativos, estarán dadas las condiciones
para un nuevo salto de la inversión y, eventualmente, de las exportaciones.
Si el involucramiento de grandes bloques de inversión en algunos
sectores clave para el desarrollo exportador se está produciendo
lentamente, ¿qué puede hacer la política pública
para aumentar la inversión allí donde está comprimida?
Completar la renegociación de la deuda externa puede ayudar: las
empresas volverían a obtener financiamiento para sus proyectos
en la Argentina sin cargar con el peso muerto del riesgo soberano, que
se traduce en un mayor costo de capital.
También la persistencia en el rumbo económico seguido hasta
aquí (en cuanto comprende políticas monetarias y fiscales
prudentes, más un tipo de cambio real alto en un contexto de economía
abierta) puede operar en la dirección deseada.
¿Serán esas medidas suficientes? ¿Habrá inversiones
en sectores que requieren altos volúmenes de capital recuperables
sólo en tiempos largos en una economía históricamente
tan volátil?
Quizá se requiera, en el futuro, alguna forma de subsidio a la
inversión. El mismo Fondo Monetario Internacional, en un documento
reciente, se ocupa del rol del sector público en la formación
de capital. Detalla cómo ha descendido la participación
de la inversión pública en el producto a lo largo de las
últimas tres décadas en Latinoamérica, sin que la
inversión privada haya ocupado completamente ese lugar; en vista
de que ello afectaría objetivos de crecimiento, propone entonces
que, junto con la evaluación del resultado fiscal y la deuda pública,
“se den pasos para promover la inversión pública productiva”.
Sin embargo, el Estado no puede hoy –dada su insolvencia, y a diferencia
de lo ocurrido hasta finales de la década del ’70– ofrecer
inversión pública ni subsidios sino en un grado muy limitado:
quedan así severamente restringidos en su alcance real emprendimientos
como la recientemente creada Empresa Nacional de Energía, o los
fondos fiduciarios destinados a proyectos de inversión estatal
en infraestructura.
Es posible, pese a todo, concebir para el Gobierno un papel en la inversión,
si se ocupa de “generar confianza” a través del establecimiento
de reglas de juego claras. Pueden plantearse, al menos, dos formas de
generar tales reglas. En una, el Gobierno postula pautas de manera unilateral
mientras el sector privado desempeña un rol más pasivo,
primero aguardando y luego respondiendo –con más o menos inversión–
de acuerdo con los incentivos generados por las nuevas señales.
En la otra, las normas surgen como resultado de la interacción
entre el Gobierno y el sector privado. Puede argüirse que es en el
segundo caso –con coordinación explícita y previsible
entre Gobierno y empresas– donde se favorece la realización
de inversiones que conllevan un alto nivel de capital como las que aquí
se consideran necesarias
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