La nueva Unión Europea afrontará arduos dilemas

    La expansión
    de la UE no es unánime, aceitada ni, mucho menos, garantía
    de prosperidad. Si bien el “viejo” club de los 15 tuvo que limar
    disparidades entre ricos tipo Alemania o Francia y pobres tipo Portugal
    o Grecia, el nuevo desafío no tiene comparación. Así
    lo trasunta la crisis que afrontará la Polonia rural. Por de pronto,
    Bruselas ha admitido que las desigualdades estructurales no podrán
    compensarse en un futuro previsible.
    La cuestión de los subsidios agrícolas es decisiva. La UE
    de los 15 ya gastaba US$ 50.000 millones anuales en subsidios que, por supuesto,
    los campesinos polacos o húngaros nunca percibirán. Sería
    demasiado costoso para la UE ampliada. Por tanto, los niveles orientales
    comenzarán siendo 25% de los occidentales y llegarán a la
    paridad recién en 2013. En otras palabras, los cuantiosos subsidios
    agrícolas europeos se mantendrán por décadas, le guste
    o no a la Organización Mundial de Comercio.
    Polonia es una piedra de toque. Casi un quinto de la fuerza laboral en el
    país es rural. Eso equivale a cinco veces el promedio de la “vieja”
    UE. Más de la mitad de las chacras polacas tienen menos de cinco
    hectáreas, pero el sector ocupa 19% de la mano de obra nacional,
    contra 6% en Hungría o 4% en Francia. Es lo natural, pues Polonia
    tiene 18.400.000 ha. bajo cultivo, poco menos que el total de los otros
    nueve nuevos miembros juntos.
    Según estima la Comisión Europea, el poder adquisitivo de
    los polacos (39 millones) representa apenas 30% del antiguo promedio entre
    los 15. Sólo Estonia, Letonia y Lituania están más
    abajo. En conjunto, los diez nuevos socios aumentarán la población
    de la UE de 380 a 455 millones (+19,7%), pero agregarán apenas 5%
    al producto bruto regional.
    Bruselas destinará unos US$ 500 millones anuales en estímulos
    para que pequeñas explotaciones agrícolas destinen la tierra
    a otros propósitos. No será fácil. En Polonia, por
    ejemplo, hay que llenar veinte páginas de formularios para gestionar
    esos subsidios o los aplicables a pequeños negocios. Se precisa una
    computadora para llenarlas, algo totalmente imposible para un chacarero.
    Para colmo, casi todos los burócratas, hasta los superiores, suelen
    cobrarle al público por trámites que debieran hacer gratuitamente.
    Así, el dinero va quedándose en manos de intermediarios venales.
    Un reciente informe de la Comisión Europea revela que el ingreso
    a la UE ha ido promoviendo más corrupción en Polonia y otros
    nuevos miembros.

    Unión,
    pero no unidad

    Entra aquí a pesar la historia. La EU expandida –más
    que la licuación soviética de 1989/90– liquida la división
    de posguerra. También convierte un club de quince socios bastante
    homogéneos y prósperos en un amontonamiento de países
    muy diferentes en riqueza, estructura y trama social.
    Lo que, desde 1952, era un grupo cerrado alrededor de Francia y Alemania,
    que buscaba equilibrios en un mundo bipolar (EE.UU., URSS), es hoy una
    amalgama de 25 estados, inclusive ocho ex satélites soviéticos
    que, precisamente, acaban de incorporarse a la Organización del
    Tratado Atlántico Norte (OTAN). Surge, entonces, una paradoja:
    los nuevos socios son furiosamente pronorteamericanos –como se ve
    en Irak–, pero la nueva UE está en mejor posición para
    contrapesar el poder de Washington.
    Francia y Alemania han liderado la integración durante más
    de cincuenta años. Esta misión se agotó. Ahora, la
    UE debe resolver quiénes definirán prioridades. Escaldados
    por tantos años a la sombra soviética, los nuevos socios
    aportan mentalidad y hábitos diferentes. Así, tienden a
    desconfiar de burocracias remotas; sea Moscú, sea Bruselas. Pero
    no desdeñan obtener prebendas y subsidios.
    Tienen un discurso idealista y antitotalitario. Pero se muestran cínicos
    ante los políticos y están acostumbrados a la corrupción
    sistémica. En Europa oriental, la otrora romántica idea
    de “volver a Mitteleuropa” ha ido desprestigiándose en
    años de negociaciones a menudo humillantes y el miedo a ser devorados
    por Occidente.
    En el oeste, paralelamente, el apoyo a la ampliación queda relativizado
    por temores de que los países orientales absorban empleos, promuevan
    estancamiento y tensiones. “El clima no es bueno –señalaba
    Olivier Duhamel, de la École des Sciences Politiques, París–,
    nos preocupan el desempleo, la inmigración y nuestras propias identidades.
    Tememos la ampliación y los únicos que hablan de ella lo
    hacen en contra”.
    Al contrario, pocos checos, polacos, húngaros o bálticos
    irían al extremo de dar un portazo. Muchos, en cambio, ven las
    ventajas. Entre ellos, los jóvenes: podrán viajar por el
    oeste sin pasaporte y tendrán acceso a programas de intercambio
    estudiantil. Quizás a expensas de latinoamericanos y africanos
    (como probablemente también ocurra en materia agrícola).
    No obstante, quienes trabajan ven con amargura las restricciones laborales
    que imponen casi todos los 15. Muchos consumidores se ven venir aumentos
    de precios y los empresarios se preparan para una invasión de mercaderías
    en góndolas.

    Borrar
    fronteras cuesta

    Al paso del tiempo, los europeos han advertido que borrar fronteras cuesta,
    como lo demuestra la reunificación alemana. Más de diez
    después, todavía hay desigualdades económicas y culturales.
    Hasta hace pocos años, a la sazón, en la UE creían
    que –como en Alemania– las transformaciones socioeconómicas
    marcharían hacia el este. Los 380 millones de occidentales estarían
    al timón y los 75 millones de orientales se limitarían a
    tripular la nueva nave.
    Ahora, esos mismos occidentales –con los ingleses a la cabeza–
    temen que el Este inunde sus ciudades de inmigrantes pobres y haga estallar
    los sistemas de seguridad social. También los alarma la mentalidad
    esquizofrénica fomentada desde Washington –por el factor Irak–
    alrededor de la “vieja” y la “nueva” Europa.
    Por supuesto, no queda claro hasta cuánto los orientales se aferrarán
    a la visión –que tenían de EE.UU. durante la guerra
    fría– como centro de gravedad en Occidente. En tanto mantengan
    esa idea, su adhesión se inclinará hacia la OTAN, como sucede
    aún con Gran Bretaña pero no ya en Alemania. Pese a ello,
    la mayoría de expertos espera que esa actitud vaya superándose.
    “La geografía acabará imponiéndose a la historia
    reciente”, estima Anthony Judt (universidad de Nueva York). “Eventualmente,
    Bruselas les importará a los europeos orientales, porque la necesitarán
    cada día más”. Al respecto, Dennis MacShane, ministro
    británico para Asuntos Europeos, observa: “Es una falacia
    creer que la UE se desintegrará sólo por agrandarse. Por
    el contrario, cada ampliación desde 1952 ha generado nuevas necesidades
    de compartir soberanía y darle a Brusela mayor papel”.
    En esta óptica, las 80.000 páginas que codifican leyes,
    pautas y normas para la UE ampliada acabarán limando asperezas,
    promoviendo estabilidad institucional y reduciendo la corrupción
    sistémica en el Este.
    Sólo hay una incógnita: Estados Unidos. Oficialmente, Washington
    ha apoyado siempre una Europa fuerte y unida. Pero ¿y si esa Europa
    se transforma en monolítico competidor económico y geopolítico
    o hasta se combine con Japón y China? El “unilateralismo imperial”
    de Bush, sin duda, se ºahondará si obtiene la reelección.
    Por de pronto, el ingreso de Turquía –un país de 70
    millones– a la UE es fuente de roces. Washington presiona en favor,
    porque Angora integra la OTAN y es un estado islámico no religioso.
    Algunos europeos temen que eso les abra las puertas a millones de inmigrantes
    musulmanes, en una región donde ya hay muchos. Sus problemas de
    asimilación podrían frustrarlos, fomentar violencia social
    y, por, fin terrorismo en gran escala