La prudencia retorna al centro de la escena

    Los emprendedores de la burbuja de Internet, quienes crecimos en el mundo empresarial durante la década de los 90, nos formamos en un entorno profundamente distorsionado.

    El paradigma de la nueva economía afectó cada una de las decisiones que tomábamos y que se tomaban a nuestro alrededor.

    Una nueva era comenzaba, nuestra civilización estaba siendo reinventada por la tecnología. Internet revolucionaba no sólo la forma en que nos comunicábamos. Afectaba fundamente la forma en que vivíamos. Conectando todo a todo, afirmaba algún gurú digital, la tecnología se transforma en nuestra cultura y nuestra cultura en la tecnología.
    Un debate inmenso se abrió en el terreno de las ideas económicas.

    Miríadas de profetas del nuevo paradigma defendían una revisión de las bases sobre las cuales se construyó el saber científico por décadas, por siglos. El éxito de la economía industrial está autolimitado por la ley de rendimientos decrecientes, decía Kevin Kelly, para quien el nuevo paradigma desafiaba una ley estudiada en todos los claustros académicos que se precien de serlo.
    El dogma virtual alimentado por políticos, medios de comunicación, analistas de riesgo, agencias de inversión, era que la economía mundial podía progresar indefinidamente gracias al mundo digital. Incluso Alan Greenspan apoyó la nueva doctrina. No era para menos.

    En la segunda mitad de los 90 la economía estadounidense desafiaba la Curva de Phillips (**) y obtenía una de las tasas de desempleo más bajas de su historia sin la contrapartida de mayor inflación. La tecnología y la innovación habían matado, decían los profetas, al gran enemigo del progreso continuo: el ciclo económico.
    Durante los 90, el ciclo económico también parecía haber desaparecido en la Argentina. Las nuevas tecnologías económicas, privatización, desregulación de los mercados, descentralización educativa, libre movilidad de capitales, configuraban el ambiente para organizar la actividad productiva amparadas en el sustento teórico del Consenso de Washington.

    El progreso, luego de la década perdida de los 80, se habría paso indefinidamente. Ni siquiera un desequilibrio macroeconómico básico como que los ciudadanos fueran progresivamente perdiendo su capacidad de conseguir empleo ­hasta llegar al nivel de 40%­ servía de alerta para los exégetas de la nueva tecnología monetaria: la convertibilidad. La teoría del shock externo fue llamada en 1994 para rescatar el corte abrupto de nuestras tasas de crecimiento asiáticas. Un tercero ­México­ que nada tenía que ver con nosotros, un meteorito de otro planeta, un evento ajeno podía sacarnos momentáneamente del sendero.

    Pero la nueva ecuación económica era imbatible, tal como confirmaba el rápido resurgimiento tras el traspié astronómico. Y mientras la gran obsesión nacional, la inflación, seguía cayendo confirmando a Phillips, el desempleo continuaba avanzando impertérrito afectando a millones de ciudadanos.

    Igual que en el primer mundo

    Según el discurso dominante, las nuevas tecnologías reemplazaban incansablemente puestos de trabajo por máquinas, con lo cual el debate del problema se situaba en los mismos términos que en el primer mundo: flexibilización laboral según los pro mercado, disminución de la jornada laboral según los opositores más creativos. Igual que en España, lo mismo que en Francia.

    El imprudente tren del progreso constante e inexorable chocó al poco tiempo con la muralla infranqueable de la realidad, dejando en el acto cuantiosas ausencias definitivas, dramáticas heridas abiertas.
    La burbuja explotó.
    Ahorristas de todo el mundo perdieron en segundos ahorros de toda una vida. La economía de Estados Unidos no sólo dejó de crecer, sino que Greenspan dejó de preocuparse por la inflación; el fantasma de la deflación a la japonesa merodea por el primer mundo; y la historia de la crisis del 30 es releída con mucha más atención. Las empresas punto com son una lejana pesadilla global. Empresas quebradas o absorbidas, consultoras disueltas y gerentes enjuiciados por inflar sus balances, dominan los titulares de los medios de comunicación. Los profetas de la nueva economía perdieron su influencia con asombrosa velocidad siendo reemplazados por abogados y expertos en convocatoria de acreedores.

    La prudencia de la ciencia económica, acumulada durante años de aprendizaje, debe volver a ocupar el lugar que nunca debió abandonar: el centro de la escena.

    Por más encierro dogmático que se postule, el crecimiento económico no es ineludible ni la forma en que se produce es estable. Ha sido objeto de estudio desde los inicios de la economía. En 1930 el economista ruso Nikolai Kondratieff fue recluido en Siberia debido a que sus investigaciones acerca de las ondas largas de la actividad económica, contradecían los postulados del stalinismo. Joseph Kitchin, que había iniciado su estudio del ciclo formando parte de un grupo de investigadores que suponía que Rothschild tenía una fórmula secreta para predecir los precios en Wall Street y quería replicarla, publicó en 1923 que había descubierto un ciclo de 40 meses en el precio de las acciones. Clement Juglar, un médico y estadístico francés, publicó en 1862 su teoría de un ciclo de siete a 11 años. Kuznet, Schumpeter, Keynes, Pigou, Hayek, Mitchell, Marshall, Lucas entre otros, también aportaron su visión. Prebisch lo hizo con genialidad en nuestro país.
    El Gobierno cuenta con dos herramientas indiscutibles para lidiar con el ciclo económico: la política monetaria y la política fiscal.
    Mediante la convertibilidad se abdicó de la política monetaria y se la condenó a ser procíclica. Al atar un dólar a un peso, cuando entraban capitales al país porque las expectativas eran positivas, la cantidad de dinero aumentaba y la política monetaria acompañaba y amplificaba el signo del ciclo.
    El gasto público no paró de aumentar durante toda la década pasada. La política fiscal, la única herramienta que tenía el Gobierno, también fue procíclica. Para un político de corto plazo, la tentación de sobreactuar el ciclo positivo es muy difícil de evitar.
    A juzgar por los datos económicos recientes de nuestro país, hemos llegado al valle y estamos ingresando en la zona de la expansión. Según el Indec, el último pico de actividad económica fue en el segundo trimestre de 1998, es decir que la caída tardó más de cuatro años en alcanzar el valle. Durante ese tiempo, ahorristas perdieron su dinero, empleados su trabajo y varias personas sus vidas.

    Se pueden arriesgar, utilizando largas series de tiempo, tasas naturales de crecimiento a lo largo de períodos extensos, pero el crecimiento, no es una línea recta. En realidad, se trata de una curva sinusoide que fluctúa alrededor de esa línea recta, afectando en cada subida o bajada la vida de seres humanos. Nadie sabe a ciencia cierta cuál es la línea, aunque existen estimaciones. Y un buen gobierno que ejecuta una buena política económica debe intentar morigerar la amplitud de la onda, extender la duración de las fases de auge, acortar la de las de recesión e intentar que la distribución de los ciclos sea equitativa; es decir, que todos los sectores de una sociedad compartan los dolores del fracaso y disfruten los beneficios del éxito.
    Un buen gobierno debe, desde el sentido común más obvio, actuar con prudencia, como lo haría cualquier jefe/a de hogar: ahorrar en los buenos tiempos para estar preparado para los tiempos difíciles, teniendo en cuenta que, como solía decir Keynes, lo inevitable nunca sucede. Siempre ocurre lo inesperado.