En verdad, “las escuelas de negocios, management y afines –sostiene
en el Financial Times el indio Sumantra Ghoshal, de la London Business School–
tienen una sola forma de ayudar a que no se repitan esos casos: dejar de hacer
mucho de lo que hacen”. Antes, claro, sus elencos docentes deben reconocer
la parte de culpa que les cupo en crear Enron y similares. En efecto, fueron
sus ideas y enseñanzas las que fomentaron las mismas irregularidades
que ahora condenan.
Durante décadas, uno de los cursos más populares en Harvard lo
dictaba Michael Jensen. El gurú postulaba que, dada la naturaleza humana,
no era posible confiar en que los gerentes hagan crecer la capitalización
bursátil (“maximizar el valor para el accionista”, en la jerga
profesional). Jensen enseñaba cómo “superar los problemas
del agente alineando los intereses de managers y accionistas vía incentivos”.
Según el profesor, convertir las opciones accionarias en parte importante
de las retribuciones ejecutivas sería “la forma más eficaz
para lograr esa alineación”. Su receta era una bomba de tiempo.
En Berkeley y Stanford, a los estudiantes de negocios se les enseñaba
la “economía de costos transaccionales”, desarrollada por Oliver
Williamson. En esencia, el teórico sostiene que las empresas subsisten
sólo porque sus ejecutivos ejercen autoridad y se imponen al resto.
“Los gerentes deben asegurarse de supervisar y controlar estrechamente
al personal”, decía Williamson. El docente asociaba este poder omnímodo
al establecimiento de claros incentivos al desempeño individual, no al
colectivo.
Entretanto, “doquiera se estudiara management, aparecía la teoría
estratégica de Michael Porter. Según ella, para obtener buenas
ganancias, una empresa debe competir activamente no sólo con sus rivales
sino, también, con sus proveedores, clientes, reguladores y empleados”.
Era un dislate. Pero Porter afirmaba que las utilidades provienen de restringir,
bloquear o distorsionar la competencia. A los gerentes se les paga para hacer
eso, por dañino que sea para la sociedad.
Este tipo de teorías fue fomentado durante decenios. Aun quienes jamás
cursaron en alguna escuela de negocios aprendían a pensar en esos términos,
porque se respiraban en el aire. Al legitimar ciertas acciones y deslegitimar
otras, conformaban bases de pensamiento a partir de las cuales se tomaban decisiones
cotidianas.
No sorprende, entonces, que los ejecutivos de Enron, Global Crossing, WorldCom,
Adelphia, ImClone, etc., se asignasen desmedidas opciones accionarias, las ejercieran
aun contra el interés de la empresa, trataran pésimo a su personal
y estafaran a los clientes.
Gran parte del problema deriva de “académicos” que erigen los
negocios a la categoría de ciencia, y la especulación a la de
industria. También los psicólogos empresarios han llegado al extremo
de excluir el libre albedrío de clientes, abonados, usuarios o consumidores.
Al revés de las ciencias duras, cualquier teoría de gestión
que se ponga de moda –por absurda que sea– alterará el comportamiento
de los ejecutivos. Buena o mala, esa teoría se convierte en verdad revelada
y todos se adaptan a ella.
Por eso, “es un despropósito pretender que las teorías de
negocios sean totalmente objetivas y desinteresadas. Aun si sus autores lo creen
así, sus usuarios y sujetos no deben hacerlo. Al extrapolar presupuestos
muy pesimistas sobre gente e instituciones, este acervo seudocientífico
ha fomentado, cuando no creado, conductas patológicas en managers y compañías.
Es hora de que los responsables afronten las consecuencias”. M