Desde fines de junio pasado, un ex asesor rentado durante la última gestión
de Domingo F. Cavallo en Economía y, hoy, uno de los “nuevos halcones”
de George W. Bush, Steven Hanke, se dedica a replantear la dolarización.
Primero lo hizo vía un colega, un legislador de derecha y una campaña
para frustrar el acuerdo FMI-Argentina. Pero esto se complicó cuando,
en julio, entraron a tallar una pertinaz interna en el propio Fondo y los intereses
de ciertos sectores financieros locales. Algo que viene ocurriendo desde 1956.
Sea como fuere, las intrigas irán sucediéndose hasta que la Argentina
presente la propuesta final, a fines de septiembre, en la asamblea anual conjunta
FMI-Banco Mundial. Aquella primera operación, ya desinflada, se presentaba
en dos o tres medios porteños como “informe bicameral del Congreso
norteamericano”. En realidad, era un trabajo destinado al comité
económico conjunto y firmado por su vicepresidente, el senador republicano
James Sexton, incondicional de los recortes tributarios y allegado al sector
financiero de la costa atlántica. Sus autores eran Hanke y Kurt Schüler,
apóstoles de la convertibilidad rígida y la dolarización.
¿Cuál catástrofe?
Ese informe se centraba en una “catástrofe” que, días
más tarde, el propio FMI asoció a la gestión 1991-2001,
dominada por el modelo que Hanke y otros habían armado para Cavallo.
Aún con sesgo fuertemente antifondista –rasgo de los “nuevos
halcones”–, el trabajo admitía que la crisis sistémica
internacional iniciada en el sudeste asiático (julio de 1997) y contagiada
a Rusia, Brasil, etc., había desatado en la Argentina una recesión
que haría crisis en 2001. Pero no se mencionaba el papel decisivo de
la paridad cambiaria rígida que sobrevaluó el peso ya desde el
principio (12,5% en abril de 1991).
El texto de Hanke-Schüler analiza el caso argentino sin mucha seriedad:
parte de 1810 (¿?), con una visión que recién surge en
el Consenso de Washington (1989). Su reseña del patrón oro pasa
por alto el papel de la libra y, además, habla de un “auge económico”
a fines del siglo XIX. Justamente, ésos fueron los años del cese
de pagos y el rescate del máximo acreedor (Baring Brothers) por parte
del Banco de Inglaterra.
Una segunda ofensiva, también ligada a la ultraderecha republicana, “sólo”
busca impedir un nuevo crédito contingente (stand by) por tres años.
También intenta que la Argentina no aplique controles sobre flujos de
capitales cortoplacistas, al estilo chileno. Alrededor de esto se ha montado,
desde principios de julio, una campaña que mete en el mismo saco las
“restricciones al capital”, las extradiciones de militares y los cambios
policiales.
Pertinaz realidad
En este plano, espacios y columnistas conservadores perdían crédito
a manos de la realidad. Así, Thomas Dawson, vocero del FMI, apoyó
el contralor sobre fondos especulativos mientras Snow lo censuraba. En una postura
intermedia, Taylor –subsecretario en Hacienda– presentaba una lista
de exigencias (achicamiento de la banca, alzas de tarifas, replanteo de las
relaciones con las provincias, etc.) muy similar a la formulada por el Banco
Mundial… en octubre de 1989.
Surge acá un dato curioso: en aquel momento, Carlos S. Menem apoyaba
la “cirugía sin anestesia” aconsejada por Jeffrey Sachs –efímero
asesor suyo– y el Banco Mundial. Hasta que pactó con Lorenzo Miguel
e hizo caer la estantería económica. El plan Sachs corrió
igual suerte que el plan Austral en 1987, cuando Raúl Alfonsín
se dejó envolver por Miguel y su aliado ocasional, Enrique Nosiglia.
Más extraño sería, en 1993-4, que esos mismos personajes
y Menem gestasen otra constitución. Su carga reelectoral, eventualmente,
liquidó la gestión económica en 1995-6 y condujo –vía
déficit y recesión– a la mayor crisis socioeconómica
acaecida en el país (2001).
Halcones divididos
Snow y Taylor no abrevan –como Hanke o Schüler– en la Universidad
John Hopkins, sino en otro semillero ultraconservador, la Heritage Foundation
(HF). El subsecretario, además, consulta con frecuencia a Alan Meltzer,
Adam Lerrick y Anne Krueger, segunda ejecutiva del FMI. La HF opera, en esta
oportunidad, a través de Ana Eiras y Stephen Johnson. En forma colateral,
este grupo postulaba a Krueger como sucesora de Horst Köhler, director
gerente del Fondo, de quien desconfían por su “actitud blanda hacia
la Argentina”.
Pero estas movidas podrían tener otro desenlace. Sugestivamente, el conservador
Guy Sorman notó que gente “tradicionalmente hostil al estatismo,
como Perle, Francis Fukuyama o Jean Kirkpatrick, hayan refundado su ideología
económica”. En un sentido, aceptar crecientes déficit federales
en aras de una guerra sin cuartel contra el terrorismo islámico se parece
a la gestión de la derecha religiosa que controla Israel. Sólo
que su rojo lo solventa Estados Unidos, en tanto el rojo norteamericano –otrora
cubierto por la inversión externa– carece hoy de financiantes.
Alertado desde fuera del propio gobierno, Guillermo Nielsen –secretario
de Finanzas– señaló que un sector interno del FMI saboteaba.
Hablando hace cuatro semanas, el funcionario empalmó con nuevos datos
reales que desvirtuaban lo que parecía ya una tercera campaña,
ahora fomentada por medios financieros y bursátiles.
En efecto, el propio Köhler, tras una visita y entrevistas con el presidente
Néstor Kirchner y el ministro de Economía, Roberto Lavagna, se
manifestó optimista sobre las negociaciones en pos de un acuerdo contingente
a tres años. Desde un inesperado ángulo, J. P. Morgan Chase volvía
a recomendar la compra de bonos argentinos.
Mea culpa
A esa altura del partido, los mismos medios que habían diseminado todo
tipo de versiones atribuidas al FMI no tuvieron más remedio que publicar
el informe de Köhler. En buena medida, porque también lo hacían
Financial Times y Wall Street Journal, nada sospechosos de socialdemócratas.
Es que el mea culpa de la propia entidad (principios de julio) tuvo notable
impacto político: por primera vez, identificaba los graves errores de
la gestión económica argentina 1991-2001, los asociaba a recetas
del Fondo y subrayaba la corrupción sistémica imperante por entonces.
Muy pocos analistas advirtieron un detalle: el célebre documento del
Banco Mundial, en 1989, resaltaba la corrupción sistémica que
había tornado “inviables” a varias provincias argentinas.
Volviendo al FMI, “la institución que había promovido con
mayor pertinacia las reformas pro mercado en toda Latinoamérica, durante
los años ’90, admite hoy errores en la Argentina, su discípula
predilecta”. Esto se leía en el Wall Street Journal. “Bajo
la égida de Menem y el Consenso de Washington –proseguía
el periódico– se privatizaron virtualmente todos los servicios,
se abrió la economía a todo tipo de fondos y se ligó rígidamente
el peso al dólar. Por eso, no sorprende que, cuando la crisis de 2001
acabó con ese lapso de reformas, muchos lo vieran también como
el final del Consenso”.
Pero los malentendidos no datan de 1989. Ya los dos primeros acuerdos contingentes,
firmados en 1956 y 1967 por el mismo funcionario argentino (Adalbert Krieger
Vasena), se usaron para imponer medidas en favor de intereses creados. Así
ocurrió al descartarse el plan de Raúl J. Prebisch o la diversificación
industrial. Basta un caso: la diferencia de políticas tributarias, en
el régimen militar de 1966-9, entre Raúl J. Cuello y Krieger Vasena.
Por el contrario, el FMI se mantuvo distante en los tres mejores períodos
económicos: 1959-60, 1963-6 y 1985-7. En el primero, cuando intervino
lo hizo en apoyo de Álvaro Alsogaray, que liquidó la experiencia
desarrollista. M