Cómo las telcos cayeron, víctimas de la exuberancia irracional

    El proceso iniciado en 1996 desemboca, hoy, en un negocio con exceso de capacidad
    ociosa, depreciaciones de activos, crisis empresarias y escasez de capitales.
    A 18 años de que los reguladores norteamericanos comenzaran a promover
    la competencia en telecomunicaciones, el mercado rezuma nuevos concurrentes
    y redes redundantes. Primero, fueron las redes de fibra óptica a larga
    distancia, después las telefónicas locales y, por fin, los servicios
    inalámbricos (donde la tercera generación de dispositivos sigue
    congelada, porque el público es reticente).
    ¿Por qué cientos de ejecutivos se convirtieron en inversores imprudentes?
    ¿Qué lecciones deparará el actual fracaso a quienes definan
    políticas en el sector público y el privado?
    Precisamente mientras surgía la fiebre de las telcos, en 1996, Alan Greenpan
    –todavía hoy presidente del Sistema de Reserva Federal– acuñó
    el término “exuberancia irracional” para definir el auge de
    la “nueva economía” y su burbuja bursátil. Hacia 2000,
    el economista Robert Shiller (Yale) caracterizó el fenómeno como
    “expresiones de deseos que niegan una realidad objetiva, en aras de variables
    externas a ella (eventos precipitantes). Esta actitud deja de lado análisis
    rigurosos sobre retornos de inversión y salvaguardias contables”.

    Exactamente lo que les sucedió a las telcos, donde –en los últimos
    años– las decisiones inversoras de las empresas eran tan irracionales
    como las de cualquier individuo aislado, pese a las técnicas de gestión
    empleadas. Este rasgo condujo a la actual volatilidad, que el trabajo de Katz
    encara con el método de Charles Kindleberger (Manias, panics and crashes,
    1978; hay versión castellana, pero prefiere el subtítulo de la
    original: Una historia de las crisis financieras), que parte de una premisa:
    ejemplos y anécdotas, si se sistematizan, pueden ser evidencias.

    Planes de negocios

    Comúnmente, cuando una firma resuelve entrar en un sector o segmento,
    sigue un proceso de tres fases. Empieza desarrollando un plan de negocios (oferta
    de bienes o servicios, mercados en la mira, plataformas tecnológicas,
    distribución) que evalúa el retorno potencial sobre la inversión.
    Después, se busca financiamiento externo a la empresa para armar y lanzar
    el proyecto. Finalmente, se gestionan fondos extras vía emisión
    y colocación de bonos y/o acciones en bolsa.
    En cada etapa, la mezcla de intereses internos contradictorios, análisis
    prejuiciosos y conductas arbitrarias puede generar decisiones incompatibles
    con expectativas racionales. Entretanto, el “efecto manada” –suponer
    que los rivales podrían comprometer la rentabilidad o el ingreso a un
    mercado– exacerba lo irracional y, a menudo, induce a proyecciones erróneas
    en cuanto a oferta y demanda.
    En reciente conferencia sobre “Las nuevas telecomunicaciones y los mercados
    financieros”, Joseph Stiglitz (Nobel de Economía 2001) demostró
    los nexos, a través del tiempo, entre la desregulación y las burbujas
    especulativas. De hecho, los nuevos marcos normativos –con que los gobiernos
    esperaban fomentar competencia– fueron fuentes de exuberancia irracional,
    en una actividad que, como la telefónica, tiene fuertes economías
    de escala. Por ende, exige estrecha supervisión regulatoria y un número
    limitado de concurrentes. Pero los gobiernos, particularmente en economías
    emergentes y periféricas, tienen un objetivo propio: recaudar. En el
    segmento inalámbrico, cuanto mayor sea el espectro de frecuencias subastables,
    mejor será para el fisco que, claro, no pensará en restringir
    el acceso de banda.
    Podría suponerse que los inversores privados fuesen más prudentes.
    Pero no: las empresas acompañan sistemáticamente a los gobiernos
    y se apretujan en los nuevos mercados. Al no limitar la entrada vía monopolio
    natural o concurrencia limitada, el estado fomenta exuberancia irracional. Los
    recientes debates en torno de wi-fi (ver edición de junio) ponen de manifiesto
    el problema en el campo inalámbrico.

    Mitos sobre demanda

    Otro error habitual es sobreestimar las posibilidades de un mercado. En telecomunicaciones,
    influyen dos mitos: el de la demanda potencial y el de la sustitución
    tecnológica. El primer mito hace creer a los inversores institucionales
    que un nuevo servicio o una innovación cubrirán necesidades insatisfechas
    existentes. Así, durante la manía inalámbrica las víctimas
    del mito ignoraron la diferencia entre demanda primaria y secundaria. En esta
    actividad, la demanda primaria se halla cubierta por tecnologías y servicios
    anteriores. A lo sumo, los nuevos concurrentes captarán una porción
    de demanda secundaria; pero no encontrarán usuarios con necesidades primarias
    insatisfechas. Por ejemplo, una parte de la demanda captada por la telefonía
    móvil estaba originalmente cubierta por una mezcla de teléfonos
    fijos y celulares. Las proyecciones iniciales para el servicio inalámbrico
    sobrestimaron la demanda por no tener en cuenta esos sustitutos preexistentes.

    En países menos desarrollados, se espera que los nuevos concurrentes
    sirvan a segmentos demográficos de bajos ingresos. Así, en Latinoamérica,
    70% de la población carece de teléfono, lo cual parece una gran
    oportunidad de negocios. Pero explotarla se hace muy cuesta arriba: a esa gente
    no le alcanza para pagar el servicio.
    El otro mito deriva de una noción muy común en planes de negocios
    desde los años ’90: “En telecomunicaciones, basta 1% de un
    mercado para asegurarse adecuado retorno sobre la inversión”. Esta
    idea subestima groseramente los riesgos, pues define un mercado como la suma
    de todos los servicios y, por tanto, evalúa incorrectamente la demanda
    primaria para las ofertas que se planean.
    ¿Por qué persisten esos mitos y otros errores? Entre otras cosas,
    porque no se aplican pautas correctas para sopesar un mercado. Por ejemplo,
    para justificar el ingreso al segmento de transmisión de datos, los planes
    de negocios aceptan –sin análisis crítico– la tesis
    de que el tráfico en la Red se dobla cada dos meses durante largos períodos.
    Entonces, los inversores miden ese tráfico en términos de la primera
    fase de adopción, cuando el crecimiento es impetuoso, pero no extrapolan
    factores tales como los patrones de crecimiento en el uso de computadoras.
    El empleo de proyecciones también lleva a sobreestimar la demanda; por
    ejemplo, al extrapolar factores históricos o geográficos. Eso
    ocurre cuando una compañía planea invertir en servicios celulares
    para el interior de un país de menor desarrollo. Muchos técnicos
    presuponen que el ingreso medio por abonado provincial será igual al
    metropolitano. Pero no es así: el tamaño de las ciudades es muy
    inferior al de la capital o el puerto principal. La gente se moviliza menos
    y, por ende, no usa tanto el celular (cuando lo tiene).

    Evaluaciones y trampas

    Durante la burbuja telco, las inversiones relativas a fusiones y adquisiciones
    (F&A) ajustaban el valor de una empresa en función de su trayectoria
    previa, aunque no tuviera relación con el plan de negocios de la compradora.
    De ese modo, cuando la hoy colapsada WorldCom tomó MFS Communications,
    la había valuado en seis veces sus activos, sin tener en cuenta los flujos
    de ingresos de ambas firmas ni la estructura del mercado al momento de cerrar
    el acuerdo. Pero MFS pasó de un contexto duopólico –que le
    significaba mayores ingresos– a uno de competencia abierta (el de WorldCom).
    La tercera falla en estos planes de negocios reside en estimar incorrectamente
    la porción del mercado a ganar. Así, cada inversor puede calcular
    con bastante exactitud la demanda total, pero sus proyecciones de participación
    tal vez no reparen en que muchos concurrentes apuntan al mismo segmento. Entonces,
    sobreestimarán enormemente la demanda primaria, porque habrán
    sumado todas las porciones del mismo mercado que los rivales tratan de captar.
    En Estados Unidos, por ejemplo, la suma de porciones que calculaban las telefónicas
    locales equivalía (en 2000) a 20 veces la demanda total efectiva.
    Kindleberger demostró que los auges (manías) eran fomentados por
    la expansión en el crédito bancario, en sí un estímulo
    a la irracionalidad de los inversores. La historia reciente indica que las telecomunicaciones
    cayeron en esa trampa debido a dos efectos financieros yuxtapuestos. En primer
    lugar, la banca trataba de asegurarse negocios –según confirman
    recientes revelaciones sobre vínculos entre investigación/análisis
    de valores y banca de inversión en firmas de Wall Street– y, con
    escaso rigor técnico, concedía o ampliaba créditos sin
    tener en cuenta la calidad de planes ni emprendimientos.
    También los productores de equipos se subieron a la manía en boga.
    Buscando competir asegurándose influencia en el sector de moda y aumentar
    ventas, los fabricantes sobrefinanciaban las compras de los nuevos prestadores
    de servicios y no cumplían con las diligencias financieras o contables
    debidas (una conducta similar por parte de grandes prestamistas condujo a la
    crisis de la deuda externa latinoamericana, 1982). Por cierto, la burbuja telco
    evidenció que, en vez de actuar como restricción a excesos, la
    diligencia debida –por imperio de pujas internas– solía amplificar
    la irracionalidad. Semejantes interacciones, en especial las de “managers
    visionarios”, se daban en un contexto que Shiller define como “socialmente
    complejo y problemático”.

    Irracionalidad en los mercados

    Completado el plan de negocios y la primera ronda de financiamiento, quienes
    ingresan en un nuevo segmento apelan a una oferta pública inicial (OPI)
    de bonos y/o acciones. Acá surge otro factor de exuberancia irracional:
    los mercados bursátiles.
    La plaza norteamericana aporta una muestra interesante del fenómeno.
    En medio de la burbuja telco, la “sapiencia convencional” de los operadores
    (término de John K. Galbraith tomado por Kindleberger, Shiller y Stiglitz),
    apoyada por los analistas de valores, prescribía que la capitalización
    bursátil de una empresa nueva dependiera de la cantidad de mercados alcanzados.
    Por lo mismo, el valor de las acciones se asociaba primordialmente a los gastos
    de capital en plantas, redes y equipos. No se tenían presentes la captación
    de clientes, las ventas ni las utilidades.
    En este proceso, las investigaciones del área ventas profundizaban la
    irracionalidad: analistas bursátiles en firmas de valores y carteras
    de inversión generalmente interpretaban las señales emitidas por
    compañías en términos de sus propias estrategias. O sea,
    ponían en segundo plano la realidad objetiva del mercado.

    ¿Qué aconsejaría Schumpeter?

    ¿Podría evitarse que inversores, analistas y prestamistas abandonasen
    una conducta intrínseca al proceso de “destrucción creativa”
    postulado por el alemán Josef Schumpeter?… En otras palabras ¿deberá
    eludirse la exuberancia irracional o, por el contrario, es un factor fundamental
    de crecimiento?
    Probablemente, la respuesta sea que la exuberancia irracional tiene un impacto
    rupturista inicial pero, a la larga, resulta neutra. La desregulación
    deparó a consumidores y usuarios –en las economías industriales,
    al menos– amplias ventajas en cuanto a disponibilidad de productos o servicios
    y precios en baja. Esto pese a fuertes trastornos sociolaborales y el deterioro
    de valores en manos de accionistas. Por otra parte, el reflujo actual y el proceso
    de concentración en ciernes –previsto por Lawrence Ellison, de Oracle,
    o Michael Capellas, de MCI– enfrían el entusiasmo de y hacia las
    telcos. Hoy día, la mayor parte de las transacciones financieras se orienta
    a reestructuración y venta de activos depreciados. Pronto, el foco pasará
    a F&A. Todo esto retardará el ritmo de crecimiento y el desarrollo
    de empresas. Por ende, la destrucción no será creativa. M