En verdad, el auge de aplicaciones inalámbricas complica cada día
más la asignación de bandas. En las principales economías
del mundo, se ha impuesto el sistema de subastas de espectro, que licencia frecuencias
al mejor postor. “Todos sabíamos de antemano qué problemas
surgirían –señala Noam–, pero aun así el negocio
de las telecomunicaciones llegó al borde de la quiebra por sobrecompra
de frecuencias”. Crisis como las de Vivendi Universal, Global Crossing,
WorldCom, France Télécom, Telefónica de España o
Deutsche Telekom resultan por demás ilustrativos.
A su vez, los defensores del sistema afirman que las subastas no eran lo bastante
transparentes o responsabilizan a las compañías por ofrecer cánones
demasiado altos. “Ha llegado el momento –cree el experto– de
sospechar que el propio sistema tiene fallas. A mí se me ocurre una:
inevitablemente, las subastas degeneran en fuentes de ingresos para los gobiernos;
y quienes las ganan luego pueden sobrevivir sólo si se cartelizan para
mantener tarifas caras. Quienes abogan por el sistema conocen muy bien a Robert
Coase y su teoría de juegos –empleada para calcular modelos de negocios–,
pero no conocen la realidad en el sector telcos”.
Aparece la banda 802.11
Justamente mientras una empresa tras otra depreciaban el valor de sus licencias
inalámbricas en libros, apareció otra novedad. Las computadoras
se desconectaron de las líneas telefónicas y se engancharon, vía
módem inalámbrico, a bases cercanas (hot spots). Este sistema
se llama wi-fi –wireless fiber, una redundancia tipo “agua mojada”–,
banda 802.11 o, más formalmente, “redes inalámbricas localizadas”
(w-lan). Permite transmitir datos a velocidad muy superior a la de los dispositivos
de tercera generación, por lo cual ya abarca millones de usuarios en
Estados Unidos y Canadá.
Las aplicaciones wi-fi ocupan una gama muy estrecha de frecuencias y no precisan
licencias. “Pero tampoco alcanzan –anota Noam– y ello ha dado
origen a un movimiento de espectro abierto, similar al de fuente abierta que
generó Linux. Esta tendencia parte de una idea formulada hace diez años
por George Gilder, Paul Baran y yo mismo: es tecnológicamente obsoleto
que cada usuario tenga un tramo de banda propio. La razón es que los
paquetes de información pueden subirse a cualquier tramo del espectro
y bajarse en otro para reconstruir el mensaje”.
Pero, “mientras la subasta ortodoxa despreciaba la tecnología en
aras de la economía, muchos adictos al espectro abierto todavía
adhieren al credo de Nicholas Negroponte: la economía virtual tiene sus
propias leyes y su tecnología ha superado la escasez. Por supuesto, es
factible expandir el espectro y usarlo intensivamente… pero hasta cierto
punto. Como solución, el arriendo oneroso es factible pero impráctico,
dado que los paquetes atravesarían numerosas frecuencias, cada cual con
un licenciatario diferente. Sería como si una aerolínea negociara
derechos de sobrevuelo con cada propietario de la superficie”.
No obstante, Noam ve una salida: tarifas dinámicas, es decir, según
bandas y su grado de congestión. Si muchos usuarios quieren determinada
frecuencia, el precio de acceso aumentará y habrá quienes opten
por emigrar hacia bandas menos pedidas o sistemas transmisores de menor calidad.
“La tarifa dinámica combina el libre acceso al espectro abierto
con la eficacia de las licencias. Pero no el tipo de solución perfecta
que buscan tanto el movimiento aperturista como los partidarios de las subastas.
Entonces, ambos grupos la rechazan. Al fin de cuentas, el tema de fondo es el
mismo: la tecnología crea nuevos instrumentos para compartir bandas sin
derechos de exclusividad, en un entorno donde los gobiernos como licenciadores
forzosos se tornan ineficientes en lo económico, anacrónicos en
lo técnico y restrictivos en cuanto al flujo de informaciones”.
Epstein versus Noam
No es una interna israelí, sino un debate entre expertos en wi-fi. En
ese marco, Richard Epstein apela a la historia, recordando que “en Estados
Unidos, el espectro era inicialmente un sistema mixto, donde la emisora que
primero ocupaba un espacio lo reclamaba para sí. Esto terminó
en 1927, al sancionarse la ley federal de radios, que estableció el primer
régimen de licencias gubernamentales.
En principio “es factible cuestionar ese marco y volver a 1927. Pero las
cosas han cambiado mucho y no puede desconocerse la titularidad estatal del
espectro”. Curiosamente, objetó Noam, “si alguien aplicara
esta misma filosofía al petróleo y otras actividades, sería
tachado de socialista utópico”. Sea como fuere, “Noam está
equivocado –replica Epstein–, porque el espectro no es un color ni
una nota musical, sino una serie donde el control de cada espacio, por parte
de un usuario u operador, es exclusivo. Por eso, es imposible un número
infinito de copias a cero costo adicional”.
Igual que Noam, Epstein cree que los quebrantos entre empresas licenciatarias
se deben a sobreinversión vía subastas de la Comisión Federal
de Comunicaciones (CFC). Pero “estos errores no ponen en tela de juicio
el sistema de subastas, sino su financiamiento”. A juicio del experto,
“la clave reside en qué se licita, no en cómo. Las normas
iniciales de ocupación trataban al espectro como un erial, explotable
a gusto del ocupante. Ello creaba incentivos para economizar en el uso y, eventualmente,
encarar la compraventa de licencias. El contexto posterior impone condiciones
específicas sobre cómo emplear las licencias y semeja una forma
de planeamiento sectorial, área donde la CFC es inepta”.
Tercian Lessig y Hazlett
La conclusión es clara: subastar los espacios vacantes, permitir transferencias
o subdivisiones y trabar interferencias fuera de norma. En este punto “llegamos
a un callejón operativo sin salida. Noam cree que toda nueva tecnología
quedará expuesta al atiborramiento del espacio y propone tarifas dinámicas,
similares a los peajes diferenciales que se aplican en algunos países.
Pero –tercia Lawrence Lessig–, un sistema abierto funcionará
mejor, porque el espacio inalámbrico está tan poco sujeto a la
saturación como Internet misma”.
No obstante, “esa visión no toma en cuenta, o lo hace parcialmente,
los costos técnicos involucrados en armar un sistema de protocolos genéricos.
Estas cosas nunca son gratis”, argumenta Thomas Hazlett, quien se inclina
por soluciones privadas, no estatales (ahí coinciden Epstein y Lessig,
aunque no Noam).
Los cuatro admiten no hallarse en posición apta para decidir quién
tiene razón o hasta qué punto la tiene. En la actualidad, el problema
se resume en qué camino promete errores menos costosos, no cuál
está libre de falencias. La solución de Noam presupone que el
gobierno u otra instancia imponga tarifas desde afuera, aunque sin especificar
cómo lo hará, si el espectro es algo tan libre al uso masivo simultáneo
como un color o una nota musical. Por otro lado, si las tecnologías inteligentes
permiten –como sugiere Epstein– a un árbitro elevar precios
muy de a poco, también le permitirán a cualquier operador privado
fijar sus propias tarifas. En la otra punta, Lessig rechaza las tarifas de plano,
porque llevarían al desastre si Noam tuviese razón y todo acabara
en la saturación del espectro.
Finalmente, Hazlett propone una salida transaccional para el corto plazo: “Licitar
o poner en venta una parte del espectro desierto, donde los interesados podrían
–si lo quisiesen– aplicar nuevas tecnologías. Las tarifas recién
se arbitrarían al ejercer la opción”. Por supuesto, ni esta
propuesta ni las restantes son perfectas ni, mucho menos, zanjan un debate que
tendrá para largo. En particular porque, según sostiene Noam,
“no existen tecnologías actuales ni potenciales capaces de garantizarnos
que no sean saturados por los usuarios”. M