“Enron, WorldCom, Adelphia y otros escándalos han puesto sobre el
tapete la conducción y la gobernabilidad. ¿Qué hacer con
los ejecutivos? ¿Bastaría con aumentar los vocales independientes
en los directorios? ¿O es un problema de historia e implicaciones bastante
más profundas?”
Las preguntas se las formula, en un ensayo, el polémico Charles W. Calomiris.
“Hombre orquesta” en la Universidad de Columbia, promotor de reformas
financieras internacionales, especialmente en materia de países sobreendeudados
y quiebras soberanas. Pero también es experto en gestión y gobernabilidad
de empresas.
Lo peor es que casi nada de lo ocurrido era nuevo. En un texto clásico
sobre gestión empresarial (1932), Adolf Berle y Gardiner Means ya subrayaban
potenciales conflictos de interés. Dicho en lenguaje actual, gerentes
y ejecutivos podían obtener ganancias actuando contra el interés
de los accionistas, recanalizar fondos hacia sus cuentas o las de amigos y parientes,
incumplir obligaciones y retener cargos más allá de lo conveniente
para la compañía.
Desde entonces, se supone que el directorio debe impedir esos abusos. Su acción
depende, claro, de que sus integrantes tengan capacidad y voluntad de oponerse
al management. Pero la serie de casos iniciada con Enron apunta a frecuentes
fallas y debiera dar indicios sobre posibles reformas para mejorar la gestión
y la gobernabilidad. Al respecto, un factor últimamente popular es la
independencia de los directorios; vale decir, la inclusión de directores
no involucrados con los ejecutivos y capaces de actuar como partes no interesadas.
Los estudios más recientes sugieren que los directores independientes
pueden influir. Pero sujetos a libertad de acción –posibilidades
de limitar remuneraciones ejecutivas–; tamaño del directorio (cuanto
más chico mejor); cantidad de juntas donde figuran (cuantas menos mejor);
edad (los más jóvenes son preferibles); y autonomía respecto
del CEO (si son elegidos por él, no serán independientes). De
cualquier modo, la clave reside en un proceso de selecciones apoyados en fundamentos
que Calomiris pasa a describir.
Participación accionaria
Si los miembros del directorio y los managers participan en grado relevante
del paquete accionario, los conflictos de interés podrán superarse,
dado que ambos sectores tratarán de proteger su inversión. Por
supuesto, un director con alta participación tendrá fuerte motivación
para poner en caja a los ejecutivos.
Investigaciones realizadas en 2002 evidencian que los países con menor
amparo jurídico a accionistas externos a una firma también muestran
las mayores concentraciones de paquetes en poder de grupos internos. En Estados
Unidos y Gran Bretaña, donde la protección legal es relativamente
amplia, el promedio de participación accionaria “interna” es
apenas 1% sobre una muestra de 150 empresas. En Francia y Alemania, donde el
amparo es débil o difuso, las proporciones llegan a 55 y 61%.
La concentración de control en manos internas puede costar caro, especialmente
en una economía industrial moderna. Si los directores y ejecutivos accionistas
tienen casi toda su renta colocada en papeles de la misma compañía,
sus carteras no estarán en absoluto diversificadas. Ello disminuirá
oportunidades de crecimiento para la firma y de ganancias para ellos.
Por otra parte, no hay tantos millonarios –o sea, gente imposible de tentar
con dinero– para cubrir la demanda de directores independientes en las
juntas. Además, ser un potentado no significa poseer las cualidades mínimas
para desempeñarse en esos cargos: como se sabe, los buenos managers no
nacen millonarios.
Finalmente, la amplia participación de inversores individuales e institucionales
en un paquete reporta grandes beneficios. Más allá de la diversificación
en sí, hay efectos macro, tales como la convergencia del interés
empresario con el interés público, lo cual fomenta en el gobierno
políticas tributarias y regulaciones compatibles con el crecimiento de
una actividad. También favorece mayor transparencia y contralor de prácticas
contables.
Intermediarios
Una segunda opción consiste en compatibilizar los intereses del directorio
con los de los accionistas apelando a terceros como intermediarios cuyo poder
de voto equilibre al de los ejecutivos superiores. Históricamente, Alemania
y Estados Unidos recurrieron a esta modalidad, si bien su uso ha sido más
limitado en el segundo.
En Alemania, los bancos universales –que combinan crédito, depósitos
remunerados, suscripción de valores y cuentas fiduciarias– han actuado
como apoyos de empresas industriales en sus primeras fases. Al principio, con
créditos. Más tarde, gestionando acciones vía redes internas
manejadas por los propios bancos. A su vez, controlaban los directorios de sus
firmas clientes a través de fideicomisos.
En Estados Unidos, las normas bancarias acotaban los alcances geográficos
de las entidades y, por ende, su escala. Entonces, durante la segunda revolución
industrial, los bancos sólo podían financiar el crecimiento vía
grandes conglomerados. Con el tiempo, la expansión cuantitativa, cualitativa
y geográfica de las industrias desbordó a los bancos universales,
que se redujeron a comerciales. Aun antes de la reforma de 1933, estas entidades
eran demasiado chicas y estaban demasiado aisladas como para participar en emisiones
de valores.
Mientras tanto, el “capitalismo financiero estilo norteamericano”,
ejemplificado en J. P. Morgan y su famosa red de socios que ocupaban asientos
en diversas juntas directivas, era un fenómeno reservado sólo
para las empresas más grandes y sólidas. Muchas de éstas
pasaron a ser “compañías Morgan” por fusiones, no por
emisión pública de acciones. La proclividad oligopólica
(los célebres trusts) y la desmedida concentración de poder fueron
neutralizando las ventajas económicas y financieras del sistema, amén
de darle mala imagen ante el público. Sucesivas reformas jurídicas
culminaron en la separación entre bancos comerciales y bancas de inversión.
Muchos años después, legisladores y reguladores tratan ahora de
separar bancas de inversión y firmas de valores. Una tercera forma de
intermediación o arbitraje apareció en el Japón de la segunda
posguerra, cuando la integración vertical entre banca e industria (zaibatsu)
fue reemplazada paulatinamente por el keiretsu. Esta modalidad horizontal hace
que una empresa arme alrededor suyo una red de subsidiarias, bancos y proveedores.
Los bancos, pues, controlan bloques accionarios en las firmas clientes, directamente
o vía otras empresas. Esta trama actúa como contralor efectivo
sobre el management del grupo principal. La fórmula llegó a marchar
tan bien que, hacia 1990, los gurúes gerenciales estadounidenses aplaudían
sin cesar y hasta llegaron a “importar” un método de gestión
típico de esa cultura, el kaizen (calidad total).
Duros desenlaces
Por desgracia, tanto el modelo alemán –que no data de la posguerra,
sino de 1866– como el keiretsu demostraron que corrían un riesgo:
volver atrás en materia de gobernabilidad empresarial. Esto ocurrió,
esencialmente, cuando las redes bancarias dejaron de ser competitivas y sus
elencos directivos empezaron a coaligarse en perjuicio de accionistas, clientes
y público. Ambas historias convergen en crisis sectorial (Alemania, donde
Deutsche Bank perdió en 2002 unos 24.500 millones) o la recesión
más larga de la historia (Japón desde 1991, donde el sistema bancario
tiene US$ 440.000 millones en incobrables).
Ahora bien, ¿hasta qué punto intermediarios como los fondos de
pensión y mutuales podrían sustituir el sistema Morgan en Estados
Unidos, la banca universal en Alemania o los keiretsu en Japón? Hasta
el momento, en el mercado más maduro –Estados Unidos– sólo
han desempeñado un papel marginal. Hay indicios de que los holdings inversores
institucionales pueden mejorar la gestión de las empresas, pero –por
ahora– su influjo es débil e inestable. En buena medida, porque
las trabas legales limitan el control a una proporción de cada paquete
accionario, en tanto los riesgos que corren los propios administradores de fondos
les restan incentivos para integrar directorios.
Por otra parte, aun sin esas restricciones los gestores de carteras podrían
tener escasos motivos para disciplinar compañías o managers (de
éstos dependen sus honorarios). En un mundo perfecto, los esfuerzos de
ese grupo quizá fueran recompensados por sus propios inversores. Pero
las regulaciones prohíben indexar sobre ganancias las remuneraciones
para ejecutivos de fondos mutuales o de pensión.
Tomas hostiles
La tercera vía para poner en caja a directores y gerentes es amenazar
con una compra hostil. Si ésta resulta creíble, los ejecutivos
sabrán que –ante una conducción sobrerremunerada– los
atacantes estimarán rentable acumular suficientes acciones como para
echarlos. Esta amenaza, por supuesto, promoverá una mejor calidad de
gestión.
De hecho, existen pruebas de que la ola de fusiones y adquisiciones (F&A)
hostiles en los años ’80 mejoró la gobernabilidad de las
empresas atacadas. En buena parte, porque muchas compañías pusieron
su propio directorio y estructura gerencial en orden y abarataron el costo de
sus ejecutivos para evitar tomas hostiles.
Recientes trabas jurídicas a F&A, de hecho amparan a managers y “juntas
cautivas”. En realidad, las tomas hostiles nunca fueron fáciles.
Sus promotores debían anunciar la intención de comprar una empresa
vía licitación de ofertas, lo cual reducía posibilidades
de inducir mejoras en la gestión y hasta desalentaba a algunos interesados.
En los ’80, tras una serie de F&A exitosas, los ejecutivos a cargo
de firmas pasibles de ser atacadas desarrollaron “píldoras envenenadas”
(cláusulas en la carta corporativa que diluían el poder accionario
hostil) y lograron desincentivar tomas.
Algunos tribunales federales convalidaron estas tácticas. En simultáneo,
varios estados de la Unión emitían “estatutos orientados
a accionistas y otros grupos de interés” que desalentaban tomas
hostiles. La mezcla de “píldoras” y estatutos torna casi imposible
hacer responsables a los ejecutivos ante los accionistas u otras instancias.
Conclusiones
Resulta poco realista esperar que una junta directiva cumpla funciones como
la de disciplinar gerentes o proteger a los accionistas, si las autoridades
han armado un sistema que les quita incentivos para hacerlo. El problema básico
que limita la efectividad de los directorios y, en general, de la gestión
empresarial, es la ausencia de voluntad política para anteponer el interés
de los accionistas al considerar normas sobre gobernabilidad y prácticas
contables.
Como ocurre hoy tras la larga serie de escándalos en el sector privado
norteamericano y europeo, el rechazo general a la concentración de poder
y los conflictos de intereses suelen llevar a una opción clásica:
poner trabas al sistema financiero para imponer disciplina a los managers empresariales
vía remuneraciones.
Sin embargo, el primer paso hacia un esquema que prevenga futuros Enron o WorldCom
consiste en resolver qué objetivos del directorio sustentan el valor
de la empresa. El segundo, promulgar leyes que hagan plenamente responsables
de esas metas a ejecutivos y directores. El tercero, promover la concentración
de poder de voto interno en quienes aseguren que la voz de los accionistas se
escuche en los despachos ejecutivos. Si fuera preciso, también en los
tribunales. M
MERCADO On Line le amplía la información: • “Una reforma a fondo. El papel del directorio para salir del pantano”. MERCADO, octubre de 2002. http://mercado.com.ar/mercado/vernota.asp?id_producto=1&id_edicion=1018&id_nota=2 • “Los directores independientes. El verdadero poder dentro de la empresa”. MERCADO, agosto de 2002. http://mercado.com.ar/mercado/vernota.asp?id_producto=1&id_edicion=1016&id_nota=1 • “Nada es estable y todo se cuestiona en materia de liderazgo. Gobierno empresarial: en busca de un modelo viable”. MERCADO, enero/febrero de 2003. http://mercado.com.ar/mercado/vernota.asp?id_producto=1&id_edicion=1021&id_nota=1 • “Todos quieren reformar el gobierno de la empresa”. Homepage MERCADO, Noticias Diarias, Management, 24 de septiembre de 2002. http://mercado.com.ar/mercado/vercanal_nota.asp?id=259647 |