¿Quién sabrá cortar este nudo gordiano nuclear?

    “El proceso de reducir tensiones en la península de Corea ingresó
    en otro callejón sin salida. Los acontecimientos en el área tienen
    profundas implicancias para la seguridad y la estabilidad de todo el noreste
    asiático. Aparte de 150.000 tropas estadounidenses destacadas desde 1953,
    hay allá tres de las doce mayores economías del mundo.”
    Así se inicia un análisis publicado en Foreign Affairs (segundo
    bimestre de 2003) con la firma de los estrategas James T. Laney –embajador
    en Seúl de 1993 a 1997, hoy miembro del Consejo de Relaciones Internacionales–
    y Jason Shaplen –asesor en desarrollo energético de Corea del Sur,
    de 1995 a 1999, del mismo organismo. La nueva crisis “data de diciembre,
    cuando Norcorea decidió reiniciar el programa de plutonio en Yongbyon.
    Eso involucra instalaciones y procesos aptos para fabricar armas nucleares”.
    Pero las cosas no empiezan ahí, sino en el público reconocimiento
    (en octubre) de que el país también tiene un programa de uranio
    sobreenriquecido, U-238+. A este anunció siguió una novedad externa:
    Estados Unidos y Corea del Sur mostraban criterios diferentes en cuanto a cómo
    reaccionar al respecto.
    Sin embargo, los expertos recuerdan que no todo era negativo. “Antes de
    las revelaciones de octubre, en efecto, Norcorea había adoptado una serie
    de iniciativas positivas, diametralmente opuestas a los traumáticos anuncios.
    Entre ellas, un encuentro sorpresivo –en julio– del canciller Paek
    Nam Sun con Colin Powell, secretario de Estado, una invitación a que
    una delegación norteamericana visitase Pyongyang, nuevas conversaciones
    de alto nivel entre ambas Corea, el acuerdo para restablecer vínculos
    viales y ferroviarios, el retiro de minas (zona desmilitarizada) en anchos corredores
    a los costados de ambas conexiones, planes de reforma económica y reanudación
    de contactos con Japón”. Poco después, el primer ministro
    Junichiro Koizumi se reunió con su colega norcoreano.
    Esas iniciativas constituyeron las señales más promisorias de
    cambio en décadas. “Sea por voluntad, sea por necesidad, Pyongyang
    parecía finalmente tener en cuenta viejas inquietudes de Estados Unidos,
    Surcorea, Japón, China y Rusia”. Además, por vez primera
    los norcoreanos no trataban de jugar a Washington, Seúl y Tokio una contra
    otra, y se dirigían a las tres juntas.
    Uranio enriquecido
    Eso se cortó súbitamente en octubre, cuando Pyongyang admitió
    su programa de uranio, hasta ese momento un secreto a voces, en un gesto por
    demás antidiplomático. Acto seguido, Norcorea ofreció detener
    esa actividad a cambio de un pacto de no agresión con Estados Unidos.
    Al principio, éste se negó redondamente al diálogo, a menos
    que el programa de U-238+ fuese desechado por completo. En noviembre Washington
    fue más allá y declaró que Pyongyang había violado
    el entendimiento de 1994 y varios compromisos de no proliferación atómica.
    A la sazón, ese entendimiento había congelado el proyecto plutonio
    –un reactor experimental de cinco megavatios y dos más grandes en
    construcción–, lo cual evitó una catástrofe bélica
    en la Península.
    Amén de rechazar la contrapropuesta norcoreana, Estados Unidos detuvo
    los envíos de combustible subsidiados. En ese punto, la mayoría
    de sus aliados en la región aplicaron presiones y Norcorea respondió
    anunciando la reapertura de Yongbyon. No paró ahí sino que, el

    31 de diciembre, manifestó la intención de reactivar en febrero
    su componente clave, la planta de reprocesamiento. Ese día, expulsó
    a los inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica
    (AIEA) y, el 9 de enero, decidió retirarse del tratado internacional
    de no proliferación nuclear
    Si bien Washington finalmente accedió a nuevas conversaciones, la situación
    parecía empeorar día a día (por ejemplo, lanzamiento de
    proyectiles en el mar del Japón y amenazas de alcanzar territorio norteamericano,
    probablemente las islas Marianas). “Depende de cómo se resuelva,
    el impasse actual –señala Foreign Affairs– puede ser positivo
    o desembocar en una crisis peor que la de 1994”.
    En la visión de Laney y Shaplen, “lo más sensato sería
    que los principales interesados externos –Estados Unidos, China, Japón,
    Rusia– garanticen conjuntamente la integridad y la seguridad de la Península
    entera. Pero, además, debieran insistir en que Norcorea abandone su programa
    de armas nucleares antes de ofrecerle incentivos. Una vez que ello haya sucedido
    y sea verificado en inspecciones tan detalladas como regulares, podría
    instrumentarse un acuerdo general. Este pacto incluiría amplias reformas,
    aumento de ayuda e inversiones y, eventualmente, una confederación coreana”.
    Un póquer de alto riesgo
    Existen dos explicaciones plausibles para el súbito reconocimiento, en
    octubre, del programa de uranio enriquecido. A poco de asumir la presidencia,
    George W. Bush se declaró proclive a mayor dureza con Norcorea y calificó
    de “blanda” la política de William F. Clinton. A instancias
    de Donald Rumsfeld, secretario de Defensa, el apoyo al entendimiento de 1994
    fue tibio, para usar un eufemismo. “El nuevo gobierno lo consideraba una
    forma de chantaje impuesto a su antecesor. No obstante, tras un largo y detenido
    análisis en 2001 –apuntan los estrategas–, no se encontraron
    motivos ni justificaciones para abandonar ese convenio, mientras no apareciera
    algo mejor a mano”.
    Anticipándose al aislamiento, Pyongyang optó por jugar las últimas
    cartas en tan difícil partida y transmitió a Washington este terso
    mensaje: “Vemos que, pese a todo cuanto hicimos en los últimos meses,
    ustedes pretenden desentenderse del asunto. Entonces admitimos el programa U-238+.
    ¿No quieren seguir negociando? Muy bien, pero no podrán ignorar
    a una potencia nuclear y, en el futuro, volverán a la mesa”.
    La otra hipótesis es que Norcorea simplemente calculó mal e hizo
    presunciones basadas en una situación contemporánea con Tokio
    (reconocimiento de haber secuestrado japoneses muchos años antes). La
    jugada de Kim, al blanquear ese episodio del pasado –también en
    octubre–, buscaba promover contactos entre ambos países. Le resultó.
    Pero fracasó con el uranio en el caso norteamericano.
    En las semanas posteriores a la admisión nuclear, Estados Unidos dejó
    en claro que no veía factible una solución militar a la nueva
    crisis en la Península (sólo falta explicar por qué la
    ejerció en Irak). Descartada una blitzkrieg, quedaban tres opciones:
    aislamiento, contención y negociaciones.
    “La primera –sintetiza Foreign Affairs– promovería el
    colapso del norte, pero no encararía la amenaza atómica. La contención
    se manifestaría en presiones económicas que agotarían al
    país y castigarían al régimen, dejando una puerta abierta
    a futuras conversaciones. Esta variable tampoco encararía el problema
    del uranio enriquecido, aunque pudiera congelar –por falta de fondos–
    el programa plutonio. Por supuesto, la tercera vía (negociaciones) encararía
    la cuestión nuclear a fondo, pero los halcones de Washington la considerarían
    un premio a la mala conducta.
    ¿No hay mal que por bien no venga?
    Muchos analistas, funcionarios y asesores en Washington, sea cual fuese su postura,
    sostienen que “las confesiones de Pyongyang sobre uranio y plutonio prueban
    que la política negociadora de Clinton fue un error. Sus resultados demostrarían
    que acceder al chantaje lleva a nuevos chantajes.
    “Eso constituye una sobresimplificación. En 1994 –apuntan los
    dos expertos–, Estados Unidos estaba al borde de una guerra con Norcorea.
    Había aumentado fuerzas y proyectiles Patriot en el teatro de operaciones,
    mientras planeaba ataques concretos. Incluso se contemplaba la evacuación
    de civiles norteamericanos. Pese a sus grandes defectos, el entendimiento era
    la mejor solución posible en un momento mucho menos que ideal. Siguió
    siéndolo por varios años”.
    Por cierto, evitó un desastre cuyos alcances eran difíciles de
    prever. En lugar de una guerra –el general Gary Luck, comandante en Surcorea,
    estimó un millón de bajas, entre ellas 80.000 a 100.000 soldados
    norteamericanos–, el Asia nororiental tuvo ocho años de estabilidad,
    cuyos beneficios desbordaron en mucho la mera seguridad. En 1994, el producto
    bruto interno surcoreano equivalía a US$ 258.000 millones y en 2002,
    aun tras la violenta contracción en la crisis de 1997-8, llegaba a US$
    436.000 millones (+69%). China ha experimentado un crecimiento aun más
    explosivo. Gran parte de ambos fenómenos habría sido frustrada
    por una guerra en la Península. No tan larga como la de 1950-3, pero
    seguramente más letal.
    En aquellos tiempos, por otra parte, Kim Jong Il acababa de suceder a su difunto
    padre, Kim Il Sung. Considerado débil y mentalmente inestable, su escaso
    apoyo interno le auguraba apenas algunos meses antes de ser eliminado. Hoy,
    es el único poder real en el país y ha establecido relaciones
    diplomáticas con docenas de estados, incluso muchos de los mejores aliados
    de Estados Unidos en la Otan. Esto lo coloca en mejor posición negociadora
    que la de 1994.
    Por su parte, en esa época, “Estados Unidos no podía contar
    con el apoyo explícito de Rusia ni de China. En la actualidad, al menos
    hasta la invasión de Irak –explica la revista–, no le costaría
    gestionar respaldo básico, aunque no carta blanca, de ambos. En rigor,
    hace tres meses Beijing y Moscú emitieron una declaración conjunta
    en favor de mantener a toda la península coreana como área de
    no proliferación de armas de destrucción masiva”.
    Otra ventaja lograda por el respiro obtenido en 1994 es la dependencia económica
    del norte respecto del sur. Hoy, Seúl es el primer proveedor ostensible
    de ayuda y el segundo socio comercial de Pyongyang. Combinados con el colapso
    económico –hambrunas inclusive–, esos vínculos pesan
    para que Pyongyang no desee una crisis como la de entonces. Aunque a escala
    económica mucho menor, la situación muestra similitudes con la
    existente entre China y Taiwán.
    Un nudo gordiano
    Sin duda, la decisión de reanudar el programa plutonio plantea una amenaza
    tan crítica como inmediata. Antes de suspenderse en 1994 y según
    casi todos los expertos –entre ellos, Shapley y Laney–, ya se habían
    producido barras suficientes para una o dos ojivas nucleares. Una vez en plena
    operación, el reactor de 5 Mv generará plutonio suficiente para
    una o dos ojivas adicionales. Pero, si Norcorea efectivamente ha reabierto en
    febrero las instalaciones procesadoras, le bastarán cinco meses para
    tratar todo el fluido usado y sacarle plutonio suficiente para cuatro o cinco
    ojivas más. Eso llevaría el arsenal a entre cinco y siete ojivas
    hacia fines de julio. No mucho más tarde, dispondrá de plutonio
    para dos más.
    Pese a todo, se supone que toda crisis equivale a una oportunidad y ésta
    no tiene por qué ser la excepción. Esencialmente, dejando a un
    lado la política, la “confesión” norcoreana le permite
    a Estados Unidos archivar el entendimiento de 1994 y proponer mecanismos más
    adecuados, que frenen el programa plutonio y el armado de proyectiles con ojivas
    nucleares.
    Lo anterior requiere iniciativas atractivas. “Quienes creen que pueden
    agotar a Pyongyang por aislamiento o bloqueo económico, olvidan que los
    norcoreanos han soportado varios años de privaciones y hambre que, en
    otros países, habrían causado implosiones o explosiones sociales
    devastadoras”, recuerdan los analistas. “Insultados, provocados o
    amenazados, no hesitarán en marchar a la guerra santa. Quince siglos
    de resistir chinos, mongoles, manchúes y japoneses no han sido en vano”.
    Además, Pyongyang llevaría las de ganar si todos juegan al tiempo.
    Aunque China pudiera apoyar inicialmente presiones económicas, no querrá
    afrontar una migración masiva de hambrientos cruzando el Yalú,
    si Norcorea se derrumba. De última, permitirá abastecimientos
    indispensables, con o sin sanciones. Tampoco Surcorea soportará las presiones
    de sus compatriotas, máxime con un gobierno proclive a la apertura y
    la reconciliación.
    ¿Cómo cortará Washington el nudo gordiano? En esencia,
    sostienen los estrategas, “asegurándole seguridad al norte, pero
    sin premiarlo por mala conducta. Esto exige que las potencias interesadas (Estados
    Unidos, Rusia, China, Japón) ofrezcan garantías conjuntas para
    toda la Península”. Pero, ahora, el problema clave es saber si Bush
    y su equipo captan la situación y son capaces de afrontarla sin llegar
    al extremo encarnado en Irak. M