Del fundamentalismo de mercado al bélico

    Durante marzo, fue surgiendo un fenómeno que sorprendió a analistas
    como Paul Krugman, el argentino Mario del Carril o George Soros. Además,
    provocó la santa ira de Oriana Fallaci, antigua admiradora del libio
    Mu’ammar Ghaddafi y hoy furibunda enemiga de Saddam. Muchos expertos, antes
    fieles a George W. Bush, mudaban de opinión. Incluso el propio secretario
    de Hacienda, John Snow, se mostraba preocupado por los efectos económicos
    de la aventura, mientras altos funcionarios renunciaban en Washington.
    “Ninguno cuestiona el objetivo pero, al cabo, han advertido que Bush y
    su equipo no son los indicados para esa tarea”, señalaba Krugman.

    El financista Soros y el ex presidente William J. Clinton calificaron a la diplomacia
    de desastrosa por “una arrogancia y un engreimiento formidables” (Krugman).
    Más sobrio, Del Carril sostiene que “la posición norteamericana
    ha sido ambigua y las consecuencias serán costosas” (La Nación,
    15/3/2003).
    En septiembre, Estados Unidos acudió al Consejo de Seguridad en busca
    de apoyo para quitarle a Bagdad armas de destrucción masiva –ADM–
    pasibles de caer en manos de terroristas. Dos meses después, obtuvo la
    resolución 1.441, que amenazaba a Irak con sanciones directas si no se
    desarmase. Pero ese texto no menciona ocupación territorial, cambio de
    sistema ni transformación social en Levante.
    Sin embargo, “a medida que Irak se acomodaba a la resolución 1.441
    –recuerda Del Carril–, los objetivos de Washington se ampliaban”.
    Finalmente, quedó claro que “nada de cuanto hiciera Saddam cumpliría
    con la 1.441. Estados Unidos no admitiría el desarme pacífico,
    actitud que el resto del Consejo –salvo Gran Bretaña– no compartía”.
    Paulatinamente, Washington iba tornándose más fundamentalista.
    Como si, usando un ejemplo recordado por Mariano Grondona, la “república
    imperial” –definición ya clásica de Raymond Aron–
    hubiese decidido convertirse en imperio liso y llano. Vale decir, Bush imita
    a Julio César (cruzó el Rubicón contra la orden del Senado,
    último reducto de la República Romana). “El pueblo iraquí
    entiende esta crisis y nos ve, tal como los franceses en 1940, como libertadores”.
    Así proclamaba Paul Wolfowitz, subsecretario de Defensa, hace casi un
    mes. Pero, claro, no hay pruebas de que los árabes tengan tal visión
    de Estados Unidos. Aparte, esta potencia recién entró en la segunda
    guerra mundial por el ataque japonés a Pearl Harbor, en diciembre de
    1941; o sea, mucho después de las invasiones alemanas a Polonia (septiembre
    de 1939), Holanda, Bélgica y Francia (mayo-junio de 1940).
    La idea imperial es tentadora para Bush, sus partidarios y hasta sus enemigos.
    Pero, aun dejando de lado la falta de votos suficientes en el Consejo de Seguridad
    o los seguros vetos de Francia, Rusia y China (¿no era que la “vieja
    Europa” no miraba al este?), la realidad misma desaconsejaba un ataque
    unilateral. “En cuestiones no militares –recordaba Krugman–,
    la hegemonía norteamericana es menor. Rusia y Turquía necesitan
    a la Unión Europea mucho más que a Estados Unidos”.
    Como apuntaba Grondona, existe una diferencia clave entre república e
    imperio en Estados Unidos: el voto popular, ya extinto en la Roma de César
    y Bruto. Por supuesto, en 1852 Luis Bonaparte amañó un plebiscito
    para transformar la Segunda República en Segundo Imperio y a él
    en Napoléon III. Pero su golpe de Estado no incluía iniciar una
    guerra exterior.
    Como observaba Krugman, “Saddam se ha tornado una obsesión, desligada
    de toda lógica. Aun dentro del Gobierno, aterran la irresponsabilidad
    de Bush y su equipo o su negación casi infantil de problemas que no tienen
    ganas de afrontar”.
    Ese economista, Soros y –en privado– el megainversor Warren Buffett,
    subrayan la inexplicable pasividad de Washington ante una economía frenada,
    un déficit corriente en pagos que exige ingresos externos por US$ 1.500
    millones diarios –sólo para no seguir creciendo–, un rojo fiscal
    explosivo (más de US$ 300.000 millones) y desempleo. Sin embargo, los
    peligros reales son ésos y Norcorea. De hecho, Pyongyang “puede
    ser el Waco de George W. y Kim Jong Il su David Korech”, teme Krugman,
    aludiendo a un suicidio colectivo en Texas –precisamente– mientras
    el FBI atacaba el reducto de una secta fanática (abril de 1993).
    El fanatismo ha sido explicado por Soros con un enfoque revelador. A su criterio,
    lo de Bush “es una forma política del fundamentalismo que castigó
    a los mercados de riesgo durante los años ’90”. Estos brotes,
    como ha probado Charles Kindleberger, se traducen en grandes burbujas especulativas.
    Algunas estallan en más o menos tiempo. Otras van difiriendo la crisis
    mediante ajustes, lo cual las consolida y convierte los desinfles subsiguientes
    en amplias crisis sistémicas. Así ha ocurrido con la manía
    bursátil cifrada en punto com, vanguardia tecnológica y telecomunicaciones.
    “Lo de Washington ahora es una burbuja de fundamentalismo, no ajena a la
    ultraderecha republicana. Si la invasión triunfa rápido, esa burbuja
    crecerá y, eventualmente, llevará a una explosión de alcances
    más amplios”. Especialmente cuando aumente el número de bajas
    entre soldados norteamericanos. M
    Carlos Scavo